Una palabra viaja con la ilusión de repetir su significado en otra y en el camino averigua que los sinónimos abundan, pero no existen; a partir de 1615, Don Quijote y Sancho son reconocidos en la calle como protagonistas de un libro, pero no se reconocen en la apócrifa duplicación que de ellos se ha escrito en otro libro; alguien asiste a un juicio y no logra distinguir al juez del acusado; Goethe admitió que somos el único animal en continuo tropiezo con la misma piedra; el orden social comienza, de acuerdo a la escandalosa indiscreción de Valéry, cuando abrazamos al tú plural que vive fuera de nosotros. Nadie ha podido contar el número de fantasmas que al día y a la noche nos lucen descaradamente familiares, pero su inasible exactitud resulta un cuento común en la literatura de José Saramago. Cambian las estrategias, no la duplicada irrealidad de los ámbitos: Manual de Pintura y Caligrafía, El año de la muerte de Ricardo Reis, La balsa de piedra, Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres. En su más reciente ocasión novelística, Saramago sueña un hombre a quien el azar conduce hasta otro que es su réplica absoluta, un calco hecho a imagen de su cuerpo y semejanza de su voz.
La primera duplicación de El hombre duplicado que salta a la vista es indirecta y el autor no debería sentirse responsable de ella. Lo que se contó en portugués aquí se piensa en castellano, Pilar del Río mediante: su esposa real, su anfitriona, su traductora desde Todos los nombres, su gemela platónica. La segunda llega antes de doblar la primera página, en un epígrafe que contiene dos citas al alcance de cualquier viajero de este y del otro mundo: “El caos es un orden por descifrar”, copiada de un desconocido Libro de los contrarios, y más abajo, “Creo sinceramente haber interceptado muchos pensamientos que los cielos destinaban a otro hombre”, atribuida a Laurence Sterne.
Debo desdecirme: nada salta a la vista en la geografía de persianas por las que Saramago espía a sus criaturas. Siempre al acecho de sus variaciones narrativas anteriores, en las que los paisajes y los decorados apenas se convocan, otra vez el sentido del oído es su sentido fabulador primordial. Retoquémoslo: el sentido de sus muchísimas minúsculas maracas. Al margen del tono del que habló Proust, de la energía lingüística o del ritmo de su prosa, me quiero referir al escrutinio oral al que apuntan los diez dedos de su lenguaje escrito: aliteraciones temáticas, soliloquios en pleno diagnóstico de nuevos tipos de chifladuras, fugas al pie de la letra que desarman el orden simultáneo de las palabras y de las cosas. Apostaría que pasadas las primeras páginas, su desocupado lector volverá atrás y enmendará las citas del pórtico de entrada, tachando y leyendo que “el caos es un orden por escuchar“. Y traduciendo por segunda vez a Sterne: “Creo sinceramente haber escuchado muchos pensamientos que los cielos destinaban a otro hombre”.
Animal de costumbre, las buenas maneras de El hombre duplicado pretenden oír lo que se escribe antes que descifrar lo que se ha escrito, insinuando gesticulaciones de una fiesta verbal cuyo oído absoluto se demora en conversaciones separadas por muchísimas iniciales mayúsculas; acelerando entre comas, nunca entre comillas, el hablar cíclico de los personajes. Procedimiento nunca abandonado desde la composición de Levantado do Chao (1980), el erizado despliegue de los diálogos escritos de Saramago nos recuerda que incluso la conversación más simple responde a un vacilante rumor de jeroglíficos.
