El cuaderno de Mario Lavista

En Cuaderno de música están reunidos los escritos sobre música del más dotado e influyente de nuestros compositores. 
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Recibí Cuaderno de música, de Mario Lavista, el primero de los tomos de lo que espero sea una larga serie pues leer sobre música es una de mis actividades predilectas, sólo superada por el placer y la disciplina de escucharla. Lo he estado haciendo obsesivamente desde hace meses con los seis cuartetos de cuerda del propio Lavista (me he propuesto la tortura de escoger sólo uno y no acabo de decidirme, ¿el 1, las “Sinfonías ” que son el 4 o quizá el 6?). Leer sobre música, además, permite, inmediatamente, escuchar aquello de lo cual se nos está hablando, gracias a esas colecciones privadas de discos compactos cuyo almacenamiento digital ha vuelto aun más atractivas de lo que ya eran antes de los iTunes y de los iPod, así que mientras escribo estas líneas escucho Black angels, de George Crumb, que comenta Lavista, como la haré después con la sonata op. 8 para violonchelo solo, de mi querido y admirado Zoltán Kodály,  pieza con la cual no me había yo topado desde hacía un rato.

Este Cuaderno de música, editado por El Colegio Nacional en 2013, instituto al cual pertenece Lavista en su calidad de ser el más dotado e influyente de nuestros compositores, pertenece al género misceláneo que cuando se trata de música, es aún más dulce. Así, el también director de la benemérita revista Pauta, comienza su recopilación con Mozart (ya se sabe, no es el primero de los músicos, está por encima de todos), siguiéndolo a través de la gira de principios de 1777, en la que recorrió Múnich, Augsburgo, Mannheim y París, periplo que a Lavista le interesa por la correspondencia que durante esos meses sostuvo con su prima hermana Ana María Thekla. A Lavista, como a mí, le encanta la desbordante humanidad de Mozart que salta hacia nosotros y nos coge de la mano rumbo al paraíso cada vez que leemos sus cartas, como si con su música no fuese suficiente. Por eso a mí nunca me ha ofendido ni molestado el Amadeus, de Milos Forman: aquel es un Mozart perfectamente posible y quien lea al menos las cartas a su prima, lo corroborará. Mozart (como su papá y su mamá) era libérrimo, divertido y escatológico; la caca era un tema que aparecía y desaparecía de sus cartas con toda naturalidad: “Ahora tengo que terminar, así es, porque todavía no me visto y tenemos que ir a comer para ir después otra vez a cagar.”

Pero de esta correspondencia de Mozart se desprenden unos días de su vida  –los de la muerte de su madre– y sobre todo la invitación implícita de Lavista a escuchar lo que de su música se fraguaba entonces, el descubrimiento de los pianofortes de Stein y las primeras sonatas suyas que se alejan del clavecín para entrar en otro universo sonoro, el propiamente pianístico. Cuaderno de música sigue con la conmemoración de los cien años, en 2005, de El mar, de Debussy, obra escrita en la emulación del impresionismo en la pintura. Por el mismo camino Lavista páginas más adelante habla de su amigo el pintor Arnaldo Coen en un ensayo, “El sonido y lo visible”, donde dice: “Pensemos en las batallas de Uccello que Arnaldo recreó o parafraseó, no sé cómo decirlo. Cuando observamos estas telas se nos aparece de repente un elemento sorpresivo e inesperado, me refiero al sonido y al ruido que emanan de la tela, y que, claramente escuchamos al mirarla. Ahí están, de forma ensordecedora, los ruidos de las armaduras y de las lanzas que chocan con violencia, el relinchar de los caballos y los gritos y quejas de los soldados.”

Y justamente a la relación entre el ruido y el silencio, tan distintiva de la música del siglo XX, dedica Lavista varios párrafos de Cuaderno de música,  los dedicados a sus maestros Conlon Nancarrow y John Cage: a éste último, el amigo de Octavio Paz, Lavista y Coen le dedicaron Jaula, “una pieza abierta a múltiples caminos cuyo recorrido lo decide el intérprete.” Pero quien tenga gustos menos radicales puede jugar a completar la lista de los Stabat Mater propuesta por Lavista: yo agregaría uno reciente, de Frank Ferko (1950) y otro que acabo de descubrir, el de Giovanni Simone Mayr (1763–1845).

El ensayo central en Cuaderno de música es, naturalmente, el discurso de ingreso de Lavista a El Colegio Nacional en 1998: un panorama a la vez rico y concentrado de aquello producido por la guerra de las escuelas en la música del siglo pasado –esa auténtica torre de Babel en la que se educó nuestro músico:  el neoclásico Pedro y el lobo, de Prokofiev y la expresionista Lulú, de Berg, los cuartetos de cuerda de Bartók y Revueltas junto a las comedias musicales de Gershwin y Weil en Broadway, el Huapango, de Moncayo junto al 4’33’’ de Cage, en fin, un siglo en cuya mitad exacta se despide Strauss y se presenta Messiaen… En el siglo XX, Lavista encuentra una riqueza polifónica nunca antes escuchada.

En Cuaderno de música  aparecen las pasiones y las sapiencias de Lavista, pero también sus disgustos e indignaciones. Véase su protesta contra la banalización comercial emprendida en su día por los Tres Tenores que, al mismo tiempo que cantaron muy bien las grandes óperas para las que estudiaron, le arrojaban migajas, estafas y despropósitos al gran público inepto, como cuando Carreras le puso letra en inglés al movimiento lento de la tercera sinfonía de Brahms o cuando Domingo le hizo al tango. Tampoco olvida lo gremial y nos enseña, aturdido, las muestras de pesar que la muerte del cacique de los músicos nacionales, Roberto Cantoral, suscitó al transitar al más allá. En fin, Cuaderno de música, en su modestia de recopilación de  homenajes, discursos, notas y ensayos, deja entrever la profundidad, la gracia y el humor de Mario Lavista, uno de los artífices máximos (compositor y crítico y editor) en la historia, la de ayer y la de hoy, de nuestra música clásica y contemporánea.

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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