El Muro de México

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Hace veinte años cayó el Muro de Berlín. No estaba hecho solamente de acero y concreto. Lo formaba una poderosa argamasa de intereses, estructuras, costumbres. Y estaba hecho también de creencias que por siete décadas habían resistido los embates de la realidad: la fe en una economía central planificada, la abolición del mercado, el dogma de la dictadura del proletariado, entre otras. Finalmente, como ocurre siempre, la realidad terminó por imponerse: la súbita implosión del sistema soviético liberó de inmediato a sus ciudadanos y a sus satélites. A partir de entonces, no sin tropiezos y desencantos, aquel conglomerado de personas y países ha ido encontrando su ruta hacia la modernidad.

Hace veinte años, México comenzó a derribar el muro de su premodernidad. Estaba hecho de una argamasa política más suave que la de aquel (nuestro sistema no era totalitario ni nuestra economía planificada), pero los intereses corporativos, sindicales, empresariales y burocráticos que lo integraban (e integran aún) no han sido menos resistentes, lo mismo que el conjunto ideológico de creencias que lo ha sostenido hasta ahora: el “nacionalismo revolucionario”. En 1989, las reformas de Salinas comenzaron a modificarlo: liberalizaron la propiedad ejidal en el campo, normalizaron las relaciones con la Iglesia Católica, introdujeron programas de apoyo social a los mexicanos marginados y se firmó el Tratado de Libre Comercio. Aunque apuntaban hacia la modernización, las reformas se instrumentaron con mucha discrecionalidad y poca pulcritud, sobre todo en los procesos de privatización. Y no se acompañaron de la reforma que el contexto global favorecía: la reforma política. En México tuvimos una Perestroika parcial sin ninguna Glasnost. Finalmente, la transición democrática llegó en el sexenio de Zedillo y cristalizó en el nuevo régimen que, con todas nuestras frustraciones y desencantos, habitamos desde el 2000. El avance ha sido apreciable en términos de ejercicio electoral, división de poderes, federalismo, libertad de expresión y transparencia, pero el TLC y la democracia -los dos actos centrales de modernización en los últimos veinte años- no derribaron el muro mental de los mexicanos.

A veinte años de distancia, no hay huellas del Muro en el viejo mundo. ¿Por qué cayó? El quiebre ocurrió cuando un líder visionario y sagaz, Mijaíl Gorbachov, asumió la realidad: “el socialismo real” no era reformable. A lo largo del siglo, la crítica de los intelectuales fuera y dentro de la URSS fue minando los cimientos: Orwell, Koestler, Gide, Pasternak, Solzhenitsyn, Sájarov, Havel, Kundera, entre muchos otros, exhibieron y documentaron el rostro opresivo y empobrecedor tras la máscara utópica. Pero la crisis sólo se precipitó hasta los años ochenta. Cuando el gobierno polaco, que supuestamente representaba la “dictadura del proletariado”, se sintió en la necesidad de reprimir a su propio proletariado (el Sindicato “Solidaridad”), la contradicción se volvió ineludible, irrefutable. Esa contradicción, aunada a los límites económicos objetivos del sistema comunista, desplomó el Muro. El sistema que sustituyó a la realidad que representaba no es, ni será nunca, ideal o plenamente satisfactorio, pero las vastas mayorías en esos países lo prefieren al anterior.

A veinte años de distancia de sus primeras reformas estructurales, y a casi diez de haber transitado a la democracia electoral, México continúa siendo un país amurallado. La argamasa de intereses públicos y privados que impide la sana competencia sigue intocada y el “nacionalismo revolucionario” -genuino y popular en su tiempo- se ha vuelto paralizante. Por desgracia, sus dogmas fundamentales están a tal grado arraigados en ámbitos políticos, partidistas, intelectuales, periodísticos, académicos y aun eclesiásticos, que ni siquiera son vistos como tales. Ortega y Gasset decía que “las ideas se tienen, en las creencias se está”. Pues bien, una franja amplia de la opinión pública mexicana está en creencias vigentes en tiempos de Lázaro Cárdenas, pero que en nuestro tiempo bloquean el desarrollo. Dos ejemplos, entre muchos: la negativa, probada en las bizantinas discusiones de 2008, a abrir nuestro sector energético (aunque esa prohibición nos iguale a Norcorea, aunque nadie en el mundo entienda nuestra actitud autoinmoladora, aunque el petróleo se agote, aunque la alianza pueda ser con Petrobras); el concepto de que un sindicato, por el solo hecho de serlo, beneficia a los pobres (aunque sus servicios al público sean onerosos y corruptos, aunque sus líderes se enriquezcan, aunque sus miembros tengan sueldos y prestaciones notoriamente superiores a los de la vasta mayoría no sindicalizada, aunque sus recursos no se transparenten ni su régimen interno se democratice).

La realidad nos aproxima a la hora cero, pero los protagonistas individuales y colectivos que hicieron posible la caída del Muro de Berlín no existen en el caso mexicano. Para empezar, entre nosotros la crítica no es crítica: la crítica es ortodoxia. Con excepciones, la mayoría de la clase académica e intelectual no ve el muro: forma parte del muro. Y está convencida de que la vía para sacar al país de la crisis es elevarlo hasta el cielo. Tampoco se advierte en el horizonte un Gorbachov mexicano que haga ver al ciudadano los límites con que topa ya nuestra economía, que refute dogmas y se atreva a intentar -con razones claras y apego al derecho- la labor de demolición. Por lo demás, un líder no lo podría todo: se requiere también un Congreso responsable, informado, inteligente y maduro. En las circunstancias actuales, si nada cambia, la conclusión es preocupante: el muro caerá, tarde o temprano, pero caerá sobre nosotros.

– Enrique Krauze

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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