Cualquier chavo de secundaria que haya estudiado en una escuela mixta se ha visto alguna vez en la necesidad de pedir a una compañera que le permita recargarse en su espalda para escribir algo. Quienes piden ese favor por lo general no tienen intenciones lúbricas: solo quieren usar como pupitre la espalda de su amiga. Pero el roce de cuerpos provoca en el adolescente un dulce vértigo que años después, al pasar por el alambique de la memoria, espolea la imaginación erótica del adulto morboso. Cuando la pluma se desliza por la espalda de una bella mujer, el hombre experimenta la sensación de escribir con el falo. Tal vez por eso, los libertinos de distintas épocas han tratado de fundir el sexo y la escritura, descubriendo afinidades insospechadas entre ambos placeres.
Que yo sepa, la idea de utilizar el cuerpo femenino como un pupitre surgió entre los cortesanos franceses del siglo XVIII, la élite degenerada más creativa de la historia. En Las relaciones peligrosas, el vizconde de Valmont se apoya en las nalgas de una de sus amantes para escribir una carta de amor a otra mujer, la casta Presidenta de Tourvel, a quien declara un amor puro y promete cortejar con el mayor respeto, sin ofenderla jamás con propuestas indecorosas. Como la Presidenta es la única mujer casada que se le ha resistido, Valmont tiene que afinar al máximo el arte de la seducción razonada, una técnica de conquista por medios de silogismos galantes que la Ilustración puso de moda en los corrillos palaciegos. El mullido escritorio elegido para pergeñar su virtuosa epístola, llena de juramentos cursis, es una burla cruel de la retórica sentimental que en aquel tiempo, y en el actual, edulcora las pasiones viciadas de origen por una promiscua voluntad de poder.
Baudelaire era un devoto admirador de Las relaciones peligrosas, y algunos de sus biógrafos creen que llevó ese fervor al extremo de imitar la conducta de Valmont. El académico Felix Leaky ha conjeturado con razones muy convincentes que uno de sus mejores sonetos, El alba espiritual, fue escrito sobre un pupitre viviente cuando el poeta, después de una larga parranda, se amaneció con una putilla en un hotel de Versalles, donde, por cierto, no pudo pagar la cuenta por haberse gastado hasta el último franco. El tema del soneto, como el de casi toda su poesía, es la búsqueda de la belleza ideal en medio de la disipación: “Cuando en el alma de los disolutos el alba blanca y bermeja / se asocia con el ideal roedor, / por obra de un misterio vengador / en la bruta adormecida un ángel se despierta.” Por lo menos Baudelaire llamó “ángel” a la rústica meretriz que le sirvió de recargadera. Pero años después cometió una traición digna del cínico Valmont, pues le hizo creer a Madame Sabatier, una de sus admiradoras más devotas, que había compuesto el soneto para ella.
En la era del ciberespacio, la escritura carnal se ha deshumanizado a extremos que nunca soñaron los libertinos más ruines de la antigüedad. El famoso actor Charlie Sheen, el energúmeno favorito de los reporteros de espectáculos, no solo es adicto a las drogas duras, sino a las redes sociales, en particular al Twitter, del que no puede prescindir ni siquiera durante el coito. La estrella porno Bree Olson, quien se acostó con él en una orgía babilónica, denunció con enfado que Sheen “escribía tweets mientras tenía sexo conmigo” (El Universal,17-VII-2012). Hace tiempo vi una caricatura en la que dos amantes hacían el amor sin despegar la vista de sus lap-tops, una de ellas colocada en la grupa de la mujer, puesta bocabajo en decúbito prono, y la otra sobre la almohada de la cama. Me hizo gracia pero nunca pensé que la obsesión por estar en otra parte llegara a estropear los momentos de mayor felicidad terrenal. Ni Valmont ni Baudelaire cometieron la estupidez de ponerse a escribir en plena cópula: dejaban ese placer para el postre. No solo debe de haberlos disuadido la dificultad de remojar la pluma de ganso en el tintero mientras atendían a sus damas, sino su propia libido pecaminosa, que exige una concentración absoluta. O Sheen quería humillar a la actriz porno (algo bastante probable) o su patológica dependencia del iPhone ya le hizo perder el contacto con las fuentes de la vida. Para una figura mediática enferma de irrealidad, la vida verdadera es el mundo virtual en donde su presencia no puede faltar un instante. Ni siquiera las estrellas del cine porno han renunciado del todo a la intimidad, como lo prueba la queja de Bree Olson. Sheen, en cambio, actúa como si su ausencia temporal de las redes equivaliera a una muerte física. El cuerpo deseado puede esperar: lo impostergable es seguir en la lista de los trending topics. ~
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.