Fotografía: Ricardo Péculo

El hombre del ataúd

Ricardo Péculo es el especialista que más sabe de honras fúnebres en Argentina, y probablemente también en América Latina. Lo llamaron para las exequias de Néstor Kirchner y de Hugo Chávez, y lo llaman para asistir a una infinidad de familias anónimas que quieren despedirse como si se tratara de una fiesta. La obsesión por el trabajo, el humor, las mujeres, la propia muerte y el estreno en cine de su primer documental: este es el perfil del funeral planner –como él se llama a sí mismo– más célebre del continente.
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Eran las tres de la tarde y Ricardo Péculo estaba en Pilar, jugando con las nietas. Su hija Karina había salido a hacer un trámite y le había dejado las nenas a él. Cada vez que el abuelo y las nietas se juntaban pasaba lo mismo: reían, jugaban, corrían. El 22 de marzo de 2013, sin embargo, mientras corrían, Ricardo Péculo se cayó.

El saldo de la caída fue solo dolor en el brazo y el susto de las niñas. Al día siguiente, aunque él en ese momento no lo supiera, iban a internarlo.

–Pero si yo estoy bien –le dijo al médico–, solo me duele el brazo.

–De acá no sale.

–A las diez tengo que dar clases.

–Olvídese de dar clases.

–Pero mire que pasado mañana tengo que ir a Mendoza a trabajar.

–Olvídese de Mendoza.

–Pero pasado mañana…

–Olvídese.

A Péculo lo dejaron adentro, le pusieron cables por todos lados. Cinco días lo tuvieron así. Había razones.

–Yo venía corriendo –recuerda esta tarde– y frené en una bajada y por ese esfuerzo de frenar me dio un síncope. Se me paró el corazón y arrancó. El problema es que fueron como cuatro minutos. Podía haber quedado hemipléjico, pero por bendición de Dios no quedé. Tenía el ataúd preparado y sin embargo, fíjate, hubo que cerrarlo.

Péculo dice esto último y suelta una carcajada. Y mientras lo hace, el especialista en ritos funerarios más conocido de Argentina se explica: hace un tiempo y por si acaso, mandó a hacerse el ataúd, y dio órdenes –también por si acaso– sobre cómo organizar su velatorio. Al sobrino Daniel Carunchio, subdirector de la morgue de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires y especialista en tanatopraxia y tanatoestética –dos disciplinas vinculadas al arreglo y preservación de los cuerpos–, le dijo, por ejemplo, cómo debía ser el traslado del ataúd, en qué carreta debían transportarlo, cómo habría de llevarse a cabo el homenaje.

–Es un loco –me dijo después Carunchio–. Hizo decorar el ataúd con una foto suya vestido de gaucho y ahora quiere que cuando muera lo traslademos en la carreta del centro tradicionalista El Lazo, la misma que usamos con Alfredo, su hermano. Es una carreta muy antigua tirada por bueyes a la que le dicen La Cachirla. Ahora el ataúd está en San Justo, en la funeraria de un amigo. Pero eso no es lo más grave: lo grave es que yo voy a tener que encargarme de todo porque el que se encarga siempre de todo soy yo. Yo preparé a mi papá, a mi abuela, a mi abuelo, a mi tío Alfredo.

Aunque hay cuestiones, como las del destino final del cuerpo, que no las decide el muerto sino la familia, Péculo sabe de antemano lo que pasará en su velatorio –que tendrá lugar en El Lazo– y también sabe que después habrá una misa y que al terminar lo llevarán al cementerio de Boulogne. Después la esposa decidirá si ponerlo en un nicho o en la bóveda con el hermano.

–En cualquier caso –dice Péculo– cuando ella deje de ir al cementerio porque esté viejita o porque haya conseguido novio o por lo que fuese, el pacto es que me creme y me lleve con mis padres que están cremados.

–¿Y si la que se muere primero es ella?

–Cagamos –dice. Y vuelve a reírse–. No me rompas los planes.

