Violadas y preñadas por el régimen de Bashar al Asad

El régimen sirio ha torturado física y sexualmente a sus opositoras. El estigma del abuso complica la recuperación de las sobrevivientes y provoca el rechazo de sus familias.
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Warda tiene fobia a los gatos. La tiene desde que sus celadores en la 4 División Acorazada del régimen sirio en Hama tuvieron la ocurrencia de traer gatos negros después de las torturas para que lamieran la espesa capa de sangre que discurría por los corredores.

Durante un mes y medio, después de los interrogatorios, después de torturas para las que se han tenido que inventar nombres nuevos, cuando los demás dormían, las llevaban de madrugada a sus oficinas. Warda compartía celda con otras tres mujeres: una embarazada de unos veinticinco años, una virgen de veintiuno y la mayor, de 55. “Nos metían ahí como animales, y llamaban a otros hombres. Y había una mesa con bebidas alcohólicas y arak (un anís levantino). Nos obligaban a beber, y si nos negábamos, derramaban el vino sobre nosotras.”

Warda ha esperado durante cinco horas para relatar su historia. Tanto ella como el resto del grupo han escogido nombres diferentes para la entrevista por su seguridad. Ella y otras 35 refugiadas sirias reciben apoyo de un empresario para tomar terapia o salir adelante. Están reunidas en un local recién construido de Reyhanli, a escasos kilómetros de la frontera siria. Fuera, el martilleo de unas obras y el calor del mediodía. Algunas llevan hiyab, otras niqab. Warda cubre su pelo con un pañuelo blanco, viste de negro, es la única que calza sandalias. Warda escucha acurrucada en un sofá. A ratos hiperventila, contiene las lágrimas con ira. Cuando todas se han ido, dice que quiere hablar.

“Estoy enfadada por mi amiga, que era una niña y la forzaron a ser mujer delante de mí. Ahora vive en Estambul, me rompe el corazón. Juro, juro por los mártires… ¡que la chica no bebía arak! Pobrecilla… Cuando recuperaba la conciencia, la cubríamos con nuestra ropa.”

El jefe de la División repetía el mismo ritual macabro cada noche. “Cada noche, cada noche durante un mes y medio. Mi amiga, la hija de Saraj, empezó a sangrar. Cuando empezábamos a sangrar, nos daban alcohol, nos pegaban.”

Como el resto de sus compañeras, el delito de Warda, una antigua funcionaria de 32 años, había sido socorrer a los heridos tras unirse a las protestas de 2011 contra el régimen sirio que desencadenaron un conflicto cuyo horror no parece tener límites.

El suyo es uno de los miles de casos documentados de mujeres de la oposición que acabaron en las prisiones del régimen, donde sufrieron vejaciones, tortura, violaciones y muerte. Un informe de la ONU publicado en marzo y basado en más de cuatrocientas entrevistas concluye que estos y otros delitos cometidos en menor número por grupos de la oposición constituyen crímenes de guerra y delitos contra la humanidad.

Según cifras de la ONU, más de 220,000 sirios han fallecido en el conflicto, dato que algunas ONG elevan a medio millón. Once millones de personas, la mitad de la población siria, han sido desplazadas. El Syrian Network for Human Rights (SN4HR) ha contabilizado hasta la fecha 85,000 casos de desapariciones forzadas, en su aplastante mayoría en centros de detención del régimen. La ONG turca islamista IHH asegura haber documentado con nombres y apellidos la desaparición de más de trece mil mujeres y niñas, de las cuales la mitad fueron violadas.

“Al final nos volvimos todas locas. Por el alcohol, por los golpes, por las torturas. Escuchábamos los gritos de los hombres mientras los torturaban. ¡Oh Alá, Alá…! Recuerdo a uno, estaba gritando: ‘Por favor, señor, por favor, por el amor de Dios…’ No sé qué pasó con él. Se quedó como sin voz. Después de unos quince minutos, ya no lo escuchamos más. El funcionario gritó a alguien: ‘¡Vete a amontonarlo con sus amigos!’ El otro dijo: ‘Oh, señor, se ha muerto’, y respondió: ‘Maldita sea su alma.’ Lo juro, lo juro que fue así.”

Eran las siete y media cuando la embarazada, que estaba comiendo, se puso de parto, recuerda Warda, que empieza a prolongar los silencios. La joven estaba embarazada de siete meses de su marido, que se había unido a las fuerzas de oposición. Sus torturadores estaban presentes durante el parto. “Era tan guapa… Cuando el bebé nació, lo mataron delante de ella. Se volvió loca.”

