En España hay hoy 17,851,173 empleados y 3,923,603 desempleados. La segunda es una cifra récord y no parece que vaya a disminuir en este año que empieza. El pago de subsidios de paro va a llegar en 2010, calcula el Ministerio de Trabajo, a los 32,611 millones de euros, que contribuirán en gran medida al déficit que se espera para este año de alrededor del 10 % del PIB. La inflación en 2009 ha sido la más baja desde que se contabiliza, un 0.9 %. El consumo interior está por los suelos. España exporta relativamente poco, aunque tiene puestas muchas esperanzas en la recuperación del resto de países de la Unión Europea y Estados Unidos. El gobierno ha anunciado una reforma laboral de poco alcance, una importante subida de impuestos y una prolongación de medidas como el plan de obras públicas y las ayudas a la compra de coches.
Cabría pensar que todo esto tendría al país al borde de una grave quiebra, pero no es así, al menos por ahora. La deuda española es pequeña comparada con la de los países de su entorno, y aunque el déficit será muy elevado –y las medidas del gobierno siguen haciéndolo crecer a un ritmo preocupante–, es probable que la situación no llegue ser catastrófica como la de Islandia o Grecia. Ahora bien, lo más sorprendente es que con este índice de desempleo, el más alto de Europa, no exista una visible conflictividad social: los sindicatos guardan un silencio atronador, los parados malviven de subsidios y ayudas familiares y, si uno pasea por la calle, no tiene demasiados indicios para pensar que, efectivamente, uno de cada cinco de sus compatriotas no consigue un trabajo.
Cuando a lo largo de los años ochenta y noventa el paro en España fue porcentualmente superior al actual, sociólogos y analistas tuvieron que responder a la misma incógnita: ¿cómo podía ser que en unas condiciones tan duras, en circunstancias que en otros países hubieran conducido a revueltas o alteraciones graves del orden, aquí no pasara nada; además, claro está, del sufrimiento de los parados? La respuesta fue unánime: la familia. Los lazos familiares, de una familia todavía anterior a la oleada de divorcios y nuevas formas de convivencia, atenuaron una situación potencialmente devastadora: siempre podía uno volver a casa de los padres, ocupar una habitación en casa de un hermano o trabajar ilegalmente junto a un cuñado.
Ahora bien: actualmente esos lazos familiares parecen más laxos, y por encima de todo existe un porcentaje de inmigrantes –gente con muchos menos salvavidas que los nativos–, lo que llevó a pensar que, ahora sí, del conflicto no nos salvaba nadie. No ha sido así: hasta los índices de delincuencia están bajando de manera inexplicable, y aunque mucha gente está sufriendo horriblemente, la sociedad sigue en calma. ¿De nuevo la familia? Es probable. Aunque debe ayudar también una última cifra: un 20 % de la economía española ahora es informal.
– Ramón González Férriz
(Barcelona, 1977) es editor de Letras Libres España.