Es una tarde de abril y estoy sentada frente a Ricardo Péculo –barba de candado, suéter clásico color arena, pañuelo al cuello– en el bar de un hotel céntrico de Buenos Aires. Mientras se presenta –tanatólogo, especialista en ritos funerarios, docente– me detengo en su voz y pienso que en la voz cavernosa y circunspecta de Péculo hay algo de café, tabaco, noche.

Nos reunimos esta tarde para hablar de la muerte.

–Porque de la muerte –dirá él enseguida– uno tiene que hablar. La gente, lógico, no habla, no organiza, no planifica, y después viene y te dice cualquier cosa, que él quería, por ejemplo, que lo cremen y lo tiren a los marranos.

Desde que su hermano Alfredo –emprendedor y visionario y diez años mayor que él– fundó, en Villa Adelina, la funeraria Paraná, aquel adolescente que Ricardo era se metió en el negocio y le empezó a gustar. Le gustaba la aventura. Salir a las dos, a las tres de la mañana. La madre le decía:

–Si no haces los deberes, de acá no te mueves.

Así que él hacía los deberes rápidamente solo para irse. Con los años, ocurrió lo previsible: eso que había empezado como un juego terminó convirtiéndose en el trabajo de su vida.

–En el único –recalca–, no tuve otro más que este. Y estoy orgulloso.

Al principio Péculo se limitaba a acompañar a los empleados, a mirar. Con los años, circuló por todos los puestos de la empresa: desde chofer de la carroza fúnebre hasta responsable del ceremonial. Estuvo en la administración, en relaciones públicas, en ventas. Pero además de trabajar buscó capacitarse.

–Así como los pilotos juntan horas de vuelo –dice–, yo juntaba horas de velorio. Iba al velorio, hablaba con la gente, veía qué necesitaba. En ese entonces se usaban los cospeles (fichas metálicas) y yo notaba que a las tres de la mañana la gente se quedaba sin ellos y si querían llamar por teléfono no podían. Ahí nosotros incorporamos cospeles. Después faltaban cigarrillos, entonces en una bolsa pusimos cigarrillos y aspirinas. Porque con las aspirinas pasaba lo mismo. De repente oías “me duele la cabeza, ¿quién tiene una aspirina?”. Nadie. Entonces nosotros estábamos para eso: para ocuparnos.

Merced a este modo de adelantarse a las necesidades de la gente y a la incorporación, en la oferta de servicios fúnebres, de ritos funerarios y tratamientos de tanatopraxia y tanatoestética, la funeraria Paraná llegó a convertirse, con mil doscientos servicios al mes y 35 salas velatorias en Capital Federal y Gran Buenos Aires, en la empresa más importante del país en su rubro.

Estaban tan a la vanguardia que todavía Péculo puede revivir los detalles:

–Cuando venía una persona a la funeraria yo me ocupaba de averiguar de qué religión era el muerto, devoto de quién. Porque podía ser católico, pero devoto de la Virgen María o de Desatanudos. Averiguaba a qué se dedicaba, qué cosas le gustaban. Yo quería resaltar eso en los ritos y hacer honras fúnebres con la profesión o el hobby.

Y Péculo lo hizo –y lo sigue haciendo– con tanta naturalidad que uno se pregunta cómo es posible, ante una pérdida, indagar tanto.

–La elaboración del duelo comienza a partir del velatorio. El velatorio no es un acto social como creen muchos. Muchos dicen “no, a mí no me velen, a mí tírenme a la basura, yo no quiero que me lloren, no quiero que mis hijos sufran”. No es así, no es tan ligero el tema.

En ese momento, al decir de Péculo, la familia del difunto está en negación. Cuando él les pregunta “¿quieren hacer esto?”, “¿quieren hacer aquello?”, la respuesta es a todo que no. Poco a poco él intenta convencerlos. Les propone resaltar lo que esa persona hacía en vida. Si, por ejemplo, fallece una maestra, les dice que pasen por la escuela. Para Ricardo Péculo un funeral no marca que una muerte ocurrió sino que una vida fue vivida.

