El canto del cisne

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La gran tradición que encarnó, durante los cuarenta años que van de 1931 a 1970 la revista Sur, tuvo en Enrique Pezzoni, tal vez, al último heredero de un linaje notable de críticos, editores y periodistas literarios. Así lo cree John King en Sur. Estudio de la revista argentina y de su papel en el desarrollo de una cultura (1986). Así lo confirmo yo al examinar una parte del legado escrito de Pezzoni (1926-1989) en El texto y sus voces (1986; Eterna Cadencia Editora, 2009), recién reeditado en Buenos Aires.

En 1968, cuando Pezzoni se hizo cargo de la secretaría de redacción de Sur, la revista moría de agotamiento ante el alivio de buena parte de la cultura argentina, que se sumía, presurosa, en el más tenebroso de sus ciclos radicales. Que la vieja revista de Victoria Ocampo, ella misma una mujer de ochenta años que moriría en 1979, dejara de publicarse regularmente, como ocurrió en 1970, anunciaba el fin de una literatura liberal que había nacido de las insospechadamente armónicas bodas entre Sarmiento y Virginia Woolf, entre la aristocracia republicana argentina y el espíritu moderno del siglo XX. Borges, uno de los fundadores de Sur, el anacronismo que se convierte en literatura del futuro, sobrevivió a la descontinuación de la revista y a la impopularidad de su temperamento.

Tocó a Pezzoni intentar la postrera puesta al día de Sur, publicando, durante una gestión de catorce números, a Octavio Paz (un antiguo colaborador de la revista cuyo momento internacional llegaba con los años sesenta) y a Severo Sarduy, llenando grandes lagunas (Sur no se había ocupado de César Vallejo, por ejemplo) y reconciliando a la revista con adversarios ideológicos como Pablo Neruda. Se esforzó Pezzoni en que Sur compartiera la atención sobre los novelistas del Boom latinoamericano pero fue –como lo dice King– demasiado poco y demasiado tarde. El eje de rotación ya no estaba en Buenos Aires sino en La Habana y a Sur la desplazó, como autoridad intelectual, la revista Casa de las Americas. El liberalismo de Sur, a la vez conservador y vanguardista, perdió casi toda su influencia frente a la irradiación emotiva del castrismo y del guevarismo. En cierto modo, el relevo liberal ocurriría en México, con la fundación de Plural, dirigida por Paz, quien quiso subrayar esa continuidad al escoger precisamente a Pezzoni (junto con Danubio Torres Fierro) para hacer Vuelta Sudamericana entre 1986 y 1987, revista que no habría de prosperar.

Ese vaivén en la historia intelectual del continente se lee, entre líneas, en El texto y sus voces. A diferencia de José Bianco, su ilustre predecesor en la secretaría de Sur, Pezzoni no sólo era un hombre de revistas, sino un profesor universitario. Al estilo “viejo” del reseñista literario que ve en la literatura un conjunto de “voces” éticas, se contraponen “el texto” redactado bajo la tonada teórica de la nueva academia estructuralista, una infatuación que en Pezzoni, “un moderno”, nunca significó una ruptura, como lo anota King, con “la tradición liberal universalista”.

En algunos casos –Borges, el más importante– las maneras se complementan: la defensa que escribiera, en 1950, de Otras inquisiciones, contra H.A. Murena, debe leerse junto a la ejemplar descripción de la poesía del joven Borges publicada mucho después. En otros momentos, a Pezzoni le cuesta conservar el tono ensayístico y sus exámenes, uno diría que canónicos, de la poesía de Alberto Girri, Enrique Molina, Alejandra Pizarnik, Paz (fue uno de sus lectores pioneros en la Argentina) o de la narrativa de Roberto Arlt y Felisberto Hernández, se leen con tropiezos por abundar en citas literales destinadas a obtener, antes que la del lector, la sanción académica. En ese sentido, para quienes habíamos oído hablar, un tanto legendariamente, de él, El texto y sus voces, único libro que Pezzoni publicó en vida, resulta un poco decepcionante: es el testimonio de una indecisión.

Están particularmente logrados, en cambio, los ensayos sobre Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. A la primera la contrasta, en sus relaciones con la memoria, con su hermana Victoria: una misma familia, dos poéticas. A Bioy lo presenta Pezzoni, en su gloria mayor, la de haber dejado atrás, con El sueño de los héroes (1954), las máquinas y las operaciones fantásticas para escribir uno de los viajes mentales más notorios de la literatura.

El verdadero nervio, ya se sospechará, de El texto y sus voces, lo encuentro en las reseñas que Pezzoni escogió publicar en libro: deben ser muchas las no reunidas y que aguardan la oportunidad de la recopilación. Tiene mérito la que retrata, desde el interior de Sur, a Victoria Ocampo, dudando el crítico sobre la forma de posteridad que le espera a ella y exhibiendo los pruritos morales que la separaba de un Alberto Moravia al que tenía por pornográfico. Destaca Pezzoni, en los Testimonios, de Ocampo, la factura del gran periodismo literario.

“Todos somos traductores”, dijo Pezzoni al hablar de Malraux. Pezzoni lo fue, no sólo porque tradujo infinidad de libros del inglés (Graham Greene, Nabokov, Melville), del italiano (Pasolini) y del francés (Saint-John Perse, Lanza del Vasto) sino porque ejerció la crítica literaria no en su sentido judicial sino en su dimensión más fuerte e inmediata: comunicación, fervor, traducción del sentido. La energía y la reticencia de Enrique Pezzoni, que nació y murió en Buenos Aires, se dejan ver en El texto y sus voces, canto de cisne de una época y de un estilo, obra fragmentaria de un hombre que como dice Luis Chitarroni en el prólogo de esta reedición, se llevaba bien con la época que le tocó vivir.

(Publicado previamente en El Ángel de Reforma)

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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