Las primeras décadas del siglo XX fueron las más apasionantes en la historia de la física. Por un lado Einstein estaba explicando el movimiento de los cuerpos celestes con su teoría de la relatividad y por otro la mecánica cuántica pretendía dar sentido al enigmático mundo atómico. Encima, algunos físicos teóricos intentaban unir matemáticamente ambas teorías. Uno de ellos era Paul Dirac, quien en 1928 descubrió algo sorprendente: sus ecuaciones describían perfectamente el electrón pero, según sus fórmulas matemáticas, debían existir tanto electrones negativos como positivos. ¡Esto era extrañísimo! Hasta entonces la carga del electrón era siempre negativa, al igual que la del protón positiva. ¿Había un error en las ecuaciones de Dirac?
Ocurre algo peculiar con los matemáticos: confían tanto en sus fórmulas que cuando alguna observación de la realidad no se ajusta a ellas concluyen que los límites están en nuestros sentidos y no en los números. Dirac predijo teóricamente que a escondidas, en el mundo microscópico, había unas partículas de antimateria idénticas a electrones y protones, pero con carga opuesta. Confiando en las matemáticas, los físicos experimentales se pusieron a buscarlas. A los pocos años empezaron a encontrar antielectrones positivos y antiprotones negativos en rayos cósmicos y condiciones de laboratorio. Fue la confirmación experimental de la predicción teórica de la antimateria. Algo parecido ocurrió en el CERN con el bosón de Higgs; una partícula todavía más difícil de imaginar. Así va la cosa:
Uniendo todo el conocimiento acumulado durante el siglo XX, a principios de los setenta los físicos teóricos establecieron algo llamado “el Modelo Estándar”. En realidad, el Modelo Estándar es una colección de ecuaciones matemáticas y postulados que describen todas las partículas subatómicas que existen y las fuerzas que rigen su comportamiento. Es complicado pero, como resumen, hay una primera clasificación de partículas elementales en fermiones (que constituyen la materia) y en bosones (responsables de las fuerzas). A su vez los fermiones se dividen en quarks (fuertes interacciones y constituyentes del núcleo atómico) y leptones (débiles, como el electrón, muon o neutrino). Da igual. La idea es que todo les encajaba muy bien, salvo que faltaba una partícula encargada de dar masa al resto de partículas. Entonces se recogió la idea planteada por Peter Higgs a finales de los sesenta sobre la existencia de un nuevo bosón que otorgaba peso a la materia. El bosón de Higgs era imposible de observar con la tecnología del momento, pero con él todo encajaba. Y sin él se desmoronaba.
Podía simplemente aceptarse su existencia en el mundo invisible, pero había otro pequeño problemita: no todos los detalles del Modelo Estándar encajan con la máxima perfección. Por ejemplo, todavía existe una incompatibilidad con la relatividad general de Einstein que les tiene preocupados. Puede parecer banal, pero en la meticulosidad científica, algunos insinuaban que quizás el Modelo Estándar no era correcto. Y esto es profundamente delicado, porque toda la física fundamental se apoyaba en él. Antes de avanzar, debíamos saber si el Modelo Estándar era correcto o no. La búsqueda del bosón de Higgs se convirtió en la prueba definitiva: predicho por el Modelo, si lo encontrábamos, señal de que íbamos por buen camino, pero si resultaba que no existía en el rango de energías donde el modelo decía que debía estar, se iba todo (o casi) al garete. Esta segunda situación significaría una revolución en la física: implicaría replantear modelos y empezar de nuevo. Es por eso que quizá hayas escuchado que la gran noticia habría sido no haber encontrado el Higgs, y que para algunos físicos habría sido intelectualmente más estimulante.
Pero no fue el caso: tras años de trabajo y miles de millones invertidos en una máquina como el LHC, que como paralelismo a un microscopio pudiera observar la región donde en teoría existía el Higgs, el pasado 4 de julio del 2012 los responsables del CERN anunciaron que sí habían encontrado un bosón que se ajustaba al tan ansiado bosón de Higgs. Faltan algunos experimentos para confirmar que lo sea, pero el grado de confianza es altísimo. Fue un momento histórico para la física. En la sala estaba el propio Peter Higgs, emocionado, reconociendo que no pensaba llegar a presenciar este descubrimiento.