El homenaje, por supuesto, no puede improvisarse. Péculo recomienda organizar el funeral con anticipación.

–Porque ¿qué pasa si organizo la fiesta de cumpleaños el día en que cumplo años?

Es probable que la fiesta salga mal. No obstante, a diferencia de un velorio, cuando planificamos una fiesta de cumpleaños –una boda, un viaje incluso–, uno disfruta de la previa.

–Pero ¿quién disfruta de la idea de morirse?

–Mira, la gente muere dos veces. Una, el día en que se le para el corazón. Otra, cuando la olvidan. Definitivamente uno muere cuando lo olvidan.

Aunque la funeraria Paraná se vendió al grupo estadounidense Stewart Enterprises en 1998 y más adelante volvió a venderse, cada vez que uno dice “Péculo” –entre familiares, amigos, conocidos, sobre todo entre los mayores de cincuenta– el comentario es siempre igual: “Ah, sí, Péculo, el de la funeraria Paraná.”

El mismo.

El tanatólogo matrícula 373. El director del Instituto Argentino de Tanatología Exequial. El funeral planner de los famosos y de los otros también.

Ricardo Péculo empezó a dedicarse a la docencia –hoy su actividad de cabecera– después de la venta de la funeraria. Fue Daniel Carunchio –el sobrino–, que por entonces ya daba cursos de tanatopraxia, quien se lo propuso. Un día le dijo:

–Yo voy a Chivilcoy a dar un curso, ¿vienes conmigo? Parece que la gente quiere que les des una charla.

Y Péculo fue. Y desde entonces sigue yendo. Todas las semanas va y aconseja –sobre cómo contener a los deudos, cómo personalizar el homenaje, cómo cerrarle la boca al muerto– a empresas de servicios fúnebres, cooperativas y cementerios.

Un mes después de nuestro primer encuentro Péculo da un curso en la Asociación Interamericana de Ceremonial. A las diez de la mañana de un sábado gris y frío.

Él –de traje impecable, rastra a la cintura y escarapela en la solapa– ajusta detalles: laptop, Power Point, cañón. El curso anunciado es “Ceremonial exequial y gestión funeraria”.

–¿Por qué estás aquí? –se dirige a Julia, una empleada del Banco Nación que está entre el público.

Y así, presentaciones mediante, empieza todo.

Ella dice que vino por curiosidad y él le pregunta si tuvo algún contacto directo con la muerte.

–Cuando falleció uno de los hijos de mi marido –cuenta ella–, la familia quedó devastada y ahí sentí que yo era la única entera. Me interesa el tema y quiero ayudar a la gente que pasa por estos trances.

Péculo asiente y dice que eso es lo fundamental.

–Las funerarias creen que su trabajo es enterrar al muerto y no se dan cuenta de que su trabajo es contener a la familia. Lo principal no es agarrar la pala, sino saber de psicología.

Dicho esto mira a Martín, otro que acude a la charla.

Martín tiene 37 años y, además de empleado administrativo en una escuela, es docente. A los ocho empezó a ir al cementerio con el abuelo y desde entonces se ha ido metiendo en esto qué él llama “una pasión heredada”.

–Mi abuelo era la persona de la casa que se ocupaba del tema, pero ahora el que se ocupa soy yo. Él enterró a toda la familia, hasta enterró a sus propios empleados.

–Pero qué mala onda tu abuelo –suelta Péculo. Y estalla en risas que contagian a la audiencia.

Es curioso: la mayoría de quienes asisten a los cursos que da Ricardo Péculo –cursos destinados a la gente del gremio– no viene del gremio. Apenas el 30% trabaja en funerarias. El resto se inscribe por motivos personales. Según Péculo, siempre pasa lo mismo. Pasa incluso en la Universidad de Avellaneda donde él desarrolló una carrera técnica para la Gestión de Empresas Fúnebres.

Sin embargo, eso ahora no tiene importancia.

Lo que importa ahora es cómo cerrarle la boca al muerto.

