El libro secreto de D’Annunzio

De toda la obra del célebre y justamente vilipendiado escritor italiano, el Libro secreto es el que perdura. 
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De toda la obra de quien fuera celebérrimo, tan justamente vilipendiado, el inventor de algunas cosas hermosas y otras tantas muy viles, Gabriele d’ Annunzio (1863–1938), me quedaría con el Libro secreto (1935). Es la última entrega de esa autobiografía informal y veleidosa, pues en él todo es engañosamente yo, que escribió durante casi toda su vida creativa, trayectoria comenzada, proverbialmente, cuando antes de los veinte años encuentró genial divulgar la noticia de su propia muerte para hacerle publicidad a su primer libro de poemas.

Desde entonces, Italia, primero y después toda Europa y América se rindieron ante él, pendientes de su poblada vida amorosa (cuyo largo clímax fue la relación con la actriz Eleonora Duse), de sus novelas mórbidas y escandalosas, de su poesía denunciada, con pruebas convincentes, de ser un plagio de las obras mayores de otros simbolistas, de sus incursiones como aviador en la Gran Guerra de 1914 en la cual, característicamente, se destacó más que por su puntería (que la tuvo) por bombardear Viena con octavillas a favor de los aliados. Después vino su alucinante aventura como fundador y Duce del Fiume, la ciudad que D’Annunzio quiso anexar a la fuerza a Italia y de donde el propio gobierno italiano hubo de desalojarlo a bombazos en 1920. En él, Mussolini vió al San Juan Bautista de los fascistas, a un maestro y a un rival. Inaugurada la dictadura, D’Annunzio fue gloriosamente pensionado en su propio museo, palacio y ermita, Il Vitoriale degli Italiani, donde este célebre erótomano murió rodeado de perros y caballos. Cuando una muela esta podrida, dijo Mussolini, hay que cubrirla de oro.

No todo en D’Annunzio fue publicidad, oropel, ópera o  progenitura del fascismo y  quien lo lea con morbo (de otra manera no se puede) encontrará con sorprendente frecuencia, altas recompensas líricas y psicológicas: no tiene buena reputación ni puede tenerla quien justificó la guerra por su belleza pero la basura (hojarasca acaso) que hay en su obra es tanta como la habida en sus contemporáneos del 900, Ibsen, Darío, Tolstói. Cento e cento e cento pagine del libro segreto di Gabriele d’Annunzio, es el título completo del Libro secreto que el poeta atribuye, con desgana, a un alter ego llamado Angelo Cocles y que hasta donde sé, sólo fue traducido, parcialmente al español, en México y en 1948, por un teórico nacionalista llamado Alfonso Teja Zabre.

Culpado de haber sido amigo de los amigos de Proust sin haberlo leído, es decir, de no ser suficientemente moderno o de encarnar una modernidad farolera y trivial, d’Annunzio dejó en el Libro secreto uno de los más inquietantes libros de su tiempo. No es, como esperaron sus defraudados lectores, una confesión sexual, sino una obra basada en la primacía del fragmento como la suprema conquista de la prosa del pensamiento, aquella  legada por Nietzsche. El origen del Libro secreto es del todo idiosincrático: temporalmente ciego e inmóvil como consecuencia de un accidente al amarizar un hidroplano en enero de 1916, el poeta–soldado decide experimentar, nocturnalmente,  su hiperestesia, la sensibilidad exacerbada por el dolor. Sólo ve un fogoso clavo ardiente en su oscuridad y desde entonces, los coloquios con los ópticos y los oculistas se volverán rutinarios para un d’Annunzio que traslada ese método, como lo llamaría su amigo Paul Valéry, a la escritura del Libro secreto.

Los temas, así, del Libro secreto son variados. Algunos, parecen ser convencionales, al recorrer el poeta italiano su memoria para reconstruir la infancia, la casa paterna, las primeras sensaciones pero haciéndolo, “a ciegas” como quien juega a reconstruir tocando sin ver. Así, van apareciendo, a la vez fantasmales y circenses, su admiración por César y por Napoleón, las carreras de galgos en Londres, el ojo del caballo pura sangre cuando es sobrexcitado con azúcar, la verdad profunda de las melodías populares, la invención de la palabra fascismo frente a una multitud enfebrecida y gritona que el orador no escucha (una masa muda), la historia de la última de las amazonas, su privanza con Robert de Montesquieu, el príncipe de los dandies, o sus páginas eruditas, que las tiene, sobre Petrarca y sobre Dante o la competencia filológica con el jorobado Leopardi, su convicción de que hay que seguir la música, no inventarla.

La riqueza del tenebroso mundo interior de D’ Annunzio guiados por él mismo en calidad de arqueólogo, es lo que ofrece el Libro secreto. Pero no sólo eso hay allí, también abunda lo biográfico y lo pintoresco: la creencia dannunziana en que el genio literario está relacionado con el dispendio económico, de tal forma que su prodigalidad, su magnificencia, su fasto, no sólo conducían (una y otra vez quebró, estafando a quienes osaban cobrarle o prestarle) a la puerta de su miseria económica sino a la penuria del estilo a la cual podía condenarse quien gastaba a manos llenas no sólo dinero sino poder lírico. La angustia, decía, producida por la sobreabundancia. Está también, el donjuan o el depredador sexual, como se le quiera llamar, capaz de decir que la conquista de la espalda desnuda de una mujer, entrevista a lo lejos como la cima del Himalaya, le da sentido total a la vida, es el horizonte. D’Annunzio, pese a ser el hombre que siempre está riéndose para que no hacer notar cuando en verdad sonrie, se presenta como un maestro en el arte del silencio. Lo es a través de los fragmentos que componen el Libro secreto: excluido del ruido del mundo por ser el supremo estridente durante los años de tregua de la guerra civil europea de 1914-1945, Gabriele d’Annunzio aprende a conocer los tonos de su silencio tan bien como las modalidades y el límite de su voz.

(Publicado previamente en el suplemento El Ángel, del periódico Reforma)

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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