En defensa de la Biblioteca Pública

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Escribo en la Biblioteca Pública de Nueva York. Frente a mí un hombre –negro, canoso, traje a cuadros percudido– lee un libro (descubro: el Mercer dictionary of the Bible), toma notas en una gastada libreta amarilla y de vez en vez levanta la vista y sacude sus manos en el aire, como si dictara, quién sabe, un hipotético sermón. A mi lado una joven ignora el espectáculo y escribe (ya no en una libreta sino en una MacBook) asistida por tres o cuatro diccionarios regados sobre la mesa. Otras doscientas, trescientas personas atestamos las mesas de trabajo de la sala de lectura –la imponente Rose Main Reading Room– mientras una persistente fila de turistas entra al lugar, se pasea por los pasillos, toma alguna fotografía y sale de vuelta hacia las calles de Manhattan.

Desde hace un par de años trabajo con frecuencia en esta biblioteca y ya les puedo decir: es uno de los mejores sitios en que uno puede estar. Claro: es demasiada la gente que entra y sale y es demasiado, de pronto, el ruido. Desde luego: puede ser una lata llenar a lápiz una papeleta tras otra y esperar quince, veinte minutos a que los libros lleguen a uno. Pero basta admirar la sala de lectura, con sus macizas mesas y sillas de roble, o la biblioteca toda, con su fachada de mármol, para creer una vez más que el trabajo intelectual importa y tiene peso. Además, cinco millones de títulos están ahí, literalmente a los pies de cualquiera que se acerque y solicite un ejemplar. Así de fácil: sin costo alguno, sin necesidad de pertenecer a una institución académica, sin que ningún especialista en derechos de autor se interponga entre el lector y la obra. Al final no asombra que esta biblioteca –el Schwarzman Building en la Quinta Avenida y la Calle 42– sea la estrella del sistema bibliotecario neoyorquino y uno de los puntos emblemáticos de la ciudad.

Y sin embargo, a principios de este año, el patronato de la biblioteca aprobó un ambicioso plan para transformarla. La idea –se dice– es vender los edificios que hoy albergan a la Mid-Manhattan Library y a la Science, Industry and Business Library y apretar ambas bibliotecas dentro del recinto de la Quinta Avenida, creando de ese modo una inmensa Central Library. Desde luego que para hacerle espacio a esas dos instituciones habría que modificar el edificio. Esta es la idea: demoler los siete pisos de estantes que desde hace 101 años sostienen la sala de lectura y enviar tres y medio de los cinco millones de libros que están ahí a una bodega en Princeton, Nueva Jersey. De llevarse a cabo el plan, al final no habría una sino dos bibliotecas: abajo, una biblioteca de préstamo diseñada por Norman Foster y bien pertrechada de cafés y sofás y computadoras; arriba, una biblioteca de investigación, con su sala de lectura intacta pero suspendida en el vacío, su acervo ya del otro lado del Hudson.

Para justificar el plan, el presidente del patronato, Tony Marx, ha deslizado un argumento económico: son tiempos de austeridad y la institución no puede darse ya el lujo de mantener aparte aquellas dos bibliotecas; además, los edificios que las contienen valen millones (alrededor de cien millones de dólares cada uno) y ese dinero podría ser empleado para reconstruir el Schwarzman Building, extender sus horas de operación y contratar más bibliotecarios. Por otro lado: son tiempos digitales y es hora de actualizar la biblioteca, ofrecer nuevos servicios, “reemplazar libros con personas”. Finalmente: no se corre peligro alguno. Que se relajen los conservacionistas: ni la fachada ni la sala de lectura del Schwarzman Building serán tocadas. Que se despreocupen los investigadores: los libros más consultados permanecerán en el sitio y los demás serán traídos de Princeton a Manhattan en no más de 24 horas.

