El oficio de Pavese

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Yo también hablo de Pavese. Releí El oficio de vivir (1954), que según mi muy errático recuerdo conocía yo bien por haberlo estrujado y subrayado durante algunos meses de la temprana juventud. En realidad, comprobé, no recordaba casi nada y, peor aún, lo tenía confundido, en un estante desvencijado de la biblioteca de la memoria, con las Cartas a Theo, de Vincent van Gogh y el Diario de un seductor de Soren Kierkegaard, leídos en aquel ánimo. Sólo la conocida frase final, como me di cuenta el otro día al verla citada en Reforma por Juan Villoro, la tenía grabadísima: “Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más.”

Había olvidado, o quisiera pensar que lo almacené como un recuerdo nutricio, que El oficio de vivir es, pese al título, a la postre un tanto plañidero, un verdadero diario literario. Más que vivir, el oficio de Cesare Pavese (1908–1950) era, por fortuna, leer. Dado su suicidio, si es que eso puede decirse, su oficio de vivir no le resultó el suficiente para sobrevivir.

El oficio de vivir (traducido al español en fecha tardía, en 1979, por Esther Benítez, que tradujo todo Pavese) tiene poco que ver con el testimonio, manipulado por mi recuerdo, de un poeta maldito, de un conquistador empedernido o de un gigoló que se mata en un acto de supremo fastidio romántico, aunque algo haya en su vida de todo ello. Nunca se sabe porque se mata la gente. El riesgo póstumo tomado por un poeta que se suicida, si acaso, estaba contemplado por el propio Pavese en la entrada de El oficio de vivir del 26 de abril de 1936: “No existe la tempestad sufrida locamente y luego la liberación a través de la obra, so pena de suicidio. Tan verdad es, que los artistas que verdaderamente se han matado por sus casos trágicos son de ordinario cantores ligeros, diletantes de sensaciones, que a nada aludieron en sus cancioneros del profundo cáncer que los devoraba. De lo que se aprende que el único modo de salvarse del abismo es mirarlo y medirlo y sondarlo y bajar a él.”

Dijo Alberto Moravia que de Pavese quedaría más el intelectual que el escritor, que sus ideas importaban más que su obra. No sé si tenga razón, no lo creo y me pongo a leer, confieso que distraídamente, relatos y novelas pavesianas (Ciau Masino, El camarada, Esa tierra) y admiro la atmósfera, la falsa vocación realista, el tino poético que falta en muchos de sus versos, en los regulares. Vuelvo a El oficio de vivir, que es el cuaderno de un lector, de un crítico y encuentro que casi todo lo que dice me interesa. Pavese era, muy en el tono de su época, un estudioso de las religiones comparadas y de la mitología, como Caillois y Bataille en Francia, Jünger en Alemania u Octavio Paz en México, a quien por cierto una vez le oí decir, “el problema con los grandes escritores italianos es que nunca son verdaderamente grandes…”

Pavese se conocía al revés y al derecho La rama dorada, de Sir James Frazer y muchos otros tratados de ese orden y, al parecer, aplicó esa sabiduría a sus obras narrativas, particularmente a La luna y las fogatas, que conservo “intonso”, pero leeré como manda del centenario, por aquello de los límites imprecisos entre lo pueblerino y lo salvaje, que, según subrayo en mi ejemplar del diario, viene de Vico. Según Sergio Solmi, Pavese iba de la poesía de la intuición a la poesía del mito y obedeció, casi al pie de la letra, la petición de Nietzsche de que un artista debe comprometerse a representar su comedia interior y en ello consumirse. Pero El oficio de vivir no parece obra de alguien que se apaga sino de alguien que piensa y lo hace muy claramente. Habrá sido un estupendo maestro: si se trata de distinguir un símbolo de un mito recurre al ejemplo de los colores (lo que el rojo es y lo que el rojo significa) o explica como magia práctica típica aquello que nos impele a orinar cuando nos estamos lavando las manos.

De El oficio de vivir lo más envejecido, quizá, es la misoginia de Pavese. Dice cosas sublimes en ese alcurnioso género que es la máxima escrita por los varones sobre las mujeres, ingeniándoselas para hacer leña del árbol caído de Eva, como decía Jardiel Poncela. Acierta, por ejemplo, al hablar de que para las grandes escritoras no existe la historia porque Safo, la señora Murasaki o Madame Lafayette, se leen como si fueran contemporáneas entre sí. Dice, también, “de joven nos dolemos de una mujer; ya maduros, de la mujer.” Pero escribe otras cosas que, para el criterio del joven siglo XXI, incluso si quien cree ejercerlo se tiene por persona no del todo políticamente correcta, son un tanto vulgares, a medio camino entre la invectiva y el chiste verde, que acaban exponiendo a Pavese como un hombre resentido, un tanto amargado y, que, además, muestra poca experiencia con las mujeres. Pavese es mal psicólogo y quizá por eso se mató. De Stendhal, a quien compara, en un juicio muy extraño para nosotros, con Hemingway, tomó las lecciones equivocadas.

El crítico, insisto, es magnífico en Pavese. Destaco lo mucho que sabe de Shakespeare, sus páginas magistrales sobre la literatura de los Estados Unidos, la educación pura y dura en Leopardi y sus Zibaldone, su desconfianza ante el genio de Tolstói o su explicación de por qué El adolescente es la menos leída de las novelas de Dostoievsky.

Pavese, a quien le aburrían los libros de viajes adoraba, una vez pasadas las fiestas, el momento en que se van los invitados y uno, él, pasa a gozar del “refrigerio de estar solo”. Pavese, que como una señorita provinciana, se hablaba así mismo en su diario: tú sabes, tú lees, tú amas. Pavese, el suicida, había elegido, en otro momento de su vida, hacer un viaje distinto, como cuando escribe en El oficio de vivir: “es bonito irse a dormir porque nos despertaremos. Es la manera más rápida de llegar a la mañana.”

(publicado previamente en el suplemento El ángel de Reforma)

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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