El intérprete de La Paz

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Al regresar a Madrid encontré a mi amigo Pepe tartamudo y encendido tras haber conocido a una mujer en La Paz, a cuatro mil metros el aire es tan frágil que los recién llegados ven más almas que cuerpos. Yo había estado trabajando en Turquía en la construcción de una presa que pretende guardar el azul del agua del Bósforo, un perfume en sí mismo, y por eso me parecía estar hablando el mismo idioma. Él, deslumbrado por la luz de los Andes, no podía aceptarlo:
     —Ya no hay mujeres así…
     —A qué te refieres… me hacía yo el bobo.
     —Pues así…
     Pero yo, hijo de español y colombiana, sabía de qué estaba hablando: esa capacidad que tienen las mujeres de allí para hablar sin palabras, hasta el extremo de convertir el silencio en un idioma y lo no dicho en un poema… o al menos sugerirlo.
     Pepe fue el primer ingeniero de mi empresa en aceptar el desafío de construir La Luna, una presa cerca de Potosí, a cinco mil metros de altura y mil por encima del lago Titicaca (el más alto del mundo), para robarle el agua perfecta de hace millones de años a las nieves eternas de los Andes.
     Ninguno de los ingenieros de nuestra empresa aceptaba, no sólo por la altura —mientras le robamos el agua, la cordillera nos escatima el aire—, sino porque además esos días se anunciaban levantamientos indígenas liderados por El Malku, y parecía que iban a cuajar en la venganza inca pendiente desde que Pizarro asesinó a traición al Inca Atahualpa. "Fuera los khara's", decía El Malku. "Cuando yo llegue al Palacio Quemado echaré a los blancos de este país". Y ese verbo racial y nacionalista asustaba a los españoles, tan despistados en cuestiones indígenas como hace quinientos años.
     Confirmé mis intuiciones cuando fui a mi vez a La Paz y quise entregarle a Adriana un disco que le enviaba Pepe. Nos citamos en un restaurante con chimenea, desértico por el frío y la eterna crisis económica, la otra forma de llamar a la pobreza, y cuando le entregué sus canciones de amor, casi visibles de lo cursis que eran, comprendí que no era el fuego lo que le hacía brillar los ojos.
     —¿Cómo está?, preguntó como si Pepe hubiese compuesto esas canciones para ella. En realidad no quería saber si estaba bien o había muerto en una guerra, sino si la pensaba (así decía), si me hablaba de ella, si…
     Sólo en mi segundo viaje me atreví a preguntarle: "¿Y qué piensas hacer?" Porque a esas alturas Pepe había vendido su coche y estaba mirando pisos que pudiese pagar con lo que le quedara tras la pensión de divorcio.
     —¿Hacer?, me miró Adriana, borrosamente. Y preguntó: "¿Cuándo viene José?"
     El problema se hizo más nítido cuando Pepe me contó cómo se habían conocido: Adriana es la esposa de uno de los ingenieros bolivianos de La Luna, y a la mañana siguiente de la cena en que les presentaron se plantó, toda alumbrada, en el hotel de Pepe. Se abrazaron en silencio, y cuando parecía que ahí comenzaba lo que siempre tiene el mismo fin, él se detuvo.
     —No quiero. Así, no quiero.
     Ella le miró estupefacta. No entendía.
     —No quiero una sola vez… intentó explicar él.
     —Bueno —sonrió ella, inocente pero sabia—: depende de ti.
     No me refiero a eso, se exasperó Pepe con dramatismo hispano. No quiero esta sola vez, como si fuese una aventura cualquiera…
     Adriana le miró como si esas palabras fuesen de otra novela.
     —No debieras haberle dicho aventura —le dije a Pepe ya en mi papel de intérprete—. Las latinoamericanas como Adriana no viven aventuras. Viven amores.
     —Y además te hacen creer que es el definitivo. Pero luego no.
     Pepe me lo contaba con un aire atónito distinto al del enamorado común. Tuve que explicarle:
     —No creas que en América hablan otro español, como se suele decir. Es que el idioma pesa distinto y compromete a la realidad de otra forma.
     Y así ha sido: Pepe y Adriana malinterpretan sus juramentos de amor por correo electrónico, sus peleas, nostalgias, silencios y hasta sus besos aéreos, pues por beso o te añoro entienden cosas distintas (y explicarlo con palabras no sirve; quizá se pueda con música). Pero luego, cuando Pepe viaja, forzando los turnos de trabajo, entonces corren el riesgo de que toda La Paz les oiga el escándalo, y cada noche él tiene que obligarla a regresar a casa para no delatarse, y convencerla para que —temerosa de que el idioma, más que el Atlántico, les vuelva a distanciar— no se meta de clandestina en su mismo avión de regreso.
     —Hay que esperar.
     —¡A qué!, se exaspera ella.
     —A hacer las cosas bien: decidir el momento, elegir continente, buscar con qué vivir…
     Y la conciencia. Porque por enamorado que esté, a Pepe le remuerde su mujer, a la que va a dejar tirada a los 45 años, que para una mujer es como el destierro a la soledad.
     —Daría mucho porque tuviera un amante, me dijo hace poco.
     ¿Un amante?…
     Pero ése es ya otro capítulo… –

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(Botá, 1951) es narrador, ensayista y profesor de periodismo. En 2008 publicó el libro de cuentos 'Historias de despedidas' (Alianza).


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