Luego les vendaron los ojos, las llevaron a otra celda para interrogarlas. “Y entonces vi la habitación, la habitación donde había escuchado a aquel hombre clamando piedad. Juro por Dios, juro que la sangre me llegaba hasta las rodillas.”

Los recuerdos detallados, el pánico y la ansiedad manifiestos cuando rememoran su calvario en las prisiones del régimen son difíciles de fingir. El empresario que las ayuda, Abu Ahmed, rompe a llorar. También el médico que traduce.

Cinco mujeres han ido contando sus relatos. Casi todas fueron violadas durante su cautiverio, cuenta el empresario Abu Ahmed, pero ese recuerdo está sellado. Es un abismo difícil de abordar. Abundan en digresiones que duran una, dos horas, en detalles de cómo se unieron a las protestas, las flores que les daban a los soldados en son de paz, el primer niño acribillado, el dinero que llevaban encima en su huida, la cantidad de leche que introdujeron en la ciudad asediada, el puesto de control donde las detuvieron, las instalaciones en las que las torturaron, los nombres de sus torturadores, el olor, los sonidos, los gritos, la sangre, los cadáveres.

Aquí nadie menciona la palabra violación. En este local se le llama interrogatorio, tortura.

La mayor, totalmente cubierta con un hiyab negro, se ha ido gritando después del segundo testimonio. “¿Para qué tenemos que explicar esto? ¡Esto no va a servir para nada! ¡Nadie nos va a hacer justicia!”

Um Ammar, una técnica de laboratorio diabética de 33 años, de Baba Amr (Homs), tiene prisa por irse, pero quiere explicar su historia. Es articulada, sus maneras cuidadas, y esboza una sonrisa tenue.

“Me empezaron a golpear, me pisotearon cuando estaba en el suelo. Había cuatro soldados dándome patadas. Me arrastraron por un corredor y luego a un subterráneo, giraron a la izquierda, me metieron en otra habitación. Había tres jóvenes que habían sido torturados, el suelo estaba lleno de sangre. Olía como cuando pones pan en el horno, pero el olor era de sangre. De pronto escuché la voz de una chica dentro, y los funcionarios me dijeron ‘ahora te toca a ti’.”

Um Ammar respira hondo, sin perder la compostura. “Empezaron a registrarme. Me desmayaba y me despertaba, me volvía a desmayar y me despertaba. Eran cuatro. Uno era bajo y los otros tres altos. Cuando me desperté tenía el torso en el sofá y las piernas encima de la mesa. Me había quedado inconsciente. Me trajeron azúcar envuelto en un papel. Abrí la boca y pusieron el terrón en mi lengua. Intenté resistirme. Pero entonces uno de ellos dijo: ‘Podemos llevarte al hospital militar, y allí te matarán y te meteremos en la nevera.’ No pude oír nada más. Intenté abrir los ojos, pero no podía. Me dijo que me iba a engrapar los ojos y la boca para que no los pudiera abrir.”

Se despertó cubierta de sangre, no sabía de dónde venía, no podía hablar, pidió que le trajeran su ropa. Se mofaron de ella. “Quería desmayarme, quería dormir, quería morirme. No entendía lo que sentía. Les dije que lo único que quería era que me dejaran sola.”

Cuando la llevaron a su celda había catorce mujeres allí, jóvenes, mayores, niñas, una madre con un bebé de dos años. “Se acercaron a mí y me dijeron: ‘No tengas miedo.’ Entonces es cuando empecé a tener miedo. Empecé a llorar y quería morirme. No me atrevía a preguntarles si les había pasado lo mismo.” No te preocupes, cuando nos liberen haremos justicia, le dijeron.

Um Ammar cuenta que muchas de esas mujeres estaban embarazadas. “Una de ellas quedó preñada en la prisión. Tenía treinta años y era de Hama. Habían matado a toda su familia. Dio a luz en el centro de detención, en la División 14, mientras la torturaban colgada de sus manos. Se llama shabeh, te atan las manos a la espalda y te cuelgan de las manos, los pies apenas tocan el suelo. Dio a luz durante la tortura, el bebé murió al nacer. Las demás tratamos de ayudarla, pero no pudimos hacer nada. Tenía graves problemas en su útero, la placenta estaba todavía dentro. La chica se estaba poniendo azul y tenía una fiebre muy alta. Estaba sufriendo mucho. No sé qué pasó con ella, me llevaron a otro sitio. Se llamaba Nour. El bebé era un niño. Nació de siete meses.”