Con buen oído, la ley no escrita de las conveniencias narrativas decidió que circularan pocos episodios y pocos personajes en esta novela. El protagonista, un profesor de Historia de nombre Tertuliano Máximo Afonso, descubre en una película en vídeo que uno de sus actores, figurante por toda seña, es su doble dactilar. El anonimato de la ciudad y sus escasos movimientos conducen a enlaces y desenlaces casi predecibles, abstracción que aumenta de volumen cuando el autor-narrador, intermediario omnisciente, nos informa que su población es de cinco millones de habitantes. El enigma se dilata con las noticias del hablar y el sentir de los personajes (a los que se incorpora el sentido común de Tertuliano, curioso impertinente), recibidas sobre todo a través de hilos telefónicos, o por obra y gracia de los hilos que el autor-narrador les ha instalado en sus cabezas. Asumiendo que dos rasgos museísticos indiscutibles del quehacer narrativo de Saramago sean la principal eminencia de los personajes femeninos y el fundamento mitológico de sus escenarios, no creo que haya sido pura ocurrencia que María Paz sea el nombre de pila de la mujer en la vida de Tertuliano, y que la esposa de su doble se llame Helena. En tal caso, pocas veces un virtuoso se habrá ceñido tanto a su virtud: María y Helena, madres hebraica y griega de la mitología de Occidente, suben al espejo de la superficie textual y reflejan sus nombres en las dos eminencias principales de El hombre duplicado.
Aprovecharé este momento de parejas para detenerme ante el temerario dictamen de Saramago sobre la inexistencia del narrador, afirmando que quienes leen sus novelas lo están leyendo a él, al autor que oyen fuera de sus libros, al hombre José Saramago. Mi comentario no es teórico: las discusiones sobre este lugar común del pensamiento literario, largas y vacías con desalentadora frecuencia, pueden consultarse con facilidad. Juzgo que el oído absoluto del novelista Saramago, ese que le permite orquestar pícaras aventuras cognoscitivas (a saber, Historia del cerco de Lisboa, El Evangelio según Jesucristo), atiende cantidades de mundo distintas a las del oído absolutista del hombre Saramago, aquel que acepta, por ejemplo, que, al estallarse un ruido ensordecedor de Coranes en la cintura y en medio de cuanta más gente mejor, los suicidas palestinos representan “una forma válida de resistencia” frente a las injusticias que contra su pueblo comete el gobierno israelí. Y por lo tanto, como muchos de sus lectores, distingo el aplomo de la voz que justifica esos actos de la entrevoz soberana que escucho en sus ficciones, para la cual tomar partido y participar de la Historia no excluye laantigüedad que nos acerca desde el lanzamiento de la primera piedra, marcados por la doble hélice de peregrinos y perseguidores, durmientes los unos mientras los otros están despiertos. Como oigo decir en El hombre duplicado: andamos hechos de gestos acompañados de subgestos, y de tonos acompañados de subtonos.
Si las llamadas de este libro no fueran suficientes para convencer a los incrédulos de que Saramago escribe pegando su oído al suelo de cada palabra, resumiré la anécdota de un amigo que visitó a Pilar y a José en su casa de Lanzarote, a quien protegeremos llamándole H. (en memoria del pintor de Manual de Pintura y Caligrafía, por cierto, escritor y duplicador de retratos). Ocurrió el 30 de diciembre de 1999. José le enseñaba a H. fotografías recién tomadas en Chiapas, en las que su cara desnuda sobresalía de un grupo de rostros encapuchados. Dejándose llevar por al inesperado ambiente conspirativo, H. le murmuró a José que no le gustaba Alzado del suelo (Seix Barral, 1988) como traducción del título Levantado do Chao (1980), que “alzado”, sin añadirle nada, le hacía menos justicia que “levantado”, a no ser algún nexo subterráneo con la voz “azada”. José lo interrumpió: “Pero si yo lo he dicho, que debe ser Levantado del suelo: cuatro por dos, y no tres por dos.” Pilar intervino: “Pero José, tienes que aclararte, hay que llamar ahora mismo a Madrid, la nueva edición ya está en imprenta.” Final feliz: desde abril de 2000 oímos Levantado del suelo. Reproduzco íntegra la conclusión de H.: Saramago escribirá las palabras enteras, pero piensa en sílabas. ~
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