El humorista viajero

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Fueron varios miles los artículos y crónicas de viaje que salieron de la pluma del impar escritor y periodista gallego Julio Camba, de los que ahora se recuperan 280, publicados en la prensa española entre marzo de 1907 y julio de 1914, periodo en el que forja su peculiar estilo, clave de una popularidad que le permitiría desarrollar al poco proyectos tan singulares como el de La rana viajera o Aventuras de una peseta. Mas en rigor, Camba fue ya todo Camba desde el principio, escribiese desde “la enérgica América” o desde “el lánguido Oriente”, desde la Alemania anterior a la Gran Guerra o desde la Alemania derrotada, desde Londres, París, Roma o Nueva York… Si procede hacer alguna distinción entre las crónicas de viaje de Camba yo la establecería entre aquellas en las que el “humorista” se halla en tierra extraña y aquellas otras en que lo encontramos en el país propio, dado que uno de los factores que condicionan el viaje es el lugar de procedencia: “Mientras he estado en el extranjero, yo he tenido un punto de referencia para juzgar los hombres y las cosas: España. Pero esto era únicamente porque yo soy español y no porque España me parezca la medida ideal de todos los valores. Ahora, y para hablar de España, me falta este punto de referencia. Forzosamente haré comparaciones con otros países”. El orden de los países visitados será un factor que condiciona el punto de vista de un narrador que ve Inglaterra a través de Francia; Alemania, tras Francia e Inglaterra; Italia, tras Alemania, etcétera. Y lo mismo cabe decir de las ciudades: París, después de Londres, le parece un pueblo habitado por gentes de verdad; el Berlín que primero conoce es captado desde la óptica parisina para después reaparecer visto a través de la reciente estancia en Múnich. De igual modo, Florencia será visitada con el bagaje adquirido en la grandilocuencia de Roma y el sentimentalismo de Nápoles.
     Un hecho tan natural —y lógico— no es frecuente, sin embargo, encontrarlo explicitado. En Camba, además, lo encontramos argumentado y profusamente ilustrado en el comparatismo que caracteriza su perspectiva narrativa, y que nada tiene ya que ver con el pragmático propósito de claridad e ilustración que movía a los viajeros del XVIII; ni con el —llamémosle— patriotismo de un Mesonero Romanos que, movido por su galofobia y por su casticismo, también procedía comparativamente cuando recorría Francia (con propósito de mostrar su lado grotesco) y Bélgica (para subrayar los progresos y superioridad de la nación recientemente independizada del “yugo” francés). La perspectiva comparatista en Camba puede desconcertar e incluso irritar a lectores graves y parciales o esporádicos, que no puedan comprobar que tal enfoque es una constante del autor muy a menudo al servicio del humorismo o de una visión paródica y grotesca, según lo acentuadas que estén las tintas del cuadro, como ocurre, por ejemplo, cuando habla de “el español parisién”, de las inundaciones lucrativas, de la señorita Bohemia, del concepto de la sicalipsis o de los viajes circulares organizados por la Agencia Cook.
     Tal perspectiva obedece, además, a la propia transformación que el viajero va experimentando y que tampoco oculta al lector. Y es que estamos ante un aventurero que viaja únicamente a lomos de su yo, desembarazado de todo equipaje salvo el que va adquiriendo en sus correrías:

Yo estoy en mis colecciones de crónicas extranjeras como una rana que estuviese en un frasco de alcohol. El lector puede verme girar los ojos y estirar o encoger las patas a cada momento. Lo que parecen críticas o comentarios no son más que reacciones contra el ambiente extraño y hostil. Yo he ido a París, y a Londres, y a Berlín, y a Nueva York con una ingenuidad y una buena fe de verdadero batracio. Y si lo que quería mi director era observar el efecto directo de la civilización europea sobre un español de nuestros días, ahí tiene el resultado: una serie constante de movimientos absurdos y de actitudes grotescas.

Un designio y una actitud que dista ya mucho del subjetivismo de estirpe romántica que pervivía en la literatura de viajes hasta fechas muy próximas a aquellas en que transcurren las aventuras de Julio Camba. El yo del viajero está omnipresente en estas páginas, sólo que ese yo se muestra y perfila como caricatura, convencido como lo está el autor de que todo retrato debe ser siempre una caricatura porque todo hombre es el intérprete de sí mismo, y convencido de que el periodista está obligado a calumniar: “¿Qué va a hacer el pobre periodista, obligado a poner un poco de amenidad en la vida de sus lectores, como no sea calumniar? A pesar de todo cuanto se diga, la realidad nos ofrece muy pocos canallas, muy pocos bandidos, muy pocos tipos originales y pintorescos que se salgan de la moral común y del orden establecido. Hay, pues, que inventarlos o exagerarlos, y esto es la calumnia”.