La farmacéutica muestra las cicatrices de las quemaduras de cigarros, relata sus interrogatorios con electrocuciones. “Me interrogaron tres veces, las dos primeras me torturaron, no la tercera. Estuve en esa prisión noventa días. Y puedo reconocer a mis torturadores. Mi familia pagó seiscientas mil liras sirias (diez mil euros) para liberarme, en diciembre de 2012. Lo que me pasó solo se lo conté a mi marido. No se lo dije a mi familia, pero después de que me ingresaran en un hospital se dieron cuenta de lo que había sucedido. Mi uretra y mi colon están unidos. Han intentado reconstruirlos varias veces. En la familia no hablamos de esto.”

“¿Que por qué sonrío? Estoy muerta por dentro.”

Si las violaciones son un tabú para estas mujeres suníes cuando regresan a su entorno, también lo son para los hombres. Um Ahmad tiene 32 años y proviene de una familia pudiente de Homs. La capturaron en 2013 cuando intentaba huir del país, su marido estaba en el Ejército Libre Sirio (ELS). Pasó dos meses en diferentes centros de los Mukhabarat, los servicios de inteligencia sirios. Cuenta que estuvo hacinada en una celda con 52 prisioneros, todos hombres, en otra con otros setenta, sin lavabos. Un día, en un centro de Damasco, “ataron a un prisionero a la puerta de nuestra celda. Le pusieron un palo de madera en su recto. El hombre gritaba tanto que después de tres horas ya no era el mismo, ya no era normal”.

Warda fue liberada después de nueve meses en un intercambio de prisioneros facilitado por una ONG turca el 29 de septiembre de 2012. Lo primero que pidió fue que la llevaran con su madre, que como el resto de la familia apoya al régimen de Bashar al Asad. “Cuando me vio, me preguntó si me habían violado. Le dije que sí. Me contestó que ya no era su hija, que me fuera.” Su marido, con el que tenía tres hijos, decidió divorciarse. El de Warda no es un caso aislado. Al día siguiente fue al hospital y allí descubrió que estaba en su vigésimo día de embarazo.

“Decidí abortar cerca de la frontera turca, en Kam Safra.” En su nueva vida en Turquía se casó de nuevo con un activista sirio con el que tiene una hija de cinco años. Consiguió recuperar a sus otros tres hijos. “Aquí en Reyhanli tomo terapia con otras chicas, empecé el tratamiento hace seis años. He intentado suicidarme tres veces.” Llora. Recuerda el nombre y apellido del funcionario que orquestaba las violaciones.

La abogada turca Gülden Sönmez, de IHH, medió para la liberación de prisioneros sirios en el intercambio de 2012 en el que Warda fue liberada. “Las que cometieron suicidio no podían soportar la vergüenza que sentían al regresar con sus familias, sabiendo que habían sido violadas tantas veces, no pueden aceptar que se las vea así”, explica Sönmez en su despacho en Estambul.

Las familias prefieren ignorar el hecho de que su mujer, su hija o su madre han sido violadas, muchas quedaron embarazadas. Es muy difícil de soportar psicológicamente, explica la abogada.

Sema Nassar, fundadora de Urnammu, ha estado documentando los casos de desapariciones forzosas en los centros del régimen en su país. Según su recuento, alrededor del 1% de las prisioneras quedan embarazadas. Considera que la intención del régimen era precisamente estigmatizar a las mujeres, de forma sistemática, para aterrorizar y desmoralizar a las facciones opositoras, un extremo confirmado por el reciente informe del Consejo de Derechos Humanos de la ONU.

“Si hablamos de si ha sido sistemático, varía según los años y es difícil de evaluar. Cada vez que usan la violencia sexual como arma es con un objetivo específico, por lo que fluctúa. En el primer año del conflicto se produjo la mayor parte de las violaciones, con el objetivo de inculcar el miedo en las familias de la oposición.” Después de los primeros dos años, “se creó la percepción de que cualquier mujer que hubiera pasado por un centro de detención había sido violada. Me gustaría aclarar que eso no sucede en todos los centros de detención. Y no necesariamente todas las familias pagan por el rescate. Muchas familias pagan cuanto antes para evitar que sus mujeres sean violadas y antes de que sus vecinos descubran que han pasado por una prisión”, explica Nassar.

