El viento inmóvil de Barcelona

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En Barcelona los niños juegan en las plazas hasta más tarde. Como en Andalucía, pero lo de Andalucía es otra cosa. En Barcelona la luz se alarga. En febrero no es difícil ver a gente en mangas de camisa, una forma de identificar a esa gente como extranjera (ahora, por los visitantes, la ciudad alarga la lista de las ciudades internacionales). Sin embargo los barceloneses se empeñan en que es invierno, y uno diría al comienzo que no es una opinión meteorológica sino cuestión de lucir lo que compran en las boutiques más bonitas y mejor puestas de Europa. “Barcelona es el París del Mediterráneo”, me repitió hace poco una amiga española que vive en Roma, mientras íbamos a comprar un desatascador para su nariz.

Cierto: es como París por la extraordinaria sensación de pasear por sus calles como por un teatro… o una película. Una película de amor y lujo… En todo caso de lujo. Pues en Barcelona, como en París, hace frío. Cada uno en su escala, ése es uno de los secretos mejor guardados de las dos ciudades.

En Barcelona hace un frío inesperado que asciende desde el mar por las Ramblas hasta lo alto del Tibidabo y de Sarriá y se desliza astuto y con sigilo por toda la ciudad. Y con mucha eficacia. Era el responsable del atasco en la nariz de mi amiga, y en buena parte gracias a él –voy comprendiendo muchos años después– soy escritor.

Sí, porque esa corriente era la que me acostaba de niño con fiebrones de cuarenta grados después de salir a jugar con barquitos de vela en una suerte de alberca en lo alto de la calle General Goded, hoy Pau Casals, y que, pese a bufandas más propias de Berlín y la vigilancia de los mayores, me cogía por la garganta y no me soltaba en ocho días.

Quizá sería fácil hacer hoy la prueba y comprobar si es o no esa corriente la creadora de la fiebre, pues el escenario se mantiene casi incorrupto. Casi. Si espero lo suficiente, por la ventana de mi antigua casa se termina por asomar el fantasma de mi abuela con su pelo tan blanco que parecía un ideal moral. En el estanque del parque del Turó viven, si no los mismos, por lo menos los descendientes directos –tienen un aire de familia– de los peces rojos que paseaban entonces bajo los nenúfares y otras plantas de agua de uno de los estanques más bonitos y pacíficos de España. Y en la calle casi todo sigue igual salvo que en la puerta del pequeño parque, donde antes vendían chufas y tebeos del Capitán Trueno, el Jabato y Roberto Alcázar y Pedrín, la pileta de los barcos ha sido sustituida por uno de esos adefesios que se encargan los alcaldes para asegurarse una posteridad que de otro modo sería, seguro, ingrata y olvidadiza.

Estaba diciendo que, si hoy escribo, es en parte como consecuencia de aquel viento sutil, más invisible de lo normal –pues en Barcelona no hay casi hojas otoñales que dibujen en el aire el tiempo que pasa mientras inspiran poemas sobre la fugacidad de la vida–, que me acostaba con fiebrones de cuarenta y más grados para colocarme en el límite de la realidad. Literalmente: en un par de ocasiones estuve a punto de morir por una enfermedad de la garganta que ya no existe, o al menos eso es lo que recuerdo y ya no tengo fuentes para ir a contrastar mi verdad histórica. ¿Dónde se encuentran las fuentes de los hechos minúsculos: la casi muerte de un niño por una enfermedad desaparecida? No hay archivos ni testigos, sólo fantasmas y por lo general la gente no cree a los fantasmas. Ni siquiera los ven, o sea que cómo van siquiera a reconocerlos. Además la Barcelona de hoy es tan elegante y llena de boutiques (las mismas de entonces por otra parte), y en tantos idiomas… que no queda sitio para hechos minúsculos.

En mi casa no había televisión, y pese a su juventud –habíamos nacido más o menos al tiempo–, eso ya era una suerte de exotismo y también me colocaba en otro límite de la realidad, al menos respecto a mi patio de recreo, en el liceo francés de la calle Munner, que era buena parte de mi universo: por lo menos la mitad de la galaxia.

Por si eso no bastara, la mía era una casa bastante extraña en la que todos leían. Desde las novelas de Stephan Zweig y Pearl Buck que le leían a mi abuela a los libros de Verne y de Salgari de mi hermano, todos leían e instalaban la casa en un universo paralelo, muy animado y ajeno a esa calle del general Goded donde lo que más se movía eran los barquitos de los niños, y ese estanque de los nenúfares, dentro del parque, en el que lo único a lo que se agarraba el tiempo para ir pasando –como el griego aquel que caminaba para demostrar el movimiento– eran los peces.

Lo del universo paralelo es algo que tardé en reconocer. Porque, entonces, más que paralelo, era un universo enemigo que me mantenía fuera, como un inmigrante sin visado.

El hecho es que durante mucho tiempo yo no leí.

