El TTIP como atajo ideológico

Los defensores del TTIP necesitan explicar que el tratado crea ganadores y perdedores, pero también que es posible compensar a estos últimos.
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Es posible que el TTIP no sea tan malo como lo pintan sus críticos ni tan bueno como afirman sus defensores. Como toda política pública, crea ganadores y perdedores. La izquierda más crítica con el tratado ha asumido que solo crea perdedores, la derecha favorable a él que solo crea ganadores. Ambos utilizan un atajo ideológico que convierte una intuición en una convicción: el tratado pone en peligro nuestros valores y nuestra soberanía, el tratado nos permite liberalizar la economía y crecer sin costes.

Los críticos con el TTIP están bien movilizados y son efectivos porque el tema es complejo. Cuanto más compleja es una medida política, más fácil suele ser su oposición. Muchas veces la crítica es demagógica. Los defensores del TTIP también pueden ser demagogos, pero no pueden apelar a aspectos emocionales o a eslóganes tan efectivos como los que utilizan sus críticos (“soberanía nacional”, “caballo de Troya”, “pérdida de derechos”); su alternativa es una explicación técnica sobre los beneficios aparentes de los tratados comerciales. Frente al discurso que dice que el supermercado del barrio tendrá que cerrar por la competencia americana solo caben argumentos sobre la eliminación de barreras no arancelarias o un potencial crecimiento económico.

Ocurre lo mismo con el debate de la reforma del artículo 135 de la Constitución española (aprobada por PSOE y PP en 2011), que consagra la estabilidad presupuestaria. Partidos como IU o Podemos han convertido la lucha contra ese artículo en un símbolo de la defensa de la soberanía nacional. Su crítica es efectiva porque puede resumirse en una frase: permite anteponer el pago de la deuda al de los servicios públicos básicos. La defensa de la medida es mucho más complicada: primero hay que explicar qué es deuda y qué es déficit.

El TTIP es un símbolo de la globalización en una época de escepticismo hacia ella. Como escribe Federico Steinberg en el semanario Ahora, “en el pasado los ciudadanos […] veían en la liberalización comercial una herramienta para acceder a una mayor variedad de productos a precios más bajos […] Hoy, en sociedades ricas, avanzadas y cada vez más posmaterialistas, los ciudadanos entienden que, en tanto que consumidores, la liberalización puede poner en jaque algunos principios y valores de los que están orgullosos”. Como explica, los roles se han invertido: antes eran los empresarios los proteccionistas, que buscaban mantener un mercado cautivo para evitar la competencia, y los consumidores los favorables a la liberalización; ahora, salvo sectores como el agrícola, son los empresarios los favorables a una liberalización, y los consumidores los proteccionistas.

Muchas objeciones al tratado son sentimentales: preservar una pureza que ya no existe, como si la Europa actual fuera un continente proteccionista y cerrado al mundo. Otras son más sensatas: el miedo a que Europa ceda en el principio de precaución, que implica tomar medidas preventivas con productos en los que no existe suficiente evidencia científica sobre su seguridad (retirándolos del mercado o limitando su comercialización).

Los favorables al tratado no pueden negar que crea perdedores, y que es preciso realizar cesiones. Pero pueden explicar que es posible compensar a esos perdedores. Con cada avance en integración Europa ha compensado a los sectores más desfavorecidos. A veces, creando nuevos problemas. Tony Judt escribía en ¿Una gran ilusión? Un ensayo sobre Europa que una de las motivaciones de la creación de la Política Agraria Comunitaria (PAC), que subvenciona el campo y lo protege de la competencia, era evitar que el sector agrícola sucumbiera a las tentaciones del fascismo y la ultraderecha. La Europa de posguerra tenía mayores motivos para preocuparse por la vuelta del fascismo que la actual. Pero en una UE que coquetea con el repliegue hacia las soberanías nacionales y con la ultraderecha, lo sexy es la defensa de la aldea y no la eliminación de aranceles.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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