Los embarazos como consecuencia de las violaciones motivaron a un grupo de médicos de la oposición a crear una red clandestina que practica abortos para ayudar a estas mujeres antes de regresar con sus familias, en su mayoría de ideología suní conservadora. El doctor Ahmed ayudó a un grupo de mujeres liberadas en 2012. En aquella época había habilitado en Damasco un número de casas hospitalarias secretas para tratar a los soldados de la oposición heridos en el frente o trasladarlos a Líbano o Jordania. El grupo de mujeres acabó en una de esas casas en Basateen al-Mezzeh, un barrio damasceno. “No recuerdo el número exacto, creo que eran unas dieciocho o veinte mujeres. La más joven tenía dieciséis años. Me dijeron que los Shabiha, la policía secreta del régimen, las había capturado, de manera que las habían transferido en secreto a Damasco”, explica el médico, que ahora trabaja para una ONG internacional dentro de Siria.

“Todas habían sido violadas. Como las víctimas eran conservadoras, tuvimos que buscar a una ginecóloga, que después de examinarlas confirmó que ocho de ellas estaban embarazadas, incluida la adolescente.” Buscaron a un sheik para consagrar los abortos. Robaron instrumental médico y medicinas de un hospital local y la ginecóloga practicó dos abortos por día. “La mayor era una mujer muy dura, pero la más joven estaba en una situación psicológica diferente. No tenemos experiencia para manejar estos casos, para darles apoyo. Era la primera vez que hacíamos algo así”, recuerda el doctor Ahmed. Siguió en contacto con las víctimas, para asegurarse de que se encontraban bien. “Dos meses después me enteré por mis contactos de que la chica de dieciséis años se había suicidado. Fue la primera y última vez que ayudé en los abortos. Fue tan horrible para mí que, cuando me pidieron volver a ayudar, no pude hacerlo. Me siento culpable de no haberle dado el apoyo que necesitaba.”

Sema Nassar dice que la peor consecuencia para estas mujeres es el embarazo. “Rechazan al bebé porque se convierte en un recuerdo constante de lo que sufrieron. Y además, el bebé es una prueba de la vergüenza que llevan a sus familias por haber sido violadas.”

Lauren Wolfe, de Women Under Siege, pudo documentar 257 casos de violaciones en centros de detención hasta 2013. “Entrevisté a un cirujano sirio que me dijo que estas víctimas les pedían una reconstrucción del himen después de la violación, para volver a ser ‘vírgenes’ de nuevo.” Tiene contabilizados cuarenta suicidios de un total de 204 casos de mujeres violadas. Del mismo total, un 3.92% de embarazos. De los 257 casos totales de violencia sexual documentada, casi el 80% de las víctimas son mujeres, y el 18.6% hombres. El 60% de las violaciones fueron perpetradas por el régimen sirio, frente al 1.17% del ELS y el 15% de origen desconocido. El 89% de los hombres violados lo fueron por parte del régimen.

Los rebeldes también han usado la violencia sexual, asegura Wolfe. Sin embargo, “por lo que he visto, la violencia sexual por parte del régimen sirio sobrepasa la que ha llevado a cabo el Estado Islámico (ei), a pesar de que los medios se han centrado constantemente en los horribles crímenes del ei. Es hora de prestar atención a lo que el régimen ha hecho y continúa haciendo contra su propia gente”. La violación es un arma muy efectiva en una sociedad que da tanta importancia al honor de una mujer, prosigue la investigadora. “Si las mujeres no fueran vistas como una especie de propiedad del hombre, la violación no sería un arma efectiva”, concluye Wolfe.

Tan efectiva que incluso las familias matan a las mujeres violadas por razones de honor cuando son liberadas, según el informe de la ONU, que no es vinculante porque Siria no firmó la Convención de Ginebra de 1949 que reconoce los crímenes de guerra y de lesa humanidad. Además, en tanto que líder de Estado, Bashar al Asad tiene inmunidad legal. En los últimos dos años, víctimas del conflicto han abierto cuatro casos, tres contra miembros del régimen y uno de la facción radical Jabhat al Nusra, en España, Francia y Alemania, acogiéndose a la Ley de Justicia Universal de estos países europeos. De momento está por verse si estos casos pueden prosperar.

¿Justicia contra su torturador? ¿El Tribunal Internacional? Warda no espera nada. “No quiero que nadie me ayude, lo que quiero es venganza. Lo que quiero es agarrarlo con mis propias manos y matarlo.” ~

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Es periodista. Ha cubierto Europa, Asia y Medio Oriente para medios como Associated Press y The Guardian


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