Estampas tiznadas de MoscĂș

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Volver al paĂ­s donde se vive para aterrizar en una pelĂ­cula de ciencia ficciĂłn no es comĂșn, pero algo me dice que serĂĄ una escena normal para el siglo XXI. En ruta desde ParĂ­s, el aviĂłn inicia el descenso al aeropuerto de MoscĂș. Pareciera que alguien desde el exterior mueve el fuselaje y opera una maquina de humo. Aunque el tren de aterrizaje estĂĄ ya desplegado, no se alcanza a ver la pista. Una niebla cafĂ©, blancuzca, brillante y tenaz lo cubre todo. Las llantas tocan el suelo apenas 15 segundos despuĂ©s que se vislumbra el suelo. Al salir, en el estacionamiento hay dos individuos sentados a la sombra. La temperatura excede los 38 grados centĂ­grados. Apenas percibo sus contornos y estĂĄn a menos de 20 metros.

Desde hace algĂșn tiempo las señales han sido constantes, mĂ­nimas si acaso, pero persistentes. Hace dos años los animales en el zoolĂłgico no hibernaron puntualmente porque las temperaturas de verano se extendieron hasta diciembre. DespuĂ©s, ciertas aves migratorias emprendieron tarde su camino y ademĂĄs les costĂł encontrarlo. Desde que vivo en MoscĂș cada año se supera el record histĂłrico de temperaturas frĂ­as en invierno y de calidez en verano. En estos meses recientes a nadie sorprendiĂł que se iniciaran algunos incendios forestales. Para entonces, ya cientos de toneladas de granos habĂ­an sido declaradas perdidas a causa del calor. El verdadero problema y la inquietud de millones comenzĂł cuando los incendios llegaron a ser mĂĄs de mil, la nube de humo se extendĂ­a a lo largo y ancho de una superficie equivalente a Europa y el sol de mediodĂ­a semejaba un foco macilento de 20 voltios.

Para los rusos, acostumbrados -para no ir mås lejos- a un siglo de calamidades, dirigentes obtusos y represiones privadas y colectivas, las fatalidades se abordan de manera contumaz, con poco entusiasmo e indolencia. En los días mås ålgidos de la nube tóxica, cuando los niveles de monóxido de carbono superaban los límites tolerables en siete veces y los automóviles a las dos de la tarde requerían tener los faros encendidos, se podían ver algunas jóvenes parejas paseando. Ella, procurando una botella de agua a su pequeño hijo en la carriola. El, con un cigarrillo entre los dedos.

Lo peor ha pasado (siempre y cuando la escasez de viento y las altas temperaturas no vuelvan a coincidir) y entre algunas de las bajas preliminares se contabilizan 2 mil casas vueltas ceniza, cientos de muertos (la tasa de mortalidad se duplicĂł en estos Ășltimos dĂ­as al grado de saturar los servicios forenses) y un punto porcentual del PIB perdido. En la prensa, como en los incendios mismos, quedan los rescoldos de una posibilidad preocupante: que las llamas reactiven material radiactivo de los bosques aledaños a Chernobyl.

La popularidad del gobierno ha ido a la baja. La respuesta de la maquinarĂ­a estatal fue lenta, y evidenciĂł su falta de preparaciĂłn. Cuando la ciudad estaba sumergida en una nata negra, las carreteras y los aeropuertos estaban colapsados por la cantidad ingente de moscovitas huyendo de la ciudad y en los mercados de electrĂłnicos vendedores con muy poca simpatĂ­a por el prĂłjimo vendĂ­an ventiladores chinos hasta en 250 dĂłlares, el alcalde de MoscĂș continuaba sus vacaciones… hasta que el Primer Ministro le hizo notar que su presencia era, por decir lo menos, acuciante.

ÂżQuĂ© queda a quienes permanecemos en esta ciudad? Para empezar, la fe ciega en las fuerzas de los elementos, porque ante catĂĄstrofes de esta magnitud, la respuesta del hombre, buena o mala, pronta o ineficaz, poco altera el curso de la naturaleza. Igual que en muchas otras ocasiones, MoscĂș se recupera con prontitud, como si hace cuatro dĂ­as no hubiera estado tomada por un miasma insalubre, rodeada por un anillo de fuego y sus habitantes atrincherados en departamentos cuyas temperaturas interiores superaban los 30 grados.

MĂĄs que como tĂ­tulo de pelĂ­cula, Cuando el destino nos alcance funciona mejor hoy como la consigna de un partido polĂ­tico verde. Mientras las señales del cambio climĂĄtico continĂșen desatendidas y la estolidez de la humanidad tan campechana como desde el origen de los tiempos, no veo porque debamos sorprendernos con sucesos tan anormales como el que todavĂ­a acontece en Rusia. De seguir asĂ­ las cosas, como me aconseja un amigo, lo mĂĄs recomendable es acatar las recomendaciones oficiales y dejar de respirar.

– Rodrigo Azaola

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Es escritor. Reside actualmente en SĂ­dney


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