Desde hace casi tres años –dos años, once meses y trescientos sesenta días, para ser exacto–, la principal fuente del blog ha sido lo que la gente dice o escribe sobre libros. El blog fue una reacción a eso: cada entrada, o al menos la mayoría, estuvo pensada como una respuesta a la manera en que se habla mediáticamente de la literatura. El problema, claro, es que la manera en que se habla mediáticamente de la literatura es siempre la misma.
Por eso las entradas del blog comenzaron, si no a repetirse, sí a imitarse unas a otras. Hablaban, casi siempre, de la cada vez más frecuente imposibilidad de distinguir el discurso literario del publicitario; de cómo las campañas de promoción a la lectura tratan los libros como el objeto de una transacción o como recipientes de la bondad universal; de cómo la difusión cultural está basada en imperativos que condenan a la ignorancia y al tedio eternos a todos aquellos que no frecuentan los libros.
Otro tema recurrente, aunque no siempre explícito, fue el del problema que implica que la crítica literaria se contagie de esta retórica mercantil y esencialista. Si los escritores y los editores (que no son nada) se han subido al tren de la autopromoción y la fabricación de marcas en busca de ventas y prestigio, los críticos literarios (que son todavía menos) han adoptado el mismo discurso. Las listas de lo mejor del año son un ejemplo, igual que la obsesión hueca con las condiciones materiales de la escritura y de la lectura: las diez bibliotecas más elegantes del mundo, las cinco mejores fotografías de escritores en su estudio, las diez ciudades más literarias, etcétera. La necesidad de regirse y de promover una construcción, y por lo tanto, un entendimiento canónico de la literatura, también.
Si la publicidad nos dice que la lectura existe para disfrutarse, para entretenernos, y al mismo tiempo la crítica nos dice que los libros que entretienen son malos y estúpidos, el lugar de los lectores que no leen por obligación es incierto. Llevando esta contradicción al límite, se podrían imaginar dos caminos: que los lectores atentos a los dos argumentos sigan leyendo lo que les da la gana, sin que importen las jerarquías de los géneros ni la obligación de disfrutarlo todo, o que directamente dejen de leer.
En un mundo ideal, la tarea de la crítica literaria –y aquí amplío el término al crítico de revistas, a la crítica académica y a los profesores universitarios– sería ejercer de contrapeso a la publicidad de la mesa de novedades, a la frivolidad con que muchos escritores hablan de literatura y a las columnas literarias que se dedican a contar lo que le pasó la tarde de ayer al autor y a su perro en el barrio de moda. Pero no, la crítica ha encontrado una zona de confort basada en las jerarquías.
Hace siglos, cuando la alta cultura y la cultura popular tenían espacios y modos de transmisión distintos, nadie se preocupaba por decir que una lira era mejor que un romance sólo por el hecho de serlo. Ahora que las fronteras han desaparecido, pareciera que cierto modo de hacer crítica necesita de esas jerarquías para entenderse a sí misma y justificarse como actividad superior, clasificatoria, juiciosa.
El problema está en otra parte. Hoy, por ejemplo, un retrasado mental con disfraz de intelectual público ha cuestionado la relevancia del Fondo de Cultura Económica desde el punto de vista mercantil. ¿Por qué aceptamos que el gobierno subsidie la edición de libros si sólo las élites culturales leen?, se pregunta en tono reflexivo, sin darse cuenta de que por eso es necesaria la intervención estatal. Justamente esa mentalidad es la que el discurso literario –ya sea creativo, ya sea crítico o teórico- tiene que refutar y por eso es problemático que la lectura se conciba en términos de transacción económica; la creación, como producción mercantil; y la crítica literaria como discurso publicitario.
De esto se trató El Grafólego.
La etiqueta indica que ahora, para finalizar, tengo que elegir una anécdota o una cita que condense todo lo que he dicho hasta este momento, pero tengo hambre. Lo que sí haré es agradecer a Letras Libres por el espacio.
Buen provecho.
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.