La jornada fue una fiesta para la ciencia, no tanto por el Higgs en sí, cuya existencia era obvia para casi todos los científicos, sino porque confirmaba que el Modelo Estándar era correcto, y podían continuar utilizándolo para intentar comprender la materia oscura, la supersimetría, la antimateria y todos los misterios que quedan por responder acerca de la estructura del Universo.
Pero ¿qué diantre es el bosón de Higgs? Bueno, en realidad es otra partícula elemental tan abstracta a nuestros sentidos como puede ser un muon, los neutrinos que atraviesan tu cuerpo por millones procedentes del sol, un tau que se desintegra en hadrones a los 3×10-13 segundos, o quarks formando neutrones o protones en función de si están up o down. Fascinante, pero complejo a más no poder. Quédate con la idea de lo que decíamos antes: la gran familia de partículas llamadas fermiones son los constituyentes básicos de la materia, y la otra gran familia llamada bosones son los responsables de las fuerzas fundamentales. El fotón es un bosón que está involucrado en el electromagnetismo; el gluon otro, que lo está en la interacción nuclear fuerte, y los bosones W y Z, en la interacción nuclear débil. Y llegamos al bosón de Higgs, que es el responsable de otorgar masa al resto de partículas, excepto fotones y gluones. La idea conceptual básica es que en realidad el vacío no existe; el bosón de Higgs genera un campo de Higgs que permea todo el Universo, y en el que interaccionan las diferentes partículas. Y entre más interaccionen (se “frenen”), más masa tendrán. Un electrón, por ejemplo, reacciona poco al campo de Higgs, y por eso su masa es menor. Un quark “se frena” más, y eso lo convierte en más pesado. En cambio, un fotón no interacciona en absoluto con el campo de Higgs, y por este motivo se dice que los fotones no tienen masa.
Realmente el hallazgo de Higgs es un triunfo histórico de la física. Primero porque nos muestra el poder que tienen las teorías para describir lo que existe y predecir lo que no podemos observar. Si alguna vez averiguamos cómo se originó el Universo, será a partir de fórmulas matemáticas. La segunda reflexión aparece cuando observamos lo eficiente que es la ciencia cuando logra poner a cuatro mil investigadores a colaborar en la empresa titánica de construir un acelerador de partículas en el que colisionen hadrones a velocidades inimaginables, para recrear el Big Bang en unas condiciones de energía mayores a las que actualmente existen en ningún rincón del Universo, y con ello interpretarlas hasta descubrir el rastro de una partícula llamada bosón de Higgs, que fue predicha teóricamente hace más de cuarenta años. Es sobrecogedor. Nuestros sentidos están restringidos a un rango de tiempo, tamaño y distancias tremendamente limitados. Con ellos no podemos saber qué ocurrió hace trece mil millones de años, si hay planetas con vida en galaxias lejanas o qué moléculas regulan el funcionamiento de nuestras células. La imaginación no tiene límites y podemos inventarnos las teorías filosóficas o religiosas sobre la naturaleza que queramos. Pero ni la imaginación ni el silogismo ni el dogmatismo nos pueden garantizar que nuestras ideas e hipótesis sean ciertas. Solo el método científico y la experimentación pueden aspirar a lograrlo. De hecho, es la ciencia la que nos está descubriendo cómo funciona nuestro organismo, de dónde venimos, las leyes que rigen el Universo y cómo podemos utilizar todo este conocimiento para crear un mundo mejor. Esto último ya no es ciencia. Pero sin duda lo lograremos si aprendemos a sacar el máximo partido de este fabuloso método y pensamiento científico, que crece y crece sin parar en la aventura intelectual más apasionante de la historia de la humanidad. ~
(Tortosa, 1974), bioquímico dedicado a la divulgación científica, es autor de El ladrón de cerebros (Debate, 2010).