En sus interesantísimas memorias, Carlos Castilla del Pino nos presenta durante apenas cuatro páginas, pero con indudable afecto y reconocimiento, a uno de los tantos no-locos que conoció en el manicomio del Doctor Esquerdo. Vicente Lizarraga, quien según parece había sido recluido allí más como medida de protección política que por otra cosa, fue para Castilla la primera persona que en la tétrica posguerra franquista se identificó abiertamente como republicano y reivindicaba sin temor este legado. Hombre de confianza de Prieto, había sido teniente coronel durante la guerra y desempeñado misiones importantes; condenado a muerte y expuesto durante años a la ejecución, vio finalmente conmutada la pena por intercesión de Laín Entralgo. Pero Lizarraga, nos dice Castilla, “no tenía remedio”. Desde el mismo manicomio se empeñó en escribir una carta furibunda al ABC protestando por el cinismo con que Pemán hablaba del “desgraciado accidente” de la muerte de Lorca. Aún más reveladora me parece otra anécdota relatada a pie de página, que acabó en comisaría y estuvo a punto de devolverle a la cárcel. En un viaje en tranvía, Lizarraga cedió su asiento a una mujer, pero otra, embarazada, siguió de pie. Un capitán presente espetó indignado a uno de los pasajeros que seguían sentados: “¿Cómo no cede usted su asiento a una mujer encinta? ¡Será usted un rojo indigno!” Incorregible, Lizarraga le aclaró al capitán, tocándole en el hombro: “Aquí no hay más rojo que yo, que me he levantado el primero”.
Lo primero que llama la atención en esta anécdota es su “gratuidad”. Nada obligaba a Lizarraga a revelarse como “rojo” y desmentir así el obtuso esquematismo del militar, para quien la falta de caballerosidad debía ir unida a la desviación política. Tampoco le podía reportar ganancia alguna, ni a él ni a ninguno de los presentes (salvo por desviar la atención del pasajero desconsiderado). En su contexto histó-rico y en una persona de sus anteceden-tes, el gesto conllevaba además un evidente riesgo, aunque no parece que Lizarraga haya pensado un solo momen-to en ello: su réplica suena a reflejo, a automatismo, a arrebato de alguien que “no tiene remedio”. Si esta historia puede dar pie a un ensayo, es porque encarna inmejorablemente la negación de todo cálculo en la conducta moral. Es un perfecto ejemplo de brindis al sol, de “gesto inútil”, significativo quizá, pero estéril en la práctica. Y sin embargo, no deja de suscitar admiración.
El desinterés sigue teniendo todavía buena prensa, aunque sea como respiradero de una moral de consumo y beneficio. Pero insisto: la autoinmolación de Lizarraga no sólo es desinteresada, sino inútil e innecesaria; no intenta proteger al otro pasajero, sino reivindicar una etiqueta (“rojo”) en las circunstancias más inhóspitas posibles. También la lealtad a las propias ideas sigue pasando por admirable, más bien como reverso de la conducta real. Pero la integridad de Lizarraga no habría sufrido menoscabo si hubiese callado. Hay algo incontenible en su actitud, un arrojo demoníaco que enlaza con el fragmento de Heráclito: êthos anthrópi daímon, “el carácter es para el hombre su demonio” (o, según la versión inglesa que otro incorregible, Luis Cernuda, quiso elevar a su divisa: “carácter es destino”). La cabezonería de Vicente Lizarraga (navarro, a fin de cuentas) aparece como destino ineluctable, como su demonio personal; el gesto inútil, ajeno a toda practicidad, resulta el más revelador y el más auténtico.
