Pese a la fama de pacatos y beatos que los chilenos nos hemos construido, pareciera que el destape tarda pero llega. Destape en los medios de comunicación, que para captar nuevos públicos muestran cada vez más y desde todos los ángulos posibles. Destape en el “Santiago by night” donde la oferta de placeres limita, ya no con la moral de la Iglesia, sino con los riesgos de la embriaguez y la precocidad en los desbordes. Destape en las conversaciones cotidianas, donde lo que ayer era escándalo es tema de debate para hoy y juego de niños para mañana.
Algunos preferirán llamarlo simplemente una puesta al día en las costumbres o en la libertad de expresión. Pero los coitos radiales en vivo a las cuatro de la tarde, la nueva estética dark y travesti, que no sólo se tolera sino que se consume con avidez, masas de adolescentes –y no tan adolescentes– que hacen del carrete (la marcha) un concepto y una práctica que instituye como norma el desparramo de la conciencia hasta donde el cuerpo aguante, la multiplicación de voces no ya políticamente diversas, sino culturalmente descentradas, desafiantes de los cánones estéticos, moralmente sacrílegas: ¿no es todo esto lo que se entiende por destape?
Lo cierto es que hace diez años era ritual obligado del discurso crítico la diatriba contra el carácter reprimido y represivo de la sociedad chilena, su doble estándar de descontención privada y contención pública, referirse a Chile como un “convento abierto al mundo”, aludiendo a la disociación entre mercados globalizados y cultura parroquial. Hoy, a estas alturas, me pregunto si este discurso crítico, lejos de ostentar el aura de la lucidez, evidencia el sopor de su anacronismo.
¿Pero de qué hablamos cuando hablamos de destape? De partida, el término presupone un contraste fuerte entre el antes y el después: voces larvarias largamente cauteladas, sea por inhibiciones implícitas o por un orden autoritario sin libertades básicas de expresión, o ambas cosas a la vez, como fue el caso chileno, fueron preparación para la doble carga del destape: afirmarse como estallido de libertad de expresión, y de liberación de las costumbres.
Pero el destape también es parte del metabolismo de una sociedad mediática. Los medios de comunicación escritos, radiales y audiovisuales compiten por captación de públicos, y la misma competencia va abriendo temas, puntos de vista y traspasando sus propios límites para conquistar audiencia. Esos medios hacen de la libre expresión un factor de competencia, que exacerba la libertad de opinión con el recurso al desenfado y la provocación. Aquí irrumpe el auge del fetiche erótico, lo más a la mano para despertar este larvado apetito por la descompresión del discurso público, y la mejor moneda de cambio para darle sensación de efectividad al ansiado relajamiento del habla.
Si los medios de comunicación necesitan intensificarse para no perder audiencia, también van generando una tolerancia progresiva en el público. Pero hay un precio (y me permito la licencia de la crítica, aquí), pues esta dinámica trivializa a medida que seculariza. Al punto que el ritual del destape pasa a ser el centro del destape: la irreverencia se hace más importante que el pluralismo, la diatriba más que la crítica, el escándalo más que la desmistificación, el gesto más que el contenido, la rentabilidad de la noticia o la opinión, más que su sentido.
Hitos del destape en Chile
En Chile el destape llega con el cambio de siglo. Razones diversas lo explican. Primero, que alcanzado un cierto nivel de bienestar donde la inmensa mayoría de la población se encontró por primera vez en la historia nacional por sobre el umbral de las necesidades básicas, y con el estímulo del progreso y la conexión con cambios culturales en el primer mundo, emergieron aspiraciones de autodeterminación y de individuación más marcadas, que presionaban contra los diques de contención de la moral tradicional. Segundo, que después de una década de Estado de Derecho la gente normalizó la libertad de expresión, haciéndola de su cultura y su sentido común. Tercero, tanto la intelligentzia cultural como la dirigencia política fueron asimilando como parte del discurso público, y del imaginario político, las banderas del multiculturalismo, la igualdad de género, el derecho a elegir la sexualidad propia, lo que también abrió las fronteras de lo visible y lo decible e incorporó nuevos temas en la propia agenda promovida por el gobierno.
Un último detonante, aparentemente de otra órbita, me atrevo a considerar importante: la detención de Pinochet en Inglaterra a fines de la década de los noventa. Algo se cae y se rompe, un velo se corre a partir de ese hito. Lo que parecía inconcebible, ocurre. La impunidad estalla cuando y donde menos se lo espera, y todo por un momento aparece como posible. El propio medio de prensa que se convirtió en el icono del destape –The Clinic– nace en ese momento, con el nombre de la clínica donde Pinochet estaba detenido en Londres.
