El tiempo recobrado: Lartigue en el Pompidou

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Una iniciática y emocionante mañana del año 1900, el burgués Henri Lartigue le regaló una cámara fotográfica a su privilegiado hijo de seis años. El inmenso pequeño Jacques Henri insistió en estrenarla de inmediato y algo hizo clic, y a partir de entonces y hasta el final no dejó de hacer clic. Hombres contemplando el mar rompiendo contra las escolleras, olas súbitamente sólidas y suspendidas, mujeres en el aire, aviones estrellándose, parques y bulevares y departamentos, damas de alta sociedad y jóvenes de baja estofa enmarcados en la misma fiesta, autos de carrera a toda velocidad, patinadores y bañistas y atletas y todo lo que se mueva por el solo placer de inmovilizarlo.
     “Mi deseo reside en el intento de atrapar para siempre ese milagro casi secreto que se esconde adentro de un segundo”, respondía Jacques Henri Lartigue a todo aquel que le preguntaba cuál era su credo artístico. Y agregaba: “Aunque sería presuntuoso definirlo como credo artístico, porque yo no fui ni soy ni seré más que un eterno amateur.”
     En estos días, el Centre Pompidou de París exhibe el deseo concedido al aficionado más profesional y admirado de toda la historia de la fotografía.
     UNO. La megaexposición Lartigue: L’Album d’une Vie es —también— el deseo largamente formulado y finalmente hecho realidad para todo aquel aficionado a Lartigue. Y somos legión. Lartigue le gusta, especialmente, a los escritores, y el otro día conversando con Enrique Vila-Matas llegamos a la conclusión de que Lartigue le gusta tanto a los nuestros porque —al igual que lo que nos sucede con el músico Erik Satie o con el pintor Edward Hopper— las fotos de Lartigue están misteriosamente cerca de la literatura. Es decir: son fotos narrativas, cuentan historias. Uno las mira y cuesta muy poco imaginar positivamente lo que sucedió antes y sucedió luego de la brevísima e inmortal exposición del negativo. Y no es casual —para seguir en lo literario— que las fotografías de Lartigue suelan agraciar las portadas de las ediciones de bolsillo de Marcel Proust, y está muy bien que así sea. La intención y la voracidad fueron exactamente las mismas para el novelista y el fotógrafo: recuperar el tiempo. Y la formidable importancia de esta megarretrospectiva en el Pompidou es —más allá del placer experimentado por ver mucho Lartigue reunido— que los modales y la exposición de la muestra devuelve todas esas fotos que hasta ahora vimos aisladas en marcos, en postales, en páginas o en tapas de libros a su verdadero ecosistema: el álbum de fotos. Porque —sépanlo— la intención verdadera y fundante de Lartigue fue la de narrar su vida y la de los suyos. Y llenar álbumes en cuyas páginas aparecen siempre —escritas a lápiz, en la parte superior— las letras t.b. o t.t.b seguidas de una pequeña descripción y circunstancias de la foto. Las iniciales significan Trés beau o Trés Trés Beau.
     Lo que se muestra por primera vez aquí y ahora —como si se tratara de papiros, de códices, de manuscritos iluminados— son estos álbumes íntimos y hasta ahora secretos salvo para los amigos que visitaban los perfectamente catalogados archivos del fotógrafo, con más de treinta mil negativos, como si se trataran de salones sagrados de un tiempo en animación suspendida. La súbita e inesperada visión de estos cuadernos grandes y pesados devuelve, sí, al genio a la botella del amateur y, claro, lo convierte en alguien aún más genial de lo que era.
     DOS.

Porque —sépanlo también— Lartigue no era un fotógrafo exhibicionista. Lartigue recién consintió en exponer sus fotos en 1963, en un homenaje que le hizo el Museum of Modern Art —una de las salas de este Pompidou reproduce aquella exposición— cuando cumplió 68 años y tanto líquido revelador había pasado bajo el puente. Hasta entonces, Lartigue se había limitado a mostrar sus pinturas. Las fotos eran para consumo interno y privado.
     Lo que hace todavía más misterioso o no el modo en que la mirada de Lartigue —con una aparente ausencia de estilo y desde el anonimato de la timidez y la humildad, pero funcionando como una esponja de las épocas— se haya adelantado (se lo comprueba con sólo leer las fechas) a casi todos. A Diane Arbus (esa gente en fila con máscaras de papel), a Walker Evans (esos posters rotos mostrando los ladrillos de la pared que late ahí abajo), a Brassai (esa manera de “hacer la calle”; ver su serie sobre el Día de la Victoria en París), a Herbert List (esas tomas “desde arriba”), a Annie Leibowitz (esa necesidad de meter a famosos en el agua de piscinas y fotografiarlos con el pelo mojado o esconder sus rostros detrás de obstáculos), y a Richard Avedon (esa manera casi antropológica de ordenar sus especímenes), quien escribió:

Yo creo que Lartigue es el fotógrafo más engañosamente simple y penetrante en toda la historia de nuestro oficio. Mientras sus mayores y sus contemporáneos estaban preocupados por seguir viejas tradiciones o descubrir nuevos territorios, Lartigue hizo lo que nadie había hecho hasta entonces: fotografiar su propia vida, consciente de que los secretos más poderosos se esconden detrás de las cosas más pequeñas. Así, tenemos a toda su familia metida toda junta en la misma cama; a una prima saltando en el Bois de Boulogne; a dos tíos peleando con almohadas junto a los bordes de una piscina; a amiguitos súbitamente dotados de la transparencia de fantasmas… Todo un mundo; y, al verlo preservado en estas fotos casuales y afectuosas tomadas, sí, por amor al arte, nos invade una rara mezcla de tristeza y alegría; porque nos permiten recuperar toda una época y al mismo tiempo nos hacen tan conscientes de lo que hemos perdido para siempre.
     Así, ahora que lo pienso —por más que haya vivido y fotografiado hasta casi el último día de su vida, en 1986—, Lartigue jamás perdió esa inocencia perfecta del niño prodigio que —al recibir su primera cámara— escribió en su diario: “Ahora tengo el poder de sacar fotos de todo… ¡Todo! Estoy muy seguro que serán muchas las cosas que me pedirán que les tome un retrato. ¡Y yo obedeceré las órdenes de todas ellas!”
     TRES. Por más que Lartigue: L’Album d’une Vie abarca la totalidad de la obra de un fotógrafo constante y longevo —y llega a incluir fotos en rodajes de Truffaut o minifaldas en Saint Germain ’68—, son sus fotos clásicas las que no han envejecido y parecen ofrecer despachos del presente de otro planeta, más que postales del pasado del nuestro. Incluso su materialización en la sexta planta del remodelado Pompidou —y su moderna disposición en salitas/cuartos oscuros donde podemos apreciar hasta sus experimentos tridimensionales y “estereoscópicos”— produce un efecto extraño, desconcertante: el alguna vez modernísimo Pompidou parece más antiguo que todo lo que se ve en esas fotografías en las que el mar rompe contra los malecones de Biarritz. La diferencia está clara: nuestro efímero presente se mueve y sale movido; el eterno presente de Lartigue, en cambio, nos ofrece su mejor perfil.

Así, uno no vacila a la hora de pagar por el un poco caro pero súbitamente imprescindible catálogo color amarillo de la exposición. La obra maestra de alguien que tenía el don de capturar a la escurridiza belleza del movimiento inmóvil no tiene precio.
     Salgo del Pompidou pensando en qué hubiera pensado Lartigue de la técnica bullet-time desarrollada para Matrix; en si le hubiera gustado a Lartigue el libro que estoy leyendo (The Hauntig of L., de Howard Norman, donde se cuenta la historia del fotógrafo loco Vienna Linn quien, a principios del siglo XX, provoca catástrofes de trenes y aviones para poder fotografiarlas en el “momento preciso” y así capturar el instante definitivo en que el alma deja el cuerpo); preguntándome qué hubiera dicho Lartigue de esas fotos de antorchas humanas inmolándose en París en protesta contra las redadas contra los Muyahidin del Pueblo.
     No creo que nada de esto le hubiera parecido t.b. o, mucho menos, t.t.b.
     Y hace tanto calor.
     Así que me tomo una ineficaz Cocá-Colá fría —que tiene sabor a caliente aunque el vendedor me asegure lo contrario— y vuelvo a entrar a las muy bien aireadas y acondicionadas salas de Lartigue: L’Album d’une Vie. Voy a quedarme aquí todo el día.
     Lartigue refresca mejor y en alguna parte —tan cerca y tan lejos— un niño recibe de regalo su primera cámara fotográfica.
     Y mira a su alrededor.
     Y algo hace clic.
     Dice Enrique Vila-Matas en “Bailando con Lartigue”:

Si un libro me ha traído fortuna literaria, éste sin duda es Historia abreviada de la literatura portátil, publicado en 1985, con una foto de Lartigue en la portada: “Gran Prix Automobile, La Beule 1929”. Me resulta imposible disociar ese libro de la fotografía de la portada. Fue Herralde, el editor, quien la colocó ahí y, por circunstancias de la época (yo en aquellos días me pasaba todo el día bailando), la colocó sin consultarme. De modo que mi sorpresa —agradable— al ver esa foto en la portada de mi libro fue para mí —y creo que exclusivamente para mí— inolvidable. Eso sí, seguí bailando. Herralde la debió elegir, entre otras cosas, por la fecha de 1929, pues la conspiración portátil pertenece a los años veinte. Lo cierto es que, de forma no deliberada y más bien intuitiva, mis portadas pasaron a ser todas en blanco y negro y todas de Lartigue o bien de August Sander. El blanco y negro de las portadas de mis libros en Anagrama ha acabado por constituir un sello de diferencia. No puedo recordar más que con una gran sonrisa la crítica feroz que me llegó de México el día en que publiqué Extraña forma de vida con un cuadro multicolor bastante horrendo de un italiano que no recuerdo y que Herralde y yo colocamos a última hora por un problema de prisas (yo seguía bailando) y por no haber encontrado nada de Lartigue que nos pareciera adecuado. La crítica del crítico mexicano atribuía al editor (cuando yo tenía la misma culpa en el error) el incalificable hecho de que la portada del libro no fuera ni de Lartigue ni en blanco y negro. Hoy en día ese crítico se dedica sólo a la crítica de portadas. En cuanto a mí, sigo escribiendo libros, pero ya ni por casualidad se me ocurre prescindir de la foto en blanco y negro para la portada de mis bailarines —es un decir— libros. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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