Ésa es otra cosa que no sé: cuánto tiempo. No pudo ser mucho pero no importa, para mí lo fue. Horas y horas y días y días y meses y meses de un aburrimiento en el que no se sabía qué era peor, si el aburrimiento en tanto que tal, que dirían los filósofos, o la indiferencia que creaba alrededor. A nadie le importaba un comino (una expresión de entonces) y me dejaban pudrirme en él como si fuera una suerte de cenicienta y los demás todos madrastras.

Era como se ve una situación desesperada, que dicen en las películas, y me pregunto qué habría ocurrido de no ser por un par de circunstancias determinantes. Una es que, en cierta ocasión, hacia la mitad de mis años barceloneses, la corriente que me agarraba por la garganta en la pileta de los barcos estuvo a punto de matarme. Es algo que cuesta hoy imaginar porque, al no existir ya esa enfermedad, parece imaginaria, literaria en el mal sentido (que jamás usan los escritores). Me ahorro su relato porque me arriesgaría a no ser creído, y paso a sus consecuencias, que fueron literarias y nunca mejor dicho. Pues pronto se agotaron los juguetes con que mis padres me habían sobornado para que me dejase poner, una a una, las muchas inyecciones con que entonces se combatía esa enfermedad. Unas horas, en una guerra de trincheras, a vida o muerte. Y a mí no me quedó más remedio, en la larga posguerra, que coger alguno de los libros que tenían abducidos a mi hermano, a mi abuela, a las muchachas que escuchaban novelas en la radio, y a mis padres. Insomne, mi padre se iba a la cama con dos o tres novelas al tiempo… cuando estaba en Barcelona.

Y ésa es la segunda circunstancia decisiva: mi padre era un políglota y un viajero, un español no tan raro aunque sí para esta época, y además contaba sus viajes con una característica que es de las que más me han marcado como escritor: contaba a medias. Evocaba un sitio, una trama, un personaje con la soltura y solvencia del viajero de verdad… –también evocaba idiomas, por ejemplo–, y luego se interrumpía. Quiere decirse que no terminaba de contar el dónde, el cuándo y, sobre todo –sobre todo– el porqué. Y si uno se lo preguntaba, se limitaba a sonreír con la satisfacción del malabarista. Con lo cual sus cuentos tenían fuerza de estrellas, de cometas, pero, como ellos, permanecían aislados, sin aparente contacto con el mundo real. Si a ello se añaden los relatos de mi madre de su infancia en fincas colombianas medio salvajes, con caballos de nombres novelescos que hacían de compañeros de aventura mientras serpientes de múltiples colores les hacían encabritar y desbocarse, se puede comenzar a intuir el efecto de todos esos cuentos en un muchacho en la Barcelona inmóvil de la época.

Y la primera consecuencia es que en cierto modo me hacían distinto en el patio del colegio, donde los temas eran la televisión que yo no veía y Kubala, el Ronaldinho de la época, a quien me costaba ver como un héroe porque su hijo jugaba conmigo. Básicamente era porque mis cuentos de referencia resultaban lejanos y los de mis compañeros cercanos. No tanto como se insiste: sólo dos hablaban en catalán entre ellos, y con libertad, y cambiaban al castellano con los demás. Sea como fuere, ahí me nació, supongo, el fatalismo de creer que la verdad literaria es intransferible. O como mínimo solitaria.

Otras dos cosas se movían, aparte de los barcos y los peces del Turó (y los patinadores). Mis primas, a quienes, al ser muy guapas y algo mayores que yo (también más altas), les pasaban cosas y vivían una vida que yo alcanzaba a intuir, a la vuelta a la esquina, del mismo modo que un prisionero puede intuir cosas en el canto de los pájaros.

La otra era el liceo francés. Podía haber sido el alemán o el italiano, pero era el francés y eso significaba otro país donde a juzgar por sus libros y su idioma, sus juegos y costumbres, se encontraba en un mundo bastante más ajetreado e imprevisto que ese patio de recreo en el que los temas eran el Barça y Kubala, la tele de entonces (imagínensela porque yo no la puedo contar) y el Capitán Trueno. Como en cualquier tiempo y lugar visto desde un patio de colegio, se dirá, pero creo que esto era otra cosa.

He vuelto a Barcelona bastantes veces desde entonces, y sólo con el ejercicio de intentarlo de nuevo una y otra vez he terminado por distinguir lo que me gusta mucho y lo que se mantiene, y todavía no alcanzo a ver lo sustancioso, si lo hay, que ha cambiado de verdad. Las ciudades… ¿cambian?

Lo que me gusta mucho es la luz, claro, la tibieza, el Mediterráneo (aunque echo de menos las tormentas y las gaviotas), ese envidiable pasado culto y modernista, con sus edificios gloriosos, y tantas otras cosas que no repito para no caer en la postal. Y lo que continúa es algo, ahora lo sé, que alcancé a percibir en aquella Barcelona de hace mucho. Y es que si en ella hasta el viento parece inmóvil es porque lo está. Porque se cree que está y es el centro del mundo.

Ese espejismo tan español que se puede percibir, con diferentes intensidades, cierto, desde Finisterre hasta Sevilla y desde Bilbao hasta Barcelona. Ahí se ve tanto como esa preciosa torre de comunicaciones en forma de relámpago. ~

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Pedro Sorela es periodista.


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