Sólo a vuelo de pájaro, ilustro con algunos momentos de los últimos siete años que fueron desencadenándose como eslabones rotos, en el itinerario del destape chileno:
• La tele en pelotas: La programación televisiva donde cuerpos, prácticas y valores se desnudan, frivolizan y diversifican a la vez: las golosas declaraciones de la “geisha” Anita Alvarado con los detalles sadomasoquistas de su pasado de prostituta en Japón. El nuevo referente del homosexual criollo que promueve el macho Ariel en una telenovela del mayor rating. Los reportajes sobre swingers, las estéticas andróginas, dark y travestis, la pasión por lo exótico sin importar sus límites (y cuanto más extremo, mejor). Los programas de bailes eróticos para niñas de diez y once años a las cinco de la tarde (Mecano). Los reality shows donde lo privado no sólo se hace público, sino objeto de consumo de masas. Películas y telenovelas en la señal abierta donde la infidelidad y el garabato son moneda de cambio.
• El destape radial: Donde el programa de mayor rating por años fue el “Consultorio sexual-sentimental del Rumpy”, todas las tardes de la semana. Personaje de máxima popularidad quien, como consejero sentimental, incitaba a actualizar los deseos y las fantasías. Caso extremo de respuesta del público fue la pareja que llamó al programa del Rumpy, “El Club del Cangrejo”, el 18 de julio del 2003, para relatar en vivo su coito, con orgasmo incluido. Lo privado no sólo se hizo público, sino que en la mediación de lo público buscó un afrodisíaco inesperado.
• Vulgarización y denuncia: La infinita irreverencia de The Clinic que, sin mediar publicidad, pasó de un pasquín artesanal a un semanario que leen 200.000 chilenos regularmente, y que acabó por imponer un nuevo estilo de comunicación pública donde absolutamente nada queda a resguardo del sarcasmo y la vulgarización, pero tampoco de la denuncia y el desenmascaramiento crítico, instalando una nueva forma de crónica en que todos los trapos sucios se lavan al sol, e intercalando el tono desenfadado con el análisis político.
• El ojo voyerista: Las películas nacionales con gran éxito de taquilla y donde todo huele a destape (El Chacotero Sentimental, Sexo con Amor, Los Debutantes, entre otros). Las crónicas travestizadas de Pedro Lemebel, consumidas transversalmente por todas las clases sociales, primero con sus lecturas radiales y luego como éxito editorial, haciendo público el Santiago homosexual ante el ojo voyerista del lector, donde los travestis lloran sus lentas lágrimas gruesas y gritan sus pasiones vetadas, los marginales queman neuronas con la pasta base y el desencanto, la estética kitsch hace estallar las jerarquías del buen gusto, las saunas y los puentes y los árboles esconden y revelan los encuentros fortuitos de cópula anónima. Lemebel abre el espacio público no sólo a la identidad homosexual, sino que lo impregna con la sensibilidad del caso, con una mirada que la gente pide, paga, devora a su vez con su mirada.
• El gran desnudo: El 30 de junio de 2002, con cero grados de temperatura y a la misma hora en que se jugaba la final del mundial de fútbol de Japón-Corea, cuatro mil chilenos se desnudaron frente al Museo de Bellas Artes, en pleno centro de Santiago, para la performance fotográfica del artista visual Spencer Tunick, batiendo los récords del propio Tunick en número de convocados, en cualquier ciudad, para un desnudo colectivo. La tremenda convocatoria del desnudo público fue sentida, por muchos chilenos y chilenas, como una forma de poner en evidencia que el discurso normalizador de la Iglesia y el conservadurismo hablaban de un país que ya no existía.
• La casa de vidrio: Tal vez un acontecimiento inaugural del destape, que puso lo privado en medio de lo público. El proyecto, financiado por un fondo público para la promoción de las artes, fue la principal noticia estival después de las elecciones presidenciales del 16 de enero del 2000. El proyecto consistió en el uso de un terreno baldío, en pleno centro de Santiago, para instalar un habitáculo cerrado y transparente donde una joven actriz –Daniela Tobar– vivió, hizo sus rutinas como todos, sólo que expuesta a la vista de la ciudad. No hay más secreto: ducha, cama, sala y baño a la vista. Es la extroversión de lo privado como escándalo, noticia y acontecimiento. Se hace explícita la inconmensurabilidad entre lo privado y lo público, y se invierte el esquema de la televisión llevando el hogar a la calle. Así, el proyecto interpeló dos de los principales resortes psicológicos de este fuelle público-privado: el pudor y el morbo. La casa de vidrio desencadenó una circularidad entre su lugar en la calle y su lugar en la televisión, puesto que fue noticia en la pantalla día a día; una circularidad entre la actriz expuesta y las miradas lascivas o curiosas, también expuestas, de las masas de curiosos agolpados en torno a la casa de vidrio, llevados a la pantalla en el noticiero de la noche; una circularidad entre la ducha a la vista de Daniela Tobar y la mente desnuda, o desnudada, de los observadores. ¿Dónde quedaba la desnudez y la impudicia una vez que la calle pasaba a la pantalla? ¿En el cuerpo de Daniela o en los ojos sedientos que la devoraban? Así, el acontecimiento, a la vez que circular, fue enrocando protagonistas. Lo privado que se hace público finalmente no es el cuerpo de Daniela, sino la mirada de los espectadores directos, que a su vez es desnudada por la televisión y ofrecida al consumo de todos los hogares. Vale decir, re-irrumpe en lo privado después de este rodeo: noticia que permitió a los santiaguinos verse las muecas mudas, oírse las diatribas sordas y sorprenderse en un rígido movimiento de pelvis.
