El circo de la luna

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La poesía de José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 1939) no surge como respuesta a una desilusión ante la vida, sino de un lúcido distanciamiento de las formas que toma su mistificación. No hay en ella nada de fugas retóricas y menos de compulsivas evasiones. Son muchos los que declaran, en este cambio de siglo, haber hecho de la Historia y de la realidad cotidiana su materia poética para luego, repitiendo viejas fórmulas sentimentales, expresar únicamente conocidos modos de autocompasión. Pacheco, sin embargo, apoyándose quizás en esa ya vieja máxima existencialista que viene a decir que la literatura de una época no es otra cosa que esa época encarnada en la literatura, viene a ofrecernos señalamientos poéticos sumamente sugestivos que, más allá del dudoso acto creador, hacen que la Historia y la realidad cotidiana sean el impulso verdadero que hacen del poema hallazgo y descubrimiento. Crónica y crítica de un tiempo lleno de confusión y de dudas, la poesía así insertada en el devenir histórico del mundo irrumpe no en respuesta a un imperativo ético o moral consciente, sino a una fatalidad casi vocacional que hace del poeta un ser ético y moral al convertirlo, por encima de todo, en un ser estético. Si el escenario del mundo es eso que se ha venido llamando “Posmodernidad”, y su paisaje “La supercarretera hacia la nada./ A la orilla/ el cementerio de automóviles”, la escritura entonces no es más que el “Consuelo de la letra:/ la hosca vida/ encerrada en algunos signos”. Así, la experiencia lírica es rebasada por la experiencia histórica para de este modo, y gracias al impulso poético primero, transfigurar y tomar conciencia de los hechos que definen a la segunda a fin de que ambas, poesía e historia, se sustenten.
     La convicción de que poesía y experiencia cotidiana son casi correlativas, mutuamente sustentadoras, se cumple en el poema, dentro del poema y no fuera de él: la vida precede, o sucede, que es lo mismo, a la aventura estética. Pero lo ganado en la escritura, en la plenitud del poema, difícilmente es extensible al escenario de lo cotidiano. Lo importante es que la existencia, la cotidianeidad, la realidad, encuentran acomodo en la transfiguración del hecho poético. Fuera del acto creador, más allá del poema mismo, el poeta sigue siendo un hombre quebrantado por la realidad y por la historia. La poesía es un acto inútil, y el poema poco más que un apunte, un comentario, un reparo o un escolio en medio de la fragilidad del desastre. El poema titulado “Minuto cultural en la televisión para hablar del porvenir de la poesía”, manifiesta esta conciencia y condición testimonial: frente a ese poético “Reloj de arena: encarnación del tiempo/ que se va a cada instante”, y cuya utilidad ha sido reducida “a la cocina/ para medir los tres minutos justos/ en que el agua y el fuego se concilian/ y juntos reconvierten los embriones de pollo/ en un plato llamado huevos tibios”, no nos queda entonces sino “el reloj digital/ en donde sólo da la cara el instante”. Si nada perdura, queda únicamente asistir, como en el poema “La rueda”, a “el incesante cambio que manda en todo”, aceptar y asumir su finitud, girar con la rueda del cambio. El individualismo, la soledad y la desesperación parecen ser las marcas comunes, el sello propio de una recurrente temporalidad que alcanza proyección, entre otras cosas y seres (la gota, el cardo, el tenedor, el fax), en la figura humanizada del erizo: “Bajo el mar que no vuelve avanza el erizo/ con temerosos pies invisibles./ Se dirige sin pausa hacia la arena/ en donde está la fuente del silencio”. Como una isla asediada o una circunferencia en el vacío, igual que el erizo, el poeta pertinaz no huye, “se presenta/ en guerra pero inerme ante nuestros ojos”.
