El Monsiváis que traté /y 3

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Bajo un corto y ralo cabello gris-blanco que al parecer no habría conocido más peine que el viento, bajo el tímido mechón sobre la frente algo crispada, tras las grandes gafas menos alucinadas que alucinantes, Monsiváis —tal como lo recuerdo desde que esporádicamente lo reencontraba desde los años sesenta hasta el 2009; años, en los que él fue destacándose en el Who’s Who cultural como un hombre de la izquierda antidogmática y un crítico insobornable de la vida política, y/o cultural y/o cotidiana de México— usaba un gesto de indiferencia matizada con un bien llevado y quizá insincero aburrimiento que era una especie de escudo defensivo tras el cual se regocijaba del país y del mundo: cejas levantadas y juntas en el entrecejo, párpados semicaídos, ojos lánguidos a veces chispeantes, labio superior estirado, comisuras labiales levemente hacia abajo. Usaba, en fin, una portátil máscara de casi augusta tranquilidad, que tal vez era lo más conveniente para que el cronista de “humor de hacer temblar” (Osvaldo Díaz Ruanova dixit) paseara la mirada detectivesca y fraternal o adversa por entre las diferentes tribus, las de la élite o las del pueblo, con las cuales se relacionaba sin dejarse atrapar por alguna de ellas. Se diría que, para flotar entre varios ambientes no dejándose absorber por ninguno de ellos, se atenía al lema cartesiano de larvatus prodeo: “enmascarado avanzo”, pero su máscara no era sino su mismo rostro fijado en una pokerface muy levemente amenizada por leves y volátiles sonrisas.

Monsiváis ejerció su personal vanguardismo intelectual sin manifiestos ni proclamas. Fue un cronista temprano y muy enterado del aquí, del allá y del ahora. Escribió del pop, del kitsch y la trivia, de James Bond y Jack Kerouac y Salvador Novo, de las orgías colectivas del rock y el freedom now!, de los movimientos libertarios estudiantiles de México y el mundo, del New Journalism, de las venturas y desventuras del cine mexicano, de las odiseas de “la gente” en los apretujados viajes en metro, de Allen Gingsbergh y de José Emilio Pacheco, de los movimientos de liberación latinoamericanos, de las manifestaciones gay y de las furias de la “chaviza”, de la izquierda latinoamericana a partir de la revolución castrista, de… de toda la Historia de lo Inmediato (Renato Leduc dixit), y cronicaba y apoyaba al movimiento zapatista súbitamente puesto en la escena chiapaneca por el “subcomandante Marcos”, y era el puntual narrador y/o exégeta de las insurgencias proletarias, sociales, culturales, estudiantiles, tanto en México como un poco por doquier.

FINIS EN EL SALÓN CORONA

—Si además diariamente veía tres películas y leía dos libros de no menos de trescientas páginas y cuidaba de cincuenta gatos y respondía (aunque como una de sus tías) a setenta y cinco telefonemas y escribía cien barrocas cuartillas para un titipuchal de publicaciones nacionales y/o extranjeras —dice Andrés Marceño—¿a qué horas dormía, comía y paseaba investigando todos los barrios de la ciudad, desde Las Lomas a Tepito, y se presentaba o hacía brillar su ausencia en todos los actos culturales y los reventones de chalet o de barriada?

—Algo exageras —le responde Silvestre Lanza—, pero es verdad que era escritor torrencial y muy desparramado. Yo supongo que (según se le difamaba cariñosamente al pie de su pedestal rodante) alquilaba unos “negros” que, bajo su supervisión le escribían gran parte de lo que publicaba, y que también disponía de un grupo de extras del cine mexicano disfrazados de Carlos Monsiváis para hacer, en su nombre y con su más o menos exacta apariencia, la intensa vida social que llevaba en todos los niveles y en todos los ambientes… o en todas “las atmósferas”, como él prefería decir…

—Y no hay que olvidar —tercia Eugenio Olmedo— que quizá sus famosas falsas tías (cuyas voces fingía y variaba para responder al teléfono: “Carlitos no está orita”, o “Carlitos está reposando, háblele la semana próxima”, o “Carlitos dejó recado que le dejen recado”, o “Dice Carlitos que está fuera del país y que, si son tan amables, hagan el favor de no estar chingando”, etcétera) existían de verdad y eran las que le hacían la obra negra, ayudadas por la veloz taquígrafa Miss Oginia y la relampagueante mecanógrafa Miss Antropía…

—¡Ah, no, eso no vale! —interrumpe un visitante, el italo-estadounidense crítico de cine Zachary Anghelo, una vez más de visita en México para investigar vidas y filmografías de Joaquín Pardavé, Delia Magaña, Yerye Beyrute y (but of course!) Carlos Monsiváis, y, de paso, para comer los excelentes tacos de moronga del Salón Corona—. Tengo bien documentado que Miss Oginia y Miss Antropía eran dos gatas de la incalculable legión de felinos mantenida e infinitamente acariciada, agasajada y biografiada por don Carlos…

—Fue hombre de izquierda, cercano a rojos y rojillos, a López Obrador —susurró el mesero ideólogo don Nacho Nájera, sirviendo otra ronda de cerbatanas bien elodias—, pero eso no le impedía irritar a la izquierda considerando a Castro un dictador o regañando al Peje y sus huestes por agraviar la ciudá ocupando el Paseo de la Reforma…

—Noposí, distinguidos —interviene el taxista filósofo que ha bajado del bochito al Salón Corona para degustar unos tacos de guisado, muy llenones y sabrosos, acompañados de una chela bien frígida—, ora sí, después de lo que acaban de oir mis orejas, estoy claro de que el tal Carlos Monsiváis era de tal manera y de otra muy diferente, y que era así pero también distinto, aunque acostumbraba ser todo lo contrario… O séase que humildemente solicito que comiencen ustedes de nuevo y respondan a mi desconcierto: ¿Quién, a final de cuentas, y de cuentos, era don Carlos Monsiváis?

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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