La apelación a Heráclito y a su concepción del êthos como carácter des-tinal tiene bastante que decirnos en un tiempo de perplejidad moral. Desde las posiciones más conservadoras, pero también desde ciertos sectores del progresismo, es habitual atribuir todas las plagas al relativismo posmoderno: Ivan Karamazov deducía (mal) que “si Dios ha muerto, entonces todo está permitido”, pero muchos parecen creer que “sólo desde que Dios ha muerto” vale todo. La pretensión de que el mal haya esperado al desgaste de los valores tradicionales para manifestarse no merece un comentario serio, pero puede ser importante recordar que los códigos morales más rígidos no sólo no lograron, a lo largo de la historia, hacer mejores a los hombres, sino que sirvie-ron privilegiadamente para justificar sus brutalidades. Hay algo de indecente y de ofensivo en la recusación de la crítica posmoderna, como si la prevención contra los absolutos en el terreno moral implicase una frivolidad acomodaticia. En este sentido, la propuesta de una ética entendida como “estética” y no como sujeción a un “código” moral suele ser caricaturizada como una ligereza antojadiza, malentendiendo (creo que no inocentemente) lo que esta estética conlleva de rigor individual frente a la sumisión a una moral de mandamientos. Nada indica que nuestro Vicente Lizarraga reaccionase de ese modo a la memez del capitán porque su madre le hubiese inculcado “defiende tu verdad, aunque te lleven a la cárcel” (de hecho, su madre hubiese querido inculcarle valores de signo muy distinto): lo que revela su conducta es una integridad gestada durante décadas a contracorriente, un “estilo” no exento de altivez y obstinación, un “dandismo moral” que, como rasgo de carácter, acaba por ser su demonio. La palmaria falta de cálculo en su gesto, su perfecta inutilidad, es propiamente “estética”. Tampoco había cálculo de utilidad en su conducta durante la guerra, cuando salvó a bastantes sacerdotes de ser fusilados por los milicianos más quiliásticos y sanguinarios; quizá, a la vista de lo que vengo diciendo, pueda causar menos escándalo mi sugerencia
de que esta conducta igualmente no exenta de peligros derivaba de un carácter y constituía un êthos, un “estilo estético” (y no era, por ejemplo, un tributo al catolicismo de su familia, ni desde luego, a la vista de nuestra anécdota, un intento de congraciarse con quienes acabarían por ganar la guerra). El gesto inútil de los Lizarragas, de los dandis morales, de los disidentes sin habérselo propuesto, debería ilustrar una forma de integridad tan relativa como las formas del gusto, pero que por ello precisamente acepta la coexistencia de otras formas que no se ven como incompatibles (a diferencia, por ejemplo, de la obtusa moral binaria del capitán franquista). Y en su temeraria consecuencia, en su estética contumacia, en su entrañable inutilidad, suscita nuestro asombro admirativo. Somos muchos los que quisiéramos emular en ocasiones ese gesto inútil (nada más que pour épater les bourgeois) declarando en el contexto más impropio “aquí no hay más rojo que yo, que me he levantado el primero”. No son tantos los que acaban haciéndolo cuando se les presenta la oportunidad. Y es que el estilo, el êthos, no es algo que se improvise para la ocasión: exige un cultivo severo y prolongado (como la pericia del artista); sólo entonces se vuelve automatismo, carácter o destino, demonio individual. Quizá esto ayude a comprender lo que supone hablar de “estética de la existencia”.
Václav Havel escribió una vez: “El hombre es obligado a una vida en la mentira, pero sólo puede ser obligado a ella porque es capaz de vivir así. No es sólo que el sistema aliena al hombre –el hombre alienado sostiene al mismo tiempo este sistema como proyección involuntaria de su yo–. Como imagen degradada de su degradación. Como documento de su flaqueza”. La resistencia a una “vida en la mentira”, como supo y encarnó Havel, es en sus más mínimos gestos una toma de posición política y moral; la resistencia a la flaqueza propia que conlleva es un reto continuo, ascético y estético. Así entendieron la ética los griegos: como dietética de los afectos y los hábitos, como gimnasia de la autonomía, como estética de la existencia. El dandismo romántico quiso recuperar este carácter y fue degradado a pose; hoy “estética” se usa para salones de manicura y hasta las señales corporales más canallas son objeto de consumo. Comercializar el alma sigue siendo más difícil, aunque se han hecho progresos. Cabe recordar a un Lizarraga y escarbando un poco brota el agua de la libertad. Quizá su breve anécdota, acaecida en un tranvía de la España franquista, ilustre la altura moral de la impracticidad, el elemento estético bajo el coraje. Quizá ilustre cuánto hay de auténtico en lo inútil.~
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