La señora tiene una blusa de flores que le ensancha el cuerpo en la caída. A su alrededor, puertas; ocho, diez. Luce como abuela, habla como tal: “Podemos hacerlas en bajorrelieve siempre y cuando no quieras vidrio. Tiene una lámina de acero calibre 14, 16 barras de acero y marco de 90 centímetros”. La abuela atiende un negocio de puertas de seguridad, pero esa que me ofrece no es una cualquiera.
El Centro Comercial San Ignacio está ubicado en una de las zonas más privilegiadas del adinerado municipio de Chacao, al este de la capital venezolana. Entre el año 2000 y 2010 fue el lugar para ver y ser visto en la noche caraqueña, aunque muchos de los negocios que antes abrían hasta el amanecer hoy son mansas tiendas de té, helado de yogurt, comida de mala calidad, puertas. La vitrina de esta pasaría desapercibida de no ser por lo que anuncia en letras de molde bien grandes: “Puertas blindadas anti-Kalashnikov”. Y la gente que pasa como si nada.
Entiéndase por calibre 14 una lámina de 14 centímetros de grosor. Entiéndase por Kalashnikov un rifle de asalto ruso con proyectiles de 4 centímetro de largo
Según SIPRI (Stockholm International Peace Research Institute), Venezuela aumentó 555% las importaciones de armas entre 2007 y 2011 y actualmente ocupa el lugar 15 entre los principales importadores del mundo. Muchos de esos acuerdos son con el gobierno ruso y las relaciones se han estrechado hasta el punto de que el país tiene licencia para manufacturar Kalashnikovs en lugar de importarlas. Esos indicadores llevaron a una prohibición de venta de armas a la población civil el pasado 1 de junio, pero el problema está en las que circulan ilegalmente: entre 9 y 15 millones según el Ministerio de Interior y Justicia.
Una ecuación.
Valor conocido: el ministro Tarek El Aissami reconoce que “92% de los homicidios en Venezuela ocurren por mala tenencia de armas de fuego”. Valor conocido: Caracas es la sexta ciudad más violenta del mundo. Incógnita: hoy el país tiene la sensación lógica de vivir una jornada que puede cambiar el futuro de la política. Y los cambios dan miedo. Y el miedo en este caso no es simbólico.
En la fila del banco dos mujeres de sesenta y tantos conversan: “¿Has conseguido sardinas en aceite? En el supermercado solo hay en salsa de tomate, pero a mi hija no le gustan”. Variaciones de esa frase se escuchan en varios lugares del este caraqueño y ayer los más descuidados se agolparon en cajas registradoras de supermercados para completar su particular “Kit del 7 de octubre”. Enlatados, leche en polvo, velas, queso de larga duración y mucho papel higiénico. En un reconocido local de la urbanización Santa Eduvigis, antes del mediodía ya habían repuesto tres veces un anaquel de cuatro estantes y diez metros de largo lleno de papel higiénico. No hay que ser muy suspicaz para adivinar la relación directa entre ese particular patrón de consumo y la expresión última del miedo.
“Es que no sabemos si van a salir los malandros”, me explica una madre que representa cierta sospecha extendida de que ante la eventual victoria opositora las cosas se pueden poner difíciles. Puede que no sepa lo de las 15 millones de armas, pero es un secreto a voces que el gobierno ha facilitado esa distribución. Hace dos días, un líder del grupo paramilitar de los Tupamaros, Alberto Carías, explicó en entrevista al diario español ABC que si hoy ven agitación en la calle el movimiento le dará “plomo a la oposición”. Son esos mensajes bajo el velo de la impunidad los que durante los últimos seis meses han disparado la venta de puertas anti-Kalashnikov por un precio que ronda los 4,000 dólares. Instalación no incluida.
Un viaje de este a oeste en el metro de Caracas revela actitudes muy distintas. Hay vendedores de llaveros-linterna que “duran prendidos más de 48 horas ante cualquier eventualidad”, pero no existen compras nerviosas en las zonas más pobres. Está la explicación sencilla de que son personas con menos dinero y también está la triste especulación de que la vida no significa los mismo para todas las personas. El miedo no siempre se manifiesta.
Antímano es un barrio pobre que se hace más oscuro y laberíntico a medida que las chabolas (en Venezuela, “ranchos”) se encaraman unas sobre otras como quien construye una torre de cartas. Las montañas que rodean Caracas han hecho que la mayoría de zonas populares se distribuyan en las faldas de los cerros y ese orden vertical, por definición jerárquico, se ha convertido en factor esencial para explicar la violencia. El que está arriba, controla.
Decirle calle a la Calle Corazón de Jesús es un ejercicio de optimismo, pero acordemos por ahora que eso es una calle y que María vive 800 metros hacia arriba, entre escaleras y esquinas que anulan la visibilidad y techos de zinc oxidado que sobresalen y funcionan como balcones de vigilancia. Su rancho huele a tierra húmeda y agua estancada luego de tres días seguidos de intensas lluvias, pero lo importante aquí no es que la calle no sea una calle ni que el camino sea una amenaza ni que los electrodomésticos se vean en buen estado. Lo importante es lo que, también acordemos, se llama habitación y la pared que da hacia el cerro y la ventana que está diagonal a la pared. Algún despistado pensaría que los cuatro breves orificios sobre los ladrillos y el cemento son accidentales: “Estos dos son de un tiroteo. Si no fuera estado en el piso no estaría aquí”. Los otros dos, me dice María, son de momentos distintos pero ella no estaba en la casa cuando se abrieron plomo. “Mañana voto por Capriles. Esta mierda no puede seguir así.”
En mi caminata por Antímano María fue excepcional. No porque tuviera una historia de violencia sino por la decisión electoral.
–¿A ti te ha tocado el hampa?
Hace dos esquinas perdí la Calle el Rosario y camino junto a Yenifer.
–Escríbelo con “Y”.
No debe tener más de 35 años pero ya sabe lo que es perder un hijo. Se lo mataron, dice, porque era un malandro “y a los malandros los matan”. Le quedan dos hijos más, uno “bien portado”; la otra, “medio malandra”. Pero Yenifer es resignación y no veo media mueca de duda cuando me cuenta que no, que mañana no vota por nadie porque “eso no sirve para nada”. Chávez ha perdido la esperanza de algunos votantes así. Capriles ha tratado de ganarla, sin embargo el discurso oficial aún cala hondo y lejos del optimismo que manifiestan ciertos sectores opositores, la elección de hoy demuestra cuán potente es el liderazgo de Chávez.
A Yorlan le dispararon en la pantorrilla izquierda. Muestra las cicatrices de entrada y de salida con orgullo porque no le pasó nada. Sonríe y grita “Chávez” mientras levanta la mano y lo aplauden dos curiosos en la entrada de otro rancho, pero la que más me sorprende es Gledys. Tal vez 50 años. Tal vez madre de varios. “A mi hijo me lo mataron pero eso es culpa de los ricos. Yo voto Chávez hasta el dos mil siempre.”
Para el momento en que esta nota sea publicada Gledys y Yorlan ya habrán votado, animados por el toque de diana que activa el chavismo a las tres de la mañana. María lo hará un poco más tarde, aparentemente con rabia y sin miedo. Al otro extremo de la ciudad, alguien pasa la llave en la cerradura de una puerta blindada. Tres vueltas de izquierda a derecha. Y Yenifer se come las mismas sardinas que otro guarda. Si tienen o no salsa de tomate, seguramente le da igual.
Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.