¿Y el cambio en los valores?
La casuística anterior se ve confirmada por la estadística, hasta cierto punto. Por ejemplo, la creciente des-institucionalización de la familia (no como fenómeno premoderno sino postmoderno), reflejada en que la proporción de hogares cuyos jefes de hogar son casados/as cayó de 66,6% en 1992 a 58,1% en el año 2002. Paralelamente, al comparar las encuestas de juventud del 1994 con la del 2003, se ve un aumento en el porcentaje de adolescentes que ha iniciado su vida sexual, y sobre todo un aumento más pronunciado en las mujeres, que venían con mayor rezago. La misma encuesta revela que en 1994 el 37% de los jóvenes consideraban que la relación sexual estaba legitimada por el deseo y un 46% por el amor; mientras a fines del 2003 la relación se invierte a 51 y 37%, respectivamente.
Sin embargo, tanto la casuística como la estadística ofrecen otras lecturas, revelan tendencias contradictorias. Contradicciones que permiten preguntarse hasta dónde el destape implica un cambio cultural o de valores. Y desde dónde el destape, en realidad, “tapa” la permanencia de los mismos.
En efecto, el despelote y empelote chileno convive con posiciones más conservadoras. La religión católica sigue contando con alta adhesión, aunque ha bajado, del 78% de mujeres y 76% de hombres en 1992, a 72 y 68% respectivamente en el 2002. Pero ello se compensa con un ascenso en la filiación a religiones evangélicas, del 12 al 15% en el mismo período, y un aumento del ateísmo y el agnosticismo, del 6 al 8,5%.
No obstante, en la población juvenil hay cambios más fuertes: las preferencias hacia el catolicismo bajaron del 69 al 54% entre 1997 y el 2003, hacia las religiones evangélicas bajaron del 18 al 17%, y la ausencia de inclinación hacia cualquier religión subió del 8 al 23%. Lo que sugiere una brecha valórica entre jóvenes y no jóvenes.
En el mismo campo, las encuestas muestran que la familia sigue siendo la institución más valorada: siete de cada diez personas sostienen que el matrimonio debe ser un compromiso para toda la vida. Aunque el 55% está de acuerdo o medianamente de acuerdo en que da lo mismo convivir o estar casados, el 56% piensa que la institución que más contribuye a fortalecer la familia es la Iglesia. Mientras nueve de cada diez encuestados coinciden en que la decisión sobre los métodos anticonceptivos de los hijos es tarea exclusiva de los padres.
Otras encuestas confirman que en medio de, o “debajo”, del destape, subsisten valores bastante cautelosos. Hace cosa de un lustro una encuesta mostraba que el 43% de los entrevistados pensaba que un libro que contiene ideas políticas erróneas debe ser retirado de las librerías; el 52% consideraba que deben existir personas que censuren la televisión para evitar que se difundan valores equivocados; el 42% opinaba que a los homosexuales no se les debe permitir ser profesores de colegio; el 40,7% creía que los médicos deben investigar más las causas de la homosexualidad para evitar que sigan naciendo más de ellos; el 43% afirmaba que no se debía permitir el divorcio, porque pone en peligro la solidez del matrimonio y la familia; y el 83% estuvo de acuerdo en que la obediencia y la disciplina son las primeras virtudes que deben inculcarse a los niños.
Dios sabrá
Tanto el destape como la mayor liberalidad en las costumbres y los valores parecen tener un sesgo generacional. La juventud muestra expectativas cada vez más tempranas de autonomía moral que chocan con sus dificultades de autonomía material (por sus crecientes obstáculos al buscar un empleo y una fuente de ingresos), lo que seguramente inunda de conflictos el interior de los hogares. Más conectados a redes interactivas, con más años de educación y con un acceso más versátil a múltiples fuentes de información, imágenes, mensajes y opiniones, parece inevitable que asuman con mayor naturalidad que los adultos distintas formas y estilos de vida. Nada los escandaliza demasiado y desautorizan con sorprendente precocidad la autoridad de padres y educadores. Para conferir autoridad a padres y maestros, exigen argumentación más que jerarquía. Ellos son, además, el público favorito de los nuevos comunicadores que recurren día a día al desenfado como recurso comunicativo.
Es el recambio generacional, entonces, y más que nunca, lo que podría precipitar el recambio en valores y costumbres. A menos que el vértigo de la disolución detenga a los jóvenes en los umbrales, para volver a abrazar el suelo seguro de la tradición. Quizás. “Sólo Dios sabe” qué desenlaces nos aguardan. ~