El mundo inquieto

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Mucho menos conocida como hacedora de cuentos que como cronista, entrevistadora y novelista, Elena Poniatowska ha puesto en esta Tlapalería un rico surtido de historias útiles sobre todo para inquietar. Lo primero con que topa el lector es con la viva turbación de la narradora y sus personajes. Algo hay en la realidad que quiebra el orden de las cosas, la lógica de las casas, la seguridad de los afectos y los amores, los mínimos proyectos vitales. Algo que no es el azar sino que está inscrito en el orden del mundo, con tanto derecho o con tanta chuecura, según se vea, que lo establecido, como lo que fluye en el trajín de la rutina o en la modorra de las horas. El trajín diario: el de los que acuden al establecimiento del barrio en busca del bien requerido, el breve parche para vulcanizar los días, remendar la descosida totalidad que va llenándose de hoyos. En el primer caso, en el del vertiginoso texto “Tlapalería”, delante del agitado mostrador el azar va tendiendo su red voraz para tragarse los apaciguados proyectos y la vida entera de un hombre que había puesto ahí, frente a todos, el cúmulo vario de sus intenciones leves. En su naturalidad vertiginosa, el cuento consigue disciplinar el vocerío o, dicho mejor, aproximarse a aquella simultaneidad a la que se refería Jorge Luis Borges.
     “Las pachecas” es muy probablemente el relato más redondo del conjunto. Un texto perturbador a cada línea y por el mundo que va creando y desplegando en la rica y terrible confusión de sus dos polos: el de la sordidez y el de la solidaridad. Un mundo cerrado, el de una de las “granjas” de rehabilitación (supuesta) de adictos (originariamente al alcohol, y con el paso de los años y los adelantos múltiples del mercado a las drogas más diversas), va clausurándose aún más ante los ojos y en el corazón de una muchacha que ha habitado desde su nacimiento el mundo miserable. Una pacheca, pero no de despacho u oficio u ocio conocidos y reconocidos, sino simplemente puesta a sufrir, en el margen o en el abismo de la sociedad. Se cierra el mundo en el lugar infame y nada ni nadie parece poder abrir en él un mínimo filtro de luz. A la granja llega otra pacheca, tan miserable, tan desasida de la mano de cualquier Dios como la primera. Comienza a entrar aire a la cámara fétida, aire humano, un poco de luz, calor sobre el cemento helado. A pesar del embuste de los dueños del negocio, de la sordidez sin fin del lugar siniestro, la salvación puede ser entrevista. El desenlace es perturbador, deja una sensación extraña, mezcla la posibilidad de una suerte de secuela física que se cruza con la marca del destino, se enfila hacia la tragedia, emociona vivamente.
     En la Tlapalería de Elena Poniatowska no escasea el descubrimiento de la traición. No me refiero a una cuestión de número nada más, sino especialmente a las historias que me parecen más felizmente cumplidas. Duele saber que no sólo los poderosos traicionan, ¿o es que en cada uno, por menor que sea o por más cercano que lo consideremos, late un pequeño poder capaz de brotar cuando sea, de repente y ante todo? En el caso del amor la personaje que cuenta “La banca” es víctima de una extraña e inescapable trama: la hija de una ex empleada suya epiléptica porta en su seno una fuerza seductora: creadora y destructiva, capaz de destruir la normalidad de una pareja, de acabar con la pareja, de alterar de modo definitivo la vida de la mujer traicionada y la del traicionero, en favor de quién sabe qué cosa. En “La banca” el tiempo se reanuda sólo para estallar y terminar en la paz agitada de un círculo quieto.
     La cara opuesta de la decepción y el desconcierto de mujeres (que aparecen también, convulsos, en “Coatlicue” e incluso en ese relato extraño y tal vez demasiado alargado que es “Chocolate”) aparece en el otro gran relato del breve volumen: “Los bufalitos”. En algún sentido el texto recuerda una historia de Jomí García Ascot (que él mismo puso en cine, con Yolanda Ciani, Patricia Aspíllaga y Enrique Lucero): un hombre de vida discreta, guardián en un museo boloñés, ve cómo se acerca a él una bella profesora. Lo despierta a la vida, remueve la coquetería insospechada, le da ilusiones sobre todo. La pintura cobra todos sus sentidos por los canales de la voz y la mirada de aquella mujer, a la manera de las de Elena Poniatowska, que descentran al dar en el blanco. ~

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Ensayista y editor. Actualmente, y desde hace diez años, dirige la revista Cultura Urbana, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México


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