El ser y el tiempo

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Hay mucho tiempo, después, otro día, hay tiempo, murmuraba, equivocadamente, claro, no, no había después ni mucho tiempo ni otro día, como en el poema de Cavafis, había muy poco tiempo y ese poco se iba gastando muy aprisa. Y de pronto ya no quedaba nada, unos cuantos granos de arena en el reloj y se acabó. Eso es lo que siento ahora que voy a dejar Harvard. Se me pasó como agua y no entendí nada.

Y la inminencia de la partida la voy sintiendo como tiempo que agotó su futuro y ya va sólo fluyendo hacia el melancólico pasado. Y por eso miro ávidamente lugares y cosas. Tan ávidamente como los miraba cuando al llegar los iba descubriendo: escalones de la entrada, café, elevador, veleta en la torre blanca de la iglesia que localizo al atardecer cuando regreso a mi casa en camión, biblioteca, comedor de graduados, enorme, salón con el pequeño bronce de Dante Alighieri donde di clases, ventana de mi cubículo que mira a un costado de la biblioteca, tienda de quesos en la esquina de mi casa y los kilos que aumenté con el Fontina. Y la gente que se detiene y me saluda, “¿qué, ya te vas?, ¿cuándo te vas?”, gente amable, un poco con esa amabilidad que se manifiesta a los desahuciados, ya algo borrosa, fantasmal, como en los sueños.

Pero no me siento triste, nada triste, estoy alegre y animoso, quién sabe por qué. Hace rato tirando papeles en mi oficina me sorprendí cantando, en voz baja, pero cantando. Keep moving, sigue en movimiento, no ofrezcas blanco inmóvil a la decrepitud y esclerosis, evoluciona, no queda de otra. Y me gusta. Me repugna esa conseja griega que dice que lo mejor es no haber nacido y, si tienes la desgracia de ya haber nacido, que mueras joven. Para mí en la nada está el mal más absoluto.

Y lo único que no quisiera hacer ahora de ninguna manera y por ningún motivo es cuentas; no, ningún tipo de balance, lo que pasó pasó, lo que dejó de pasar dejó de pasar, no quiero moralejas.

 

 

Siento que escribí muy mal mientras estuve aquí. Es muy probable, la verdad es que escribía a México a regañadientes y siempre con la mente en otro lado. Al menos no dejé de escribir. Sólo ahora, aunque esté sentado en la silla giratoria de mi cubículo, aquí en el Boylston Hall en el Yard Viejo de Harvard, escribiendo en mi computadora de aquí, me estoy concentrando en lo que escribo para México. Otro signo de que ya empecé a viajar, in mente, y ya no estoy completamente en esta universidad, como antes.

 

 

El tiempo. Los tres éxtasis del tiempo, dice San Agustín, los inescapables presente, pasado y futuro. Cuando se lee o escribe un libro de historia, aunque los sucesos narrados son pasado, tienen que tener un futuro (que es ya también pasado para nosotros, en la mayoría de los casos). Y nosotros percibimos ese futuro del pasado (y pasado nuestro) como telón de fondo de lo que vamos leyendo o escribiendo. Digamos, por ejemplo, que en la narración del triunfo de Madero, están de algún modo el PRI, y su derrota después de setenta años, y la posibilidad o riesgo de que el partido vuelva al poder (es decir, el pasado tiene también un futuro que no ha llegado todavía).

Sin esta explicación no podría entenderse la frase que en una carta escribe Flaubert y que repite y analiza con fruición Walter Benjamin: “no sabes lo triste que tienes que estar para escribir sobre Cartago”. Y él sabía lo que decía porque estaba terminando su prodigiosa novela Salambó, que revive Cartago. Y Cartago, como sabemos, no tuvo futuro, los romanos lo cercenaron al final de la última Guerra Púnica demoliendo la ciudad y echando sal sobre sus ruinas.

El presente vive, no del pasado, sino del futuro, el futuro es alimento. Ese presente tenso hacia el futuro es difícil de captar con claridad en los libros de historia, a menos, claro, que su construcción tenga mucha claridad. Se capta, en cambio, con gran facilidad cuando leemos diarios; por ejemplo, en los diarios de la guerra, durante la Segunda Mundial, de Orwell, cuando el gran ensayista está convencido de que los alemanes van a desembarcar en Inglaterra y conjetura una y otra vez acerca de cómo se desarrollarán los hechos en la apurada situación, o en los diarios de Sartre cuando era soldado, para no salir de la misma guerra, y espera a los alemanes y supone equivocadamente también que esa guerra será como la otra, la Primera, espantosa, de trincheras, lodo y ratas. Suspenso, suspenso puro, eso es ante todo el tiempo.

Ser y tiempo. Como se ve, y decía el maestro Heidegger, estamos hechos de tiempo, somos tiempo, no tenemos naturaleza, sino historia, como gustaba decir a Ortega y Gasset. Y a propósito del profesor de Friburgo, el maestro del pensar dificultoso, me sorprendió que la publicación de las cartas a su mujer revelara que no sólo sostuvo el conocido affaire con Hannah Arendt, que alguien ha comparado al de Abelardo y Eloísa en la Edad Media, sino que fue mujeriego incansable, seductor afortunado con variada y copiosa vida erótica. Su mujer, la dulce Elfriede, a quien escribía llamándola dulce alma mía, lo dejaba hacer. Ella también, en algún momento, ya casada, se había encontrado al novio de su infancia, ya profesor de medicina, joven y, dicen, muy guapo y había vuelto a enamorarse de él. Le escribió a su esposo contándole el predicamento en que se hallaba. El maestro respondió: vale más el ser que el conocer. Pese a eso, ella se entregó a ese amor y tuvo un hijo, que Heidegger, muy liberal, crió como suyo.

Y yo que creía quién sabe por qué que Heidegger sólo se entretenía divagando por la Selva Negra abstraído por completo en la meditación metafísica. ~

 

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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