     Declaración que al lector de Julio Camba en parte le resulta veraz y, en parte, puro gesto pour épater, dado que estamos ante un escritor-viajero que, irreductible en su propósito de acabar con algunos tópicos propios del género, muestra una irreverencia y un desenfado poco comunes. Empezando por la misma imagen del escritor-viajero, que pulveriza sin ambages: “Hay quien envidia la suerte del escritor viajero. —¡Las cosas que verán tales hombres en este mundo! —piensan algunas personas. Pero en este mundo, y supongo que en todos, el pobre escritor no ve más cosa que una: artículos. Para la mayoría de las gentes, el desierto es el desierto, y el bosque es el bosque. Para el escritor, en cambio, el desierto es una crónica, y el bosque es otra crónica”. Y continuando por la desmitificación del género en sí, cargado de impostura y respuesta a un mero convencionalismo que el autor establece con el lector: “Los libros de viajes son una impostura, porque el escritor, que sólo ve sin prejuicios las cosas de que no habla, esto es, las cosas de una elaboración literaria más difícil, habla únicamente de las cosas que no ve, es decir, que no ve como tales cosas, sino como crónicas periodísticas o como capítulos de novela”. Ciertamente, a pesar de la sobreabundancia con que se producía, la literatura de viajes no atravesaba uno de sus mejores momentos, esclerotizada entre la mundana crónica estival y el reportaje artístico-natural. Camba revisará, a la baja, las distintas facetas que atañen al viaje y su narración, tanto en lo que respecta al manido componente didáctico o de formación que tal experiencia tiene, como respecto al componente aventurero de la vida nómada: “Está demostrado que no ocurren aventuras ninguna en los viajes. Antes, no es que ocurriesen, pero no estaba demostrado que no ocurrían, y el viajero podía inventar una aventura extraordinaria para sus amigos o para su público, con grandes posibilidades de éxito”.
     Ni el arte ni los vestigios del pasado ni la naturaleza, sublime o pintoresca, (con)mueven a este singular viajero que, si no muestra especiales preferencias por determinados destinos, sí manifiesta en cambio su firme propósito de huir de otros: los escenarios y espacios literaturizados, símbolos de sensibilidades o escuelas literarias con las que no se identifica. En este sentido, nada más irreverente que el artículo “Filosofía sobre la maleta”, en el que pulveriza un elemento habitual en la literatura viajera: el discurso —elocuente, ditirámbico, melancólico y falso, por estar contagiado de literatura— que el viajero dirige a su vieja maleta, máximo exponente de los objetos mudos que se constituyen en compañeros de viaje. Si la maleta hablase, sin embargo… “—Pero ¡so charrán! —le diría a su dueño—. ¡Si yo no he pasado nunca de Guadalajara!¿Qué viajes ni qué aventuras son ésas? Y si estoy tan estropeada es porque más de una vez usted me ha tirado villanamente del balcón a la calle para marcharse de la casa de huéspedes sin pagar”.
     De igual modo, son prosaicos y atípicos los motivos que este viajero reconoce como impulsores de sus aventuras, en otra manifestación de su característica actitud epatante y crítica. Y es que si de un lado niega toda simpatía al romanticismo estético —pintoresquizado, desustanciado y comercializado a esas alturas de la historia—, de igual modo expresa sin ambages su simpatía y preferencia por el romanticismo político.
     En ningún otro libro el viajero en tierra ajena se autorretrata de forma tan completa. Sabemos de la actitud con que entra en Inglaterra; de sus pugnas y choques a la hora de armonizar sus hábitos y costumbres cotidianos con aquellos que siguen los ingleses; de sus exploraciones y tanteos de la ciudad y sus espacios —un fantástico paseo sumido en la espesura de la niebla londinense o las tardes-noches en los pubs—; de su lucha con el idioma, experiencia que considera utilísima y muy conveniente para un escritor porque “Mientras no se posee el idioma hay que aprender a manejarse con un número muy escaso de palabras”. En “La batalla del hombre con la ciudad” expone las dificultades y obstáculos que se deben salvar cuando uno decide ir por el mundo. Tras definir esa experiencia de un modo general, el narrador nos brinda una serie de estampas autobiográficas que recogen sucesivas imágenes de la misma, en Constantinopla y París, para acabar centrándose en su batalla londinense, y finalizar concretando lo que entiende por triunfo o conquista del hombre sobre la ciudad, que es la meta a que el viajero aspira: “Yo entiendo por conquistar una ciudad llegar a dominar su idioma, a familiarizarse con sus costumbres, a conocer sus secretos y a vivir en ella como en la misma ciudad donde se ha nacido. La cosa es difícil, y la lucha es brutal. ¡Me da cada golpe este Londres que me deja loco! Pero ya me las pagará todas. A lo menos éste es mi consuelo”.
