Daniel Cazés abrió una rendija en su memoria y a través de ella nos permite atisbar los sentimientos y las experiencias de esa clase de personas que, por diversos motivos, viven una condición de extranjería durante largos trechos de su vida o durante su entera existencia. Aquellos que son extraños en su propia tierra suelen tener antepasados que huyeron de las guerras europeas del siglo XX y de sus terribles secuelas, que escaparon de las convulsiones coloniales y postcoloniales del Cercano Oriente o que abandonaron las miserias asiáticas para buscar nuevos horizontes. Como muchos hijos de emigrantes, Daniel Cazés fue a buscar a Salónica las claves perdidas de la parte dislocada de su existencia, de la misma manera en que muchos han hecho viajes reales o imaginarios a Varsovia, Barcelona, Shangai o Beirut para buscar las llaves perdidas de los hogares antiguos.
Daniel Cazés recorió cementerios de Salónica en busca de las tumbas de sus ancestros sefarditas, se angustió en el campus universitario que fuera otrora un cementerio, intuyó viejas sinagogas adosadas a la muralla medieval del puerto y paseó por el ya fantasmal barrio judío. Como no encontró lo que buscaba (¿lo quería encontrar?), le pidió a un viejo y pobre fotógrafo que perseguía a turistas que lo fotografiara a él frente a la torre medieval, la Tour Blanche. El fotógrafo resultó ser sefardita y los dos acabaron tomando rakí, entonando en shudesmo canciones sobre mujeres maldichadas que duermen solas y marineros que no volverán. A medio camino entre el turismo y la genealogía etnográfica, el paseo con el anciano fotógrafo resultó un ritual ladino en el que Daniel Cazés consiguió su propio retrato, la foto de un desconocido en una patria desaparecida. Como suele suceder, al buscar los ancestros lejanos se vuelve a uno mismo: tanto viajar para volver a donde estábamos, como Odiseo.
En el teatro de su memoria Daniel Cazés insiste en ser el actor emigrante, personaje de una diáspora interior que lo mantiene en vilo. Desde su primer exilio en los kibutzim de Israel y su tardía emigración a París, Daniel Cazés gusta de la zozobra del viaje. Todavía lo recuerdo cuando llegó a México después de una larga estancia en Francia: parecía que llegaba a un nuevo exilio. Es su condición natural. Tan extraño es cuando hace trabajo de campo antropológico en Motul como cuando lo expulsan de su departamento de París por el potencial ruido de su presencia. Es un exiliado cuando se le ocurre ir a la sinagoga el día de Yom Kipur o cuando pasea por el Parque México en la colonia Hipódromo; cuando se escapa a una comuna en el norte de los Estados Unidos y cuando dirige una institución universitaria. Tanto cuando milita en el partido comunista como cuando construye su biblioteca en un cerro en la ciudad de México.
En todo esto recoge una condición y una actitud típica de las posguerras: la de multitudes de desplazados por la violencia bélica que se dispersan por el mundo. Muchos emigrantes del siglo XX fueron refugiados. Gente que huye y que busca refugio. Lo que nos descubren las narraciones memorativas de Daniel Cazés es que estas personas en perpetua movilidad son, como sugiere el título de su libro, los indispensables acompañantes que toda cultura necesita para asegurar su vitalidad. Es cierto que cada vez más los acompañantes son grandes masas de trabajadores inmigrantes que además de inyectar nuevos valores culturales en las sociedades que los reciben, son también una fuerza de trabajo necesaria para aceitar la economía. Aquí tal vez se erosione el halo romántico que los refugiados, acompañantes apátridas de la postguerra, llevaban a todos los rincones del mundo, y que se percibían todavía no hace muchos años en torno del Parque México. Mi propia memoria está teñida de recuerdos de esos personajes que acompañaron mi infancia: la escritora Mariana Frenk, el pintor Vlady, la novelista Ana Seghers, el filósofo Ramón Xirau, el ensayista Manuel Durán, el poeta León Felipe y los militantes de la Hashomer Hatzair, entre quienes sin duda estaba Daniel Cazés, y que sentían una inquieta curiosidad por esos otros hijos de europeos que a veces miraban con excesivo interés a las bellas muchachas judías, que eran vigiladas por si tenían la ocurrencia de querer romper la filiación matrilineal.
En sus relatos memoriosos Daniel Cazés se revela como el eterno acompañante, burlón y crítico, que se cuela por los poros de la sociedad como la conciencia de aquello que no se alcanza y que, por ello mismo, a veces se repudia. Hay en ello una inquietante pero saludable invitación a la renuncia de protagonismos y hegemonías, de vanguardismos y fundamentalismos. La lección del acompañante es significativa: no todos en la sociedad representan esencias e identidades. No todos deben personificar intereses corporativos o de grupos étnicos. Muchos han dejado de aceptar la interpretación de papeles y prefieren ser, sencillamente, acompañantes. Dentro de poco la mayoría seremos acompañantes y, cosa paradójica, acaso se queden solos los protagonistas. Porque los acompañantes se acompañan entre ellos. Esta es la lección de Daniel Cazés, el acompañante. ¡Qué bueno que estamos en su compañía!
(Daniel Cazés, El acompañante y otros recuerdos, Plaza y Valdés, México, 2007.)
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.