Orgullo de nuevo rico

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Rafael Sánchez Ferlosio, en un artículo titulado “¡Y que afán de ganar y ganar!” ya nos advertía hace dos años del peligro que supone que el deporte sea un instrumento de esa pasión dañina que es el patriotismo. Nos recordaba también cómo la victoria, deportiva o guerrera, es el método de autoafirmación colectiva del totalitarismo. Pero lo determinante es el papel que tienen los medios de comunicación en la perpetuación de ese nacionalismo deportivo. No hace falta un análisis muy exhaustivo de la prensa para darse cuenta de que el deporte importa informativamente si apela a sentimientos nacionales. El lector habrá notado no solo el aumento del espacio que la prensa le dedica al baloncesto de la NBA desde que juegan –y triunfan– jugadores españoles sino que, en algunos periódicos, solamente se detallan las puntuaciones de los partidos en los que han participado jugadores de nuestro país. Esto es, aunque desde un punto de vista teórico cabría la posibilidad de que a usted le interesara el baloncesto americano jugaran o no jugadores españoles, estos diarios no contemplan esa opción. También habrá observado cómo la información sobre automovilismo fluctúa en función de lo exitosa que esté siendo la campaña de nuestro corredor estrella. Porque participar es, claramente, lo de menos. Lo importante es que podamos sentirnos orgullosos de nuestros compatriotas. ¿Pero orgullosos de qué? Uno podría entender la idea perversa de que la prosperidad de nuestro país ha sido paralela al aumento de logros deportivos y que, en consecuencia, esos logros no son más que síntomas de nuestro éxito como nación. Pero ese orgullo de nuevo rico no es más que el efecto de la construcción mediática del mito. Ya en los oscuros días de la dictadura en los que se ensalzaba la célebre nación viril franquista (en tanto que estábamos en una cruzada contra el marxismo y las conspiraciones judeo-masónicas) se forjaba la imagen del deportista como héroe. Fuera el tenista Manolo Santana o el esquiador Francisco Fernández Ochoa, nuestros deportistas eran símbolos de una España falsamente triunfal.

Hoy, y a pesar de la desaparición de la imagen del enemigo, el periodismo deportivo español mantiene las querencias de aquella España supuestamente heroica. Las analogías entre lo castrense y lo deportivo se extienden también al lenguaje y, aunque afortunadamente ya nadie se atreve a referirse a la raza, son constantes las llamadas a la garra, a la bravura y a la furia española. El lector está acostumbrado a que cualquier victoria deportiva se narre como una gesta épica y no le sorprende, y por tanto no le incomoda, que las noticias estén impregnadas de un patrioterismo simplón pero tan efectivo que hace que un agricultor cántabro sienta que un tenista mallorquín –que en principio juega atendiendo a intereses meramente individuales– le representa de algún modo.

Usted pensará que eso debe de suceder del mismo modo en todas partes y que no somos ninguna excepción. Efectivamente, el deportista de élite es la estampa misma del éxito y simboliza como nadie la ya incuestionable cultura del esfuerzo por la que tras mucho sufrimiento y entrenamiento llega a la merecida victoria. En el deporte profesional, además, ese triunfo suele venir acompañado de dinero. Como indirectamente nos advertía una estrella futbolística portuguesa: ¿quién no quiere ser un reverenciado joven millonario? Sí, en todas partes los más destacados deportistas son objeto de admiración y, tal y como nos decía Ferlosio, la esencia del deporte es la redundancia de la victoria y por tanto una herramienta certera que nacionalismos de todo pelaje utilizan de modo muy recurrente y eficaz. Pero no en todos los países que tienen jugadores en la NBA hay periódicos de tirada nacional que circunscriben la información al desempeño de “nuestros muchachos”; no en todas partes un periódico abre un especial del US Open que desaparece (para ser un breve) en cuanto “nuestro” tenista cae eliminado; no en todos los países el espacio que los medios dedican al Tour de France depende de que un connacional tenga posibilidades de ganarlo.

Existe también el reverso perverso de este fenómeno periodístico que transmite al lector una información manipulada: al día siguiente de que la selección española ganara el Mundial o la Eurocopa prácticamente todos los periódicos en catalán sacaron en portada solamente a jugadores del Barça, en algún caso con banderas catalanas. Si ya es sonrojante el modo en que los medios glosan la presunta gloria deportiva, todavía lo es más la disputa por la nacionalidad de los héroes.

Es muy sorprendente que en un país en el que todo el mundo evita ser tildado de nacionalista y se buscan todo tipo de eufemismos (cada uno de los nacionalismos periféricos tiene el suyo) se asuma con normalidad que el premio Príncipe de Asturias se le conceda a un corredor de bólidos asturiano en lugar de al mejor piloto de todos los tiempos por el hecho –involuntario– de ser alemán. O se acepte ese principio patriótico por el que, en los Juegos Olímpicos, la televisión decide no retransmitir un deporte popular para que se retransmita una disciplina en la que hay un español aunque no tenga posibilidad alguna de ganar.

Obviamente cada uno está en su derecho de admirar a los corredores de Ferrari, a los jugadores de equipos controlados por empresarios de Abu Dabi o a los tenistas patrocinados por coches surcoreanos. Pero intentar que representen valores universales y, sobre todo, que encarnen supuestas virtudes nacionales no es solamente ilusorio, es altamente peligroso. ~

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(Barcelona, 1973) es editor at large en el grupo Enciclopedia.


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