El callado reverso de la criptolexemia

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A riesgo de hartar al lector, pero no dejándome arredrar por ello, me dispongo a ofrecerle un nuevo avance de mis investigaciones metalexicológicas. En esta ocasión no lo abrumaré con mayores ni, mucho menos, menores detalles sobre los criptolexemas, que, para recordarlo (y no olvidarlo jamás) son, según Wikipedia, “las palabras de su lengua materna cuyo significado ignora el hablante”. Me ocuparé, en cambio, del fenómeno antípoda, para que luego no se diga que me obsesiono.

A modo de introducción, convenga el lector conmigo en realizar el siguiente experimento: Dirija su atención a cualquiera de los objetos que se encuentran a su alrededor, a algún utensilio casero, el más común, un cuchillo, por ejemplo (y no hay que olvidar que un ejemplo es un prototipo, un paradigma, quizás un caso único). Tome, pues, el cuchillo y nombre todas sus partes. Estoy seguro de que nadie tendrá ninguna dificultad en enumerar las más importantes: el mango, la hoja, el filo. Mas, ¿cómo se llama la parte de la hoja opuesta al filo? ¿Cómo la fisura por la que la hoja se fija al mango? ¿Cómo el cabo de ese mango? ¿Cómo la abrazadera de metal que rodea ese cabo? ¿Cómo el engaste de metal que suele adornar el mango y cómo el lugar donde éste va asegurado? Para la atónita mayoría de los lectores, exceptuando a los cuchilleros –y, por supuesto, a los buenos escritores–, se tratará de cosas innombrables aunque intensamente conocidas. Por eso, al contemplar ese artefacto, así, entre los dedos ahora temblorosos, se le antojará ominoso, cuando no maligno. Y al levantar la vista y hacerla vagar por la habitación en la que se encuentra, se dará cuenta de que asimismo ignora cómo se llama la mayor parte de las cosas que lo rodean (el último engarce de la cadena de la araña que lo ilumina, la trabazón que une las patas con el respaldo de la silla que lo aloja, el tornillo de la bisagra de la patilla de sus anteojos, etc.). Se sentirá de pronto sumido en un mundo de sombras, perdido en un universo de objetos familiares, con los que ha convivido largamente, pero cuyos nombres desconoce por completo. Y, en medio de un estrépito de miedo, su ufana certeza de poseer un lenguaje se le revelará como lo que realmente es: una vana ilusión.

Ahora bien, a ese fenómeno lingüístico, que bien haríamos en llamar asofialexia (del griego asophia = falta de saber y lexis = palabra), debemos distinguirlo puntualmente del trastorno mental de la anomia (también llamada afasia anómica, amnésica o nominal), pues mientras que en esta última el sujeto sabe la palabra pero no logra recordarla debido a una disfunción en las áreas 22, 39, 40, 44 y/o 45 de la citoarquitectura cerebral de Brodmann, en la asofialexia el hablante simple y llanamente ignora el nombre de una cosa conocida.

Pero por si no resultara suficientemente aterrador caer en la cuenta de que desconocemos el nombre de la mayoría de las cosas de nuestro entorno, y corriendo esta vez el riesgo de desencadenar el justificado pánico colectivo, considero mi deber científico exponer los resultados de mis estudios de un fenómeno todavía más espeluznante. Me refiero a la alogia (del griego a = sin y logos = palabra), la cual alude a la negligencia adánica a la hora de asignarle nombres a las cosas, de modo que, por más que intentemos sublevarnos, resulta innegable que la mayor parte del mundo carece de nombre –con lo cual nuestra ignorancia se dilata, se multiplica, y alcanza dimensiones titánicas.

Ciertamente no soy el primero en reparar en esa hiancia. Ya en la primera página más memorable de la literatura hispanoamericana, García Márquez la describe del modo siguiente: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Y la madre de David Foster Wallace recuerda que cuando era niño, éste inventó la palabra “twinger” para llamar a las cosas para las que no existía una denominación. Ello por no mencionar los documentados déficits de algunas lenguas que carecen de nombre para las cosas más elementales, ni el corroborado caso contrario del ulgunigamiut, que posee 120 prolijos vocablos para nombrar otras tantas variedades de hielo, los cuales faltan en todos los demás idiomas.

Pero lo que realmente me interesa va más allá de la alogia que infesta el mundo de las cosas —sus innombradas partes, sus ángulos secretos, sus incógnitas oquedades— y se concentra en aquellas constelaciones para las cuales no ha sido inventada una designación y que, por lo mismo, yacen relegadas en recóndito anonimato.

Nuevamente es la lexicología comparada la que arroja la primera luz sobre ese penumbroso tema, aunque no sea más que proveyéndonos de algunos ejemplos reveladores. Así, nos encontramos con que hay lenguas que poseen una compacta y única palabra para acciones, situaciones o descripciones que en todas las demás sólo pueden ser expresadas mediante vagos e inexactos circunloquios. Tal es el caso de la voz celta caim, que designa el círculo imaginario que la gente dibuja con la mano alrededor de su cuerpo a manera de defensa contra influencias externas indeseables, o el vocablo boro onsay, que significa fingir un amor profundo por una persona que nos es realmente indiferente, cuando no detestable.

La conclusión es lapidaria: Siempre, en todas las lenguas, seguirán faltando palabras para hechos tan inconfundibles como la sombra quebrada que proyecta un olmo otoñal sobre el tapete de sus propias hojas caídas o la sangre que mana de la comisura de unos labios tras haber recibido un puñetazo durante una pelea insensata, al cabo de la cual los contrincantes se abrazan henchidos de ebria amistad. Y, sobre todo, faltará la palabra que evoque la historia entera del mundo, con todos sus tiranos y sus vírgenes, sus rituales y cataclismos –una palabra que signifique todos los actos de todos los hombres pasados, incluyendo sus sueños y sus delirios, así como todas las palabras que pronunciaron a lo largo de sus vidas; y, sí, también las que cobardemente callaron.

– Salomón Derreza

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Escritor mexicano. Es traductor y docente universitario en Alemania. Acaba de publicar “Los fragmentos infinitos”, su primera novela.


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