–El cierre de la boca es un tema. Las empresas de servicios fúnebres siguen cerrando la boca con la gotita. ¡Una barbaridad! Cuando yo pego la boca con la gotita y el maxilar sigue empujando para abajo, todos los muertos quedan así –Péculo curva los labios hacia el suelo y mira un segundo a la clase–, quedan como diciendo “qué me importa que estoy muerto” o “qué me importa si viniste al velorio”.

Risas. Otra vez.

Por sus dotes de animador, Péculo llegó a conducir, en la señal Utilísima Satelital, De aquí a la eternidad, un programa sobre exequias fúnebres en el que tocaba temas fundamentales del –a su criterio– evento más importante de nuestras vidas: el velorio.

Pero esto es otra cosa.

Es un curso. Una clase en un tercer piso de un edificio de techos altos y ascensores tijera del barrio de Congreso. En el aula hay sillas-pupitre, hay un pizarrón blanco. Afuera el cielo está encapotado y, sin embargo, uno está acá y se ríe. Y se ríe porque Péculo recurre a un humor sutil, sombrío, afilado para hablar de lo que la mayoría prefiere casi siempre callar.

–Entonces la boca se sutura, ¿de acuerdo? Suturar la boca significa levantar el maxilar y dejar sueltos los labios. Yo agarro los labios y los suelto y así la piel va a buscar el gesto de cada uno, ¿se entiende?

Porque en cada persona el gesto varía y porque los velorios no pueden hacerse en serie. Son únicos. Péculo insiste en la personalización del homenaje.

–Para homenajear antes hay que organizar –interviene Martín, otro de los concurrentes, y levanta los ojos de los apuntes–. El homenaje sirve para la elaboración del duelo. Cuando la gente no hace homenaje, no elabora el duelo y después se arrepiente.

Martín es un alumno aplicado. Dice aquello que Péculo quiere escuchar. Conoce a su maestro, ha leído, con afán de coleccionador, cada una de las notas en las que ha aparecido y ha visto todos sus programas de radio y televisión. Sus amigos –confesará él mismo en el break– le dicen el “Ricardo Péculo de la familia” y él se siente orgulloso.

–Nuestro trabajo –continúa el maestro– es honrar, no inhumar. Inhuma el cementerio. La gente no tiene idea de que hay técnicas para la preparación del cuerpo. La gente dice “para qué lo voy a preparar si ya está muerto”.

Sin embargo, preparar bien un cuerpo y presentarlo como era en vida contribuye, en opinión de Péculo, a la elaboración del duelo.

–No es lo mismo despedirse de una madre que derrama líquidos y da olores, que despedirse de una madre como realmente era. Hoy la gente va al velorio y, si el cuerpo no está bien preparado –cabellos sin raíces, maquillaje, uñas limpias y esmaltadas comoen vida–, te dice “ay, qué demacrada quedó”. Es increíble: la gente es muy bruta.

En el comedor del departamento donde vive Péculo –en el séptimo piso de un edificio ubicado en Martínez, una localidad de la provincia de Buenos Aires– se concentra, por sectores, todo lo que él ama: en un sector, el tradicionalista, hay un apero, rastras, fustas, facones y sombreros prendidos a la pared. Al lado del apero se alza una urna adornada con una rosa de verdad bañada en plata que contiene los restos cremados de sus padres. En otro sector, hay fotos familiares: un primer plano de la madre, otro del padre, una imagen de los dos casándose, Péculo junto a un cuñado ya muerto, los suegros bailando en el cumpleaños número quince de la esposa. Un poco más allá está la computadora, estantes con libros, discos compactos, un equipo de música. Y también está Gabriela Verón, su tercera mujer. Todo lo que ama, ha dicho, está acá.

Por la ventana, el sol entra y cubre, entera, una mesa rectangular que ahora se ve deliciosa: mantel blanco, dos platos con pan dulce, una tetera, el mate. De un lado está Péculo –pantalones de gaucho, pañuelo al cuello y rastra a la cintura–; del otro, cebando el mate, ella. En un rato, juntos partirán hacia El Lazo a celebrar, como hacen en cada fecha patria, el aniversario de la Revolución de Mayo.

