El libro de las revelaciones

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He comprobado que después de Ciudad de Dios no sale a relucir la movida discusión que proponen las películas de libros; nadie busca pleito repitiendo por enésima vez que el libro es (siempre) mejor que la película, o invocando el mandamiento que deplora ese tipo de comparaciones. Es sorprendente pero, leído lo visto y visto lo leído, no es fácil hallar resquicios para las jerarquías estéticas, ni para especular sobre qué fue primero, el guión o la novela. En primer plano, porque el objetivo común en medio de estos dos medios es Busca-Pé, el personaje que, sin decirlo nunca, entiende a su manera que le toca hacer fotos para dar sentido a una ciudad en la que Dios se la pasa jugando a los dados simultáneos del Génesis y el Apocalipsis. En segundo plano, porque resulta casi imposible distinguir si los episodios del libro crecieron a partir del guión o si la película borró los adjetivos y adaptó lo ya escrito en la novela. Y, en el fondo de los fondos, queda claro que el novelista y el guionista tienen la misma silueta.
     Por supuesto, se entiende que los brillos y oscuridades de Ciudad de Dios se cuentan de modo más directo en las imágenes del largometraje y que la violencia lúcida y la compleja imbecilidad de las guerras entre bandas se asientan con menos prisa en este documento de retratos (no)velados. Fragmentada en tres largos rollos verbales, la historia de la favela en curso viene mediada por las historias de Inferninho, de Pardalzinho y de Zé Miúdo. Desde el cristal con que se mira la primera página (“y sus iris, en un zoom de color castaño, le trajeron a la mente imágenes evocadoras del pasado […]”) hasta la última visión de la novela (“Había llegado el tiempo de las cometas en la ciudad de Dios”) se permuta la escala de los hechos registrados con tal pericia que si el lector se acerca con cuidado podrá ver cómo se escabullen por los filos de cualquier página cientos de imágenes desprovistas de todo carácter moral, confundidas en un intangible álbum de sombras.
     Por eso vuelvo a mi objetivo, la vocación de máxima viveza de Busca-Pé. Para vencer el caos indiferente, el derrumbe y la muerte que se agitan en la lucha por la supervivencia de la irónica favela, tiene que aferrarse a sus sólidas noticias fotográficas, a las revelaciones de su oscuro cuarto de memorias y de sueños y de fugas y de cópulas.
     “Desde que escribí la novela hasta hoy la realidad ha empeorado mucho. Si tuviera que rescribirla comenzaría con la escena de una persona quemada viva con una llanta de camión en llamas. O con un niño de quince años descuartizando a una persona viva, algo que acaba de ocurrir hace un mes, o con los cementerios anónimos que se están descubriendo”, ha declarado Paulo Lins en una entrevista reciente. Aunque sin duda su denuncia es cierta, confío que su honradez de buen ciudadano político no interfiera con su actual instinto de buen escribidor. En su orden (y en su ordenador) de fabulista, la calmosa bruma de los primeros recuerdos y la tenacidad de los apuntes sobre el mundo exterior con que comienza la novela son pasos previos más firmes y explosivos para revelar, entre descripciones y reflexiones yuxtapuestas, la vida oculta de las verdades que vio desde su infancia y ayudó a documentar entre 1986 y 1993, cuando colaboró con una antropóloga en la tarea de investigar “la criminalidad en las favelas brasileñas”, según informa la nota biográfica. Épica urbana, saga de surcos elementales, novela documental, los nacimientos de este libro lo salvan de cualquier modelo que intente meterlo en su cintura canónica.
     Citaré a propósito el párrafo solitario que aparece en la página 25, compuesto seguramente en voz alta y fuera del conjunto novelístico; breve instantánea que cifra la prosaica poética de su materia viva, a un tiempo conjuro de lo por venir y variante del curioso discurso de las armas y las letras de Don Quijote, bien podría haberse enmarcado como sermón de las palabras y las balas:

Poesía, mi guía, ilumina las certezas de los hombres y los tonos de mis palabras. Y es que me arriesgo a la prosa incluso aunque las balas atraviesen los fonemas. El verbo, aquel que es mayor que su tamaño, es el que dice, hace y sucede. Y aquí el verbo se tambalea bajo las balas. Ese verbo lo pronuncian bocas desdentadas en el entramado de callejones, se dice en las decisiones de muerte. La arena se mueve en el fondo de los mares. La ausencia de sol oscurece incluso los bosques. El líquido color fresa del helado embadurna las manos. La palabra nace en el pensamiento, se desprende de los labios y adquiere alma en los oídos, y a veces esa magia sonora no salta a la boca porque hay que tragársela a palo seco. Triturada en el estómago con alubias y arroz, la casi palabra es defecada en lugar de hablada. Falla el habla. Habla la bala.

En este punto, protejo al discreto lector de las páginas que anteceden y siguen a la página 25 de la primera novela de Paulo Lins, sonámbulo en una ciudad al margen del Dios que le da nombre y despierto en algún rincón de la cámara oscura de Busca-Pé, a todas luces deseoso por “Descubrir” y “Decir o saber cosas que se mantenían secretas” y de ver a Dios “Comunicar a los hombres cosas cuyo conocimiento no pueden éstos adquirir por sí mismos”; lo invito, de otro modo, a que vea las maneras que tiene Busca-Pé de revelar, de “Hacer visible, por medio de sustancias adecuadas, la imagen impresa por la luz en la placa o película”. ~

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