     Los libros de José Emilio Pacheco han ido creciendo, si cabe, desde una claridad de expresión cada vez más nítida y depurada que esconde, bajo su compleja sencillez, una honesta y declarada mirada crítica sobre la realidad más inmediata. Una escritura que da vida a un espejo en el que todos aparecemos reflejados, guiados por su mirada. La concesión en Colombia del Premio Internacional de Poesía “José Asunción Silva”, al mejor libro de poemas en lengua española editado entre 1990 y 1995, a El silencio de la luna (Era, 1994), supuso la confirmación de un clásico contemporáneo que, como apunta esclarecedoramente Darío Jaramillo Agudelo en la edición de la Casa de Poesía Silva en 1996, construye “una poesía sin límites en el lenguaje, que extiende las fronteras de la percepción, poesía de todos, para todos, acto compartido de descubrimiento despiadado, de cruel y explícita revelación del inasible tiempo, de la historia cotidiana que el poeta nombra con lucidez y con el desconcierto de quien es igual a todos”. Una definición más que ajustada, pues todo eso es este libro, fiel a sus temas y a sus manías, que no otra cosa significa la palabra tema: asunto, argumento, manía, obstinación. Retoma el poder de la Historia, sus designios y desequilibrios; inventaría las ruinas, devastaciones y amarguras absurdas de la tierra; cifra sus elementos y sus seres; las voces impostadas o reales de los personajes actores de esa tragedia interminable en el tiempo; su erosión y desgaste. Desde su origen y hasta el presente, “El gran tema del mundo es la venganza./ Me haces algo, contesto, me respondes./ Perpetuamos el ciclo interminable”. Tal es la clave y la potencia del lenguaje y del poema: en la medida en que dramatiza el acontecer elusivo de lo real, capta lo real del único modo que nos es dado, como imponderable verdad.
     Desde su mismo título, El silencio de la luna (astro luminoso y, a la vez, lámina de cristal de que se forma el espejo azogándola, cristal de los anteojos), demuestra que el descubrimiento de lo real se asienta en un despliegue de relaciones más que en la sola descripción de lo observado; que la llave del poema está en el modo de mirar además de en la calidad propia de lo observado. Sumamente expresiva, a este respecto, es la última sección del libro, “Circo de noche”, un escenario coral y violento, poblado de seres, de voces y de máscaras, de los despojados de la Historia. Es lo previsible convertido en imprevisible, lo ordinario que ha pasado a ser extraordinario, el descubrimiento de lo nuevo y cautivante en lo aparentemente familiar y carente de problemas, la conciencia mostrándose. O lo que es lo mismo, la ruptura expresiva de unos clichés retóricos, de unos manidos modos de representación, la imagen del cambio y la disolución de todo. Una “otredad” que trasciende lo referencial y normalizado, pero que está aquí desplazando el sentido. Son personajes desdoblados, vidrios rotos que reflejan y transforman fragmentos del mundo con todo su grotesco y risible extrañamiento, representaciones dislocadas de lo que somos, de un presente vivo en su extraña y relampagueante fuga. Pero es un circo que “sólo perdurará si alcanza el formato/ de un videoclip que satisfaga el gusto moderno”. Si asombran los circos terrestres, hay además otros posibles, como el circo de la luna. La escritura contiene y sobrepasa el mundo que representa, y tal vez aún sea posible encontrar en la luna abrigo.
     Frente a la derrota y las ruinas, a la erosión y la caída, a la memoria borrada y el futuro incierto, a la intemperie y el vacío en que nos reconocemos, en esta alegórica y teatral invocación que se dibuja en El silencio de la luna, aún hay lugar quizás para otro comienzo, para entreabrir las tinieblas e iluminar la noche, para “respetar la otredad insalvable”, pues entonces “no habría Circo,/ no habría historia ni drama ni noticias”. Pero para alcanzar ese asombro que justifique la existencia, y como decía Saint-John Perse, habrá que romper, para nosotros, la costumbre, pues “Después de tanto hablar/ guardaremos un minuto de silencio/ para oír esta lluvia que disuelve la noche”. En el fondo, lo que Pacheco nos está diciendo es que frente a lo inevitable y fugaz, al prehistórico fósil glorioso, queda la posibilidad, ni siquiera perfecta, de acercarnos al fulgor de algo parecido a la alabanza y la salvación: “En silencio la rosa habla de ti”. Ese instante quizás precario, pero único, que nos precede antes de un largo amor. Una reflexión, entre la realidad y la ficción, sobre lo que vendrá. ~

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