Previsiblemente el anuncio de este plan desató, en un segundo, una encendida batalla. En mayo, más de setecientos escritores –entre ellos Mario Vargas Llosa, Salman Rushdie y Jonathan Lethem– firmaron una carta abierta en la que manifestaban su preocupación ante los cambios propuestos. También en mayo Charles Petersen publicó en la revista n+1  un extenso, documentadísimo ensayo contra el proyecto que nutrió otros muchos ensayos críticos y que terminó motivando un foro de discusión entre promotores y opositores en The New School. Entre los opositores hay quienes rechazan toda alteración del edificio, monumento histórico de la ciudad, y quienes advierten sobre los riesgos de apostarle de lleno a los libros digitales, sobre todo porque los soportes de hoy podrían no ser los de mañana y porque las leyes de derechos de autor obstaculizan por lo pronto, y quién sabe durante cuánto tiempo más, el libre acceso a ellos. Otro de los argumentos se ha escuchado ya en México: ¿para qué gastar millones en la creación de una megabiblioteca cuando lo más urgente es fortalecer las pequeñas y maltrechas bibliotecas de los barrios? El argumento principal, sin embargo, es que la fusión de las tres instituciones terminaría afectando a la biblioteca ya existente en la Quinta Avenida, una biblioteca de investigación, y de no préstamo, cuyo objetivo no es atender al lector ocasional que busca de vez en vez una o dos novelas sino a los investigadores que solicitan de golpe quince o veinte libros y se instalan todo el día en una de las mesas de trabajo.

Democracia: esa es una de las palabras clave en todo esto y está en boca tanto de los entusiastas como de los críticos del proyecto. Los entusiastas afirman que el plan haría más democrática la biblioteca y agregan: circularía más gente, se prestarían más libros. Algunos sugieren, incluso, que quienes se oponen al proyecto lo hacen porque, al fin y al cabo, no son demócratas y porque les repele la idea de que más y más personas anden por ahí, platicando, actualizando su perfil de Facebook en alguna de las computadoras, solicitando el primer volumen de The hunger games  o la última temporada de Mad men. Pero está claro que no es eso lo que asusta. Asusta que, en aras de consentir a esos lectores (atendidos ahora en la Mid-Manhattan Library), se sacrifique un espacio de investigación plenamente democrático. Porque vaya que la Biblioteca Pública es un espacio democrático. Lo ha sido desde aquel día de 1911 en que un migrante ruso-judío de veintitrés años abandonó su departamento en el Bronx, viajó a Manhattan, cruzó el umbral de la biblioteca, llenó a lápiz una papeleta y solicitó el primer libro en la historia de la institución –un ensayo en ruso sobre las obras de Nietzsche y Tolstói–. Lo es hoy, cuando cualquiera puede consultar el acervo y cuando funciona como la biblioteca primaria de los estudiantes de la universidad pública de la ciudad. ¿Lo seguirá siendo en el futuro si, en su afán de tornarse más popular, obstaculiza la investigación de los alumnos de los colegios públicos y de los investigadores independientes y de ese modo contribuye otro poco a la hegemonía de las universidades privadas?

Si me preguntan, lo que más me molesta es ese afán de acabar con la excepcionalidad de la Biblioteca Pública y de ponerla a tono con las lógicas hegemónicas. Hay aquí un espacio de sociabilidad alterno, con sus propias normas de contacto e intercambio, y hay allá un deseo de alterar ese espacio no para protegerlo o enriquecerlo sino para someterlo de una vez por todas a los ritmos del mercado y la cultura del entretenimiento. El edificio es majestuoso –no importa, hay que remodelarlo y confiarle a Norman Foster que lo arrastre hacia las modas de la arquitectura contemporánea–. La biblioteca de investigación funciona –no importa, hay que reducirla y hacer que quepa allí una biblioteca de préstamo donde circulen más y más personas–. El espacio es ya democrático –no importa, hay que volverlo más popular, ofrecer lo que la mayoría quiere, rendirse ante la tiranía de las estadísticas.

Se ha dicho que oponerse a la reconstrucción de la Biblioteca Pública de Nueva York supone adoptar una posición eminentemente conservadora. Al contrario: significa resistirse al desmantelamiento de una biblioteca de investigación, defender la existencia de espacios alternos, sostener que dentro de este mundo caben otros mundos. ~

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es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).


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