El bloguero se fue…

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Un blog es un correo de cartas sin papel ni tinta, de cartas escritas en el mero ondulante aire y en un silencio acaso apenas contrariado por un rumor de dedos que teclean. Un blog posee tal inmediatez, tal velocidad, tal eléctrico poder que de pronto las palabras que habían fluido silenciosamente en la pantalla pueden descargar un estruendo como el del trueno que sigue a ese ruido de tela rasgada soltado por el relámpago.

Día a día desde hace algo más de un año, el tiempo en que empecé a llevar trato con la Internet, acostumbro comenzar la sesión ante la pantalla de la laptop buscando los mensajes que me estén destinados; luego busco las noticias en los espacios electrónicos de los periódicos; luego aún, busco el blog escrito día a día por Alejandro Aura desde su casa o desde un hospital de Madrid y en el que publicaba sus poemas, sus comentarios de lector o de espectador de cine, sus recetas de cocina mexicana, algunas veces sus opiniones sobre la vida política de España y de México y del resto del mundo, y, siempre, la crónica de su heroico y casi alegre combate con el íntimo, el nefasto, el roedor ángel del cáncer, y, para terminar (momentáneamente) su “talacha” cotidiana en el blog, ponía allí su infaltable poema diario. Y ese misceláneo río literario iba desde la pantalla de escritura a las de sus innumerables amigos también blogueros dispersos por el mundo.

Yo, por más que no quisiera, veía venir el final, me decía que tendría que ocurrir un día, pero no había pensado que se manifestaría como un brutal estruendo paradójicamente silencioso en la pantalla de la laptop en la que, día tras día, me llegaba su tan animado correo. Y ahora he aquí que eso ya ocurrió la tarde del miércoles 30 de julio, apenas hace unos días, cuando abrí como de costumbre el blog de Alejandro y lo primero que la pantalla me presentó fue un breve párrafo que habrán tecleado su esposa Milagros o su hija María tan sólo unos minutos después de que habrán cerrado los ojos de Alejandro aún asombrados del suceso:

“Hoy, a las cuatro y media de la tarde, de Madrid, Alejandro se fue, y en este blog que le hizo seguir adelante cada día nos dejó sus palabras para siempre.”

Así es: el blog, al parecer su última razón de ser como escritor, le había hecho continuar su vida llevada adelante de día en día. Y recordé a Juan García Ponce, paralítico, dictando con la cada vez más apagada y esforzada voz, pero escribiendo, pese a todo, día tras día también; recordé a Juan que insultándonos de puro cariño nos gritaba a los amigos: “¡Yo no voy a dejar de escribir, cabrones, porque día en que deje de escribir, día en que moriré!” (Juan y Alejandro: qué héroes de la escritura, qué tenaz y alegremente continuaban escribiendo, como si la escritura fuese un modo casi alegre de perpetuación de la vida.)

Ahora, irremediablemente, el poeta de la vida cotidiana elevada a mito personal y a fábula de amigos, el histrión de los tablados y de las pantallas, el alegre combatiente y puntual cronista de su cabrón interior enemigo, el cáncer, se ha ido. Y ya no sólo las pantallas de Internet sino también esas otras pantallas, pero de papel: las de los periódicos, nos notifican que el hombre de los mil y un entusiasmos y los mil y un amigos, Alejandro Aura, histrión, cuentista, cronista, poeta, dejó de teclear su cordial blog allá en un hospital de Madrid.

En el recuerdo lo veo vivaz, delgado, de grandes ojos, de airoso mechón de cabello cano como un ala blanca aleteando sobre la frente, y con asesino puro habano en los incautos labios. Lo oigo diciendo con buena altisonante voz de actor la literatura suya y las de otros, antiguos y actuales. Lo recuerdo con su cordialidad briosa y su generoso sentido de la gastronomía y la comensalidad (gran embajador en España de la cocina mexicana, se adivinaba su sonrisa feliz cuando emprendía el blog diario con alguna frase como, por ejemplo, “Hoy tenemos romeritos”). Y releo un mensaje electrónico de hace años: “Tienes que venir, Pepe, tenemos que pasear la noche madrileña en compañía de los hermosos fantasmas de la Fortunata y la Jacinta hijas de don Benito, tenemos que vocear junto a Ramón la suave patria de mi tierra y tu trastierra (como tú dices), y luego, en la mañana aún friolenta, ‘parar’ en la entrada a Lardhy a saborear unas tiernas croquetas y un caldo resucitador de muertos”.

Ahora sucede que se fue… Pero queda su escritura que le prolongó la vida en carne y hueso y ahora le prolongará la vida virtual, así que esta noche le rendiré silencioso homenaje releyéndolo en su mejor obra en prosa: La hora íntima de Agustín Lara (Ediciones Cal y Arena, México, 1990), en la que dejó escritos algunos de sus días de niño de barrio, aquellos en que comenzaba a aprender el mester de poesía oyendo por la radio los boleros en los que Agustín Lara decía que el hastío es pavorreal que se aburre de luz en la tarde, y Alberto Domínguez decía (como ya antes dijera Baudelaire casi con las mismas palabras) que el mar es espejo de nuestro corazón.

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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