El dilema de ser o no ser Charlie

El camino de la emancipación humana es más laico y universal de lo que nos lo pintan las religiones.
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Cuando conocí a las amigas de la universidad de mi esposa, hace casi 13 años, me contaron una historia sobre malentendidos interculturales. Todas habían asistido a una pequeña universidad muy liberal del medio oeste estadounidense en la segunda mitad de los años 90, en plena reconfiguración de la izquierda en torno a la política identitaria y el multiculturalismo. La historia es esta: una chica de la misma generación de este grupo de amigas había conocido a un joven mexicano durante una estancia semestral en el D.F. En la ciudad se enamoraron y decidieron vivir juntos en Estados Unidos. Luego de un tiempo al otro lado del río, sin embargo, el paisano debió darse cuenta que su corazón era muy grande para una sola gringa y le hizo a la chica una propuesta: le dijo que la relación había caído en la monotonía, que debían abrirse a salir con otras personas y que ellos debían seguir queriéndose sin compromisos en un proceso que él llamo “reconquista”. Una de las amigas de mi esposa le advirtió claramente que el mexicano le estaba echando un choro barato para no perder los privilegios de su cama, pero “sin ataduras”. Sin embargo, la chica se retorcía de angustia. “¿Y qué tal –respondió llorando- si la ‘reconquista’ es una práctica cultural legítima en México y yo no la puedo entender desde mi etnocentrismo?”

Después del ataque extremista contra Charlie Hebdo hubo una explicable condena unánime a la infamia, pero también una clara división acerca de la forma de expresar la solidaridad a la revista. Hubo quienes hicieron suya sin reservas la consigna “Je suis Charlie” y también quienes se apresuraron a deslindarse de ella ofreciendo una amplia gama de razones. Me interesa especialmente cómo se expresó esa división en la izquierda porque me parece que algunos de los argumentos en contra de ofrecer una solidaridad irrestricta a la publicación reflejan un poco de ese sentimiento de culpabilidad y pérdida de autoconfianza frente al multiculturalismo de la historia de la chica universitaria y el mexicano con corazón de condominio.

Hay que precisar de inicio que la imposición de un discurso único de solidaridad –e incluso de la solidaridad en sí- frente a la tragedia es un contrasentido casi tan funesto como la tragedia misma. En el caso del semanario francés, pretender imponer la consigna “Je suis Charlie” es inherentemente contradictorio con la defensa irrestricta de la libertad de expresión, que se supone es la fondo de la solidaridad con Charlie Hedbo. Mi crítica es a ciertas denuncias superficiales de racismo e islamofobia contra la revista que aparecen en algunos artículos de opinión en la prensa estadounidense para justificar la postura de “Je ne suis pas Charlie”; denuncias que me parece que están menos motivadas por una análisis profundo de los contenidos y lenguaje gráfico del semanario y más por el apego a ciertos lugares comunes de un multiculturalismo que da por sentada la legitimidad de toda apelación a la cultural y la religión.

Artículos como el de Jordan Weissman en SlateTeju Cole en The New Yorker, retomado por Genaro Lozano en Reforma, insisten en señalar las actitudes “ofensivas”, “racistas” e “islamofóbicas” de Charlie Hebdo, al tiempo que condenan sin reservas el asesinato de 10 de sus colaboradores. Concediendo sin regatear el punto sobre lo “ofensivo” de la revista, el punto es que los señalamientos mencionados coinciden en no profundizar en las razones para asignar los adjetivos y le dejan a uno varias dudas: ¿la sola representación de Mahoma en una caricatura es inherentemente islamofóbica? ¿La islamofobia es en sí misma racista? ¿Por qué exactamente la religión de una minoría marginada y oprimida merece mayores consideraciones que la religión del grupo dominante, que en el caso del semanario francés fue ridiculizada con una saña notable? El problema, creo yo, es que algunos de los críticos de Charlie Hebdo se han tomado en sentido literal las denuncias por “blasfemia” emitidas por algunos voceros de las comunidades musulmanas y han terminado por pensar que el respeto por una minoría conlleva una visión acrítica sobre sus prácticas religiosas y culturales, las cuales, por supuesto, son siempre cambiantes y renegociadas al interior de las comunidades que las practican. Han decidido, como la chica del galán mexicano, que más vale darle el beneficio de la duda a la “reconquista” que pasar por etnocéntricos insensibles.

Es fácil para una persona no creyente como yo darse cuenta de que Charlie Hebdo jamás ha caricaturizado al Dios de ninguna de las tres grandes religiones abrahámicas, sino a la imagen de ese dios que promueven sus seguidores fanáticos. Y aún en este punto los colaboradores no son tan originales, ya que ¿no son los extremistas los primeros en caricaturizar las religiones que dicen defender al imponer la aplicación estricta de preceptos morales diseñados para la convivencia entre caravanas de camellos, aldeas de pescadores y pastores de ovejas en las complejas sociedades de nuestro tiempo?

Aún más, ningún grupo por más fundamentalista que se presuma aplica literalmente todos y cada uno de los mandamientos de su religión, sino que promueven selectivamente aquellos que se ajustan a su visión del mundo y, especialmente, los que justifican su pretensión de mando. La virtud de Charlie Hebdo fue haber resistido la censura islámica en tanto ejercicio de poder extralegal, igual que lo había hecho con la censura católica y el discurso de odio de la extrema derecha de los Le Pen. Y lo hicieron también evitando a toda costa la condescendencia y favoreciendo la respuesta satírica cuando esa pretensión de censura provino de sectores musulmanes franceses más mainstream.

En México, la comunidad de caricaturistas de izquierda no vaciló en adoptar la consigna “Je suis Charlie”. No solo por solidaridad de gremio, sino por la visión compartida de un secularismo militante que libró y ganó muchas batallas culturales a base de sátira. Me atrevo a pensar que ambas tradiciones de izquierda comparten una conciencia de que el respeto y la verdadera solidaridad con las comunidades marginadas y oprimidas que practican alguna de las variantes del Islam implican, aparte del diálogo franco, la denuncia de los mecanismos de desigualdad socioeconómica que producen una clase social cuya permanente desposesión es la base para la magra estabilidad de las clases medias nativas y la acumulación de riqueza de la élite. Frente a las inseguridades que nos producen cierto multiculturalismo y sus fetiches culturales, quizá habría que invocar al joven Marx de “Sobre la cuestión judía” y recordar que en el camino de la emancipación humana es más laico y universal de lo que nos lo pintan las religiones.

 

 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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