     En las crónicas que relatan la segunda estancia del humorista Camba en Inglaterra prácticamente desaparecen por completo las caricaturas y estampas grotescas —tanto del viajero como de los ingleses— para centrarse en análisis muy finos de hábitos y tendencias que revelan la psicología de una nación. Desaparece asimismo todo paisaje exterior y el viajero se concentra en una aguda vivisección de los gustos, ritos o costumbres en tanto que signos reveladores de la condición moral de un pueblo. Así, en las frecuentes actividades benéfico-caritativas de las esposas de la clase media apreciará el predominio del aburrimiento sobre la bondad; en la afición a los deportes, egoísmo y energía o el síntoma de la eterna infancia del pueblo inglés; en la teoría inglesa de la conversación, la manera más elegante de no decir nada; en el sistema educativo, la tendencia a frenar el desarrollo de la inteligencia… Salvo en el barrio londinense del Soho, donde todo le parece que tiene expresión y carácter, la vida inglesa en general le parece una vida de barco. Y este símil de Inglaterra como un barco enorme que funciona con carbón —aguda variante de las sobadas derivaciones de lo insular—, arroja a su vez esta imagen del viajero trasplantado allí: “Los extranjeros que se encuentran allí, por mucho que se hayan acostumbrado, tienen siempre la sensación de estar de pasaje, embarcados para una travesía más o menos larga. Y esto no es porque la vida inglesa les parezca distinta de la suya. Es más bien porque ni aun para los mismos ingleses constituye una vida definitiva, sino provisional, a semejanza de la vida a bordo.”
     De vuelta de Londres, al llegar a París en 1911, el viajero experimenta una sensación “de verdad”, y expresa y manifiesta su satisfacción y sintonía con el espectáculo que se abre a sus ojos. En París, no hay apenas ocasiones de verlo pugnar con la extrañeza: no habrá en estas crónicas gestos extremos ni movimientos descoyuntados. Al contrario, una oleada de sensualismo envuelve unas páginas únicamente agitadas a ratos por la autosatisfacción y la vanidad de los parisinos. Pocas cosas se le resisten allí a un viajero que se adapta perfectamente a un pueblo que juzga alegre, ruidoso, brillante, petulante y artificial, cuya psicología se expresa fundamentalmente en los bulevares, el teatro, las mujeres, el cabaret y el champagne. Serán estos elementos —más la materia y las noticias que le brinda el cotidiano vivir— los objetos predilectos de sus crónicas, eludiendo, por ejemplo, hablar del Barrio Latino, que juzga inexistente (irreal, puro artificio) debido a la literaturización que tal espacio padece.
     En la aproximación del viajero a Alemania predomina, inicialmente, un punto de vista externo-superficial, atento a captar la fisonomía de la ciudad y de las gentes —los tipos—, preferentemente en términos de dimensiones y volúmenes, hasta el punto de confesarle al lector que “si fuera dibujante, les ofrecería a ustedes de ellos algunos apuntes pintorescos”, a lo que le sigue la caricatura del profesor —el profesor y la levita serán un hilarante leit motif de las crónicas “teutonas”—: “calzado de unos zapatones imponentes, con una levita abierta que flota a todos los vientos, una chistera de alas anchas, unas gafas, muchos pelos y una barriga enorme, que tiene más de cerveza que de grasa. Este tipo de sabio alemán se encuentra, sobre todo, entre los cocheros”. Predominan ahora los dibujos de trazo grueso —como en “Bismarck y los perros”—, a pesar de que algunos artículos van dedicados a combatir el tópico o la idea previa que el viajero tenía (por ejemplo, en “No hay osos” y “Carnaval perpetuo”). Por otra parte, y de acuerdo con los principios expuestos en “La batalla del hombre con la ciudad”, en Alemania Camba se centra en su asimilación de las ideas (la filosofía), la música, la cocina y la lengua del país visitado, aspecto este último que da pie a algunos de los artículos más logrados desde el punto de vista humorístico-caricaturesco.
     Lógicamente, la visión crítica de España se acentúa y acerba cuando el viajero regresa de su estancia en Europa. No así cuando lo vemos deambular por las “carreteras virgilianas” de su Galicia natal, experiencia que enhebra algunas crónicas de marcado sesgo autobiográfico, teñidas de melancolía sentimental. Pero si sentimental a ratos, como a él le gustaba proclamarse, en homenaje a Sterne, Camba fue ante todo un humorista viajero: ácido, irreverente, original, espontáneo, agudo, provocador, iconoclasta, impertinente. Fue también un impar coleccionista de países que nos ha dejado en sus crónicas y artículos nómadas una de las más genuinas muestras de la literatura de viajes: “yo me declaro un poco atacado de esta enfermedad de los viajes —escribió—. Así como hay quien colecciona sellos de correos, puños de paraguas, pipas, corbatas, fotografías de actrices o billetes de banco, yo colecciono países”. ~

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