–Cuando digo que soy tradicionalista –dice Péculo– la gente enseguida me pregunta “¿bailas?”. “No, no bailo.” “¿Tocas la guitarra?” “Tampoco.” “¿Tienes casa de campo?” “No, no tengo nada.” En realidad a mí me gustan los caballos. El eslabón inicial de todo esto fue el caballo, no la samba.

Aunque de chico quería ser médico de abordo –por el estrafalario deseo de combinar dos cosas que a esa edad le gustaban: la medicina y los barcos–, lo cierto es que terminó siendo, a decir de él, tanatólogo: hombre de tierra. Y nunca se arrepintió. Al contrario.

–Y es que Péculo –dirá en un rato Gabriela– es un obsesivo del trabajo.

Ricardo Péculo nació el 29 de septiembre de 1950 en el Sanatorio Anchorena de la Capital Federal y a los tres meses la familia entera –papá, mamá y los tres hijos: Norma, la mayor, Alfredo, el del medio, y Ricardo, el menor– se mudó a Villa Adelina, en el norte de la provincia de Buenos Aires. A los Péculo les acababan de expropiar la casa de la calle Lima –para la construcción de la avenida 9 de Julio– y Perón les había dado, en el conurbano bonaerense, una casita a pagar en cuotas.

Tras la mudanza, el padre de Péculo siguió, como hasta entonces, en la mesa de entrada de la Casa de Gobierno recibiendo y tramitando actuaciones, notas, escritos judiciales –trabajo que mantuvo hasta jubilarse–, y al mismo tiempo abrió, junto a la esposa, un bazar en Villa Adelina.

Y así transcurrió la vida: el colegio, la funeraria, las mujeres, la política.

Y por la política, llegó un día a una reunión de militantes peronistas y la conoció a ella: a Gabriela Verón.

Gabriela Verón militaba con Alfredo Péculo –quien fuera varias veces candidato a intendente de San Isidro– en el Partido Justicialista, y Péculo, que solía acompañar al hermano en las campañas, enseguida se fijó en ella. Gabriela hizo lo propio: contar con veintiún años menos no tenía la menor importancia. Un día –el día D– había que ir a hacer unos padrones. Él la llamó y le dijo:

–En un rato te paso a buscar.

Y desde entonces siguen juntos.

–¿Cuántos años? –digo.

Silencio.

–¿Qué, no te acuerdas? –lo interpela ella con seriedad.

–¿Que nos casamos o que estamos juntos? –pregunta Péculo.

Y se contesta a sí mismo:

–Que estamos juntos, dieciséis años.

El 29 de septiembre de 2008, para el cumpleaños número 58 de Péculo, se casaron.

Y, como prueba de ese acontecimiento, en el comedor, cerca de la computadora hay enmarcada una foto. Sin embargo, antes de Gabriela Verón, en la vida de Péculo hubo otras dos mujeres. Primero hubo un matrimonio y una hija –Karina–, su única hija. Luego, una segunda convivencia que, aunque sin papeles, duró, como la anterior, catorce años. Por eso, cuando Gabriela y Péculo cumplieron catorce años de vida en común, parece que ella se preocupó. En cualquier caso, para que la armonía conyugal perdure, Gabriela siempre repite lo mismo:

–Si nos sentamos a desayunar, yo no quiero teléfonos.

Porque él se levanta, prepara el desayuno y lo primero que agarra es el teléfono. Y hay cosas que, según Gabriela, no deben perderse y ella se lo recuerda. Y así recordándoselo trata de manejar el asunto y convivir. Ya que Péculo está disponible –para sus clientes, para quien lo necesite– las veinticuatro horas. A través de Facebook, Twitter, correo electrónico, celular y varios teléfonos particulares puestos en su página web, es muy fácil comunicarse con él.

–Si se muere un tipo –dice– no importa si es sábado, domingo o si son las dos de la mañana. Yo siempre digo “llámenme que no tengo problemas, la que los va a putear es mi mujer”.

Porque si suena el teléfono de madrugada, atiende, da algunas indicaciones, corta y vuelve a dormirse.

En cambio a ella no le sucede lo mismo. No puede dormirse enseguida y así, desvelada como está, lo escucha a él hablar entre sueños. Y a veces hasta lo registra con la grabadorcita que usa para la facultad.

Cuenta la leyenda que Péculo es un conquistador, un caballero –elegante, espigado, atento en el vestir–, un tipo que te corre la silla, de esos que ya no quedan. Él lo confirma. La mujer también. Y agrega que es un egocéntrico, que sigue necesitando la aprobación ajena. Como cuando empezó con las charlas y las capacitaciones y sufría –créase o no– de pánico escénico.

–Tenía terror a hablar en público –explica Gabriela–. Me mostraba el Power Point como quinientas veces. Si me preguntas ¿cuál fue su primera charla?, ¿qué fue lo que dijo?, yo te lo digo enseguida porque lo practicábamos juntos. Un mes antes preparaba las cosas.

Con el tiempo todo cambió. Y hoy, ante el público, se lo ve relajado, a gusto, de paso haciendo uso de sus habilidades dramáticas.

–Y es que Péculo –me dijo después Oscar Mazú, director del documental El problema con los muertos es que son impuntuales, protagonizado por el propio Péculo– es un tipo histriónico.

El 27 de octubre de 2011, tras la muerte del expresidente Néstor Kirchner, Péculo recibió una llamada telefónica. Querían que él en persona se ocupara de las exequias. Enseguida Péculo hizo algunas preguntas –las preguntas de rigor– y dijo:

–El ataúd cerrado no corresponde.

Tampoco correspondía hacer el velatorio en la Casa de Gobierno y Péculo lo dijo. Les dijo que había que llevarlo al Congreso de la Nación y además pensar en algún dispositivo donde poner los obsequios que la gente fuera dejando.

–Si no –dijo– el ataúd va a terminar lleno de cosas y debajo de esas cosas está mi bandera.

Según él, era una falta de respeto a la bandera. Pero a Péculo le dijeron que no.

–No, Péculo, usted despreocúpese que acá no van a entrar con nada.

Y entonces, ante tanta negativa, él se abrió.

Años después, cuando murió Hugo Chávez –el 5 de marzo de 2013– y Nicolás Maduro dijo “vamos a embalsamarlo y a ponerlo en una caja de cristal”, los teléfonos de la casa de Péculo volvieron a sonar. Llamaron de 36 medios. La mujer hablaba por una línea; él, por otra. Querían la opinión de un experto sobre el embalsamamiento. Nada extraño para quien, con anterioridad, se había ocupado de las exequias del expresidente Frondizi, de Carlos Menem Jr. y había pasado a la historia después de haber trasladado, en 2006, los restos de Perón desde el cementerio de la Chacarita a la quinta de San Vicente.

Por eso: por toda la experiencia acumulada, Péculo seguirá disertando sobre ceremoniales para presidentes y hablará, cada vez que lo convoquen, del caso de Alfonsín, de Kirchner, de Chávez. Como ha hecho hasta hoy, mantendrá su calendario habitual de viajes y capacitaciones. Y continuará trabajando en el libro que Editorial Planeta está escribiendo sobre él y que publicará próximamente.

Cuando a Péculo le llegue la hora habrá hecho todo lo que se espera de un hombre para ser completo: habrá plantado un árbol, tenido una hija, escrito un libro y protagonizado una película. A diferencia de Iván Ilich, el personaje de Tolstói, la muerte no lo atormenta. Sin embargo, no es que se muera por dejar este mundo y usar pronto el ataúd.

–Estoy en la cola –repite siempre, como antes repetía su madre–. Pero, háganme el favor, no empujen. ~

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ha colaborado con medios como La Nación, El Malpensante, Hablar de Poesía e Internazionale.


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