Emoción

No pocos periodistas piensan que es imposible mantener la neutralidad cuando se hace periodismo y el reportero enfrenta tragedias humanas, pues no siempre se tiene forma procesar adecuadamente la frustración.
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Hace unos días, Giles Fraser, columnista de The Guardian, y David Loyn, corresponsal de la BBC en Afganistán, escribían de la imposibilidad de mantener la mesura cuando se hace periodismo y el reportero enfrenta tragedias humanas.

Ambos mencionan un caso reciente, el del periodista británico Jon Snow, quien tras haber estado en Gaza como enviado, abandonó la neutralidad y en un video difundido a través del canal en YouTube de Channel 4 News, describió algunos de los horrores que había visto en el hospital al-Shifa, donde eran atendidos varios niños víctimas de los bombardeos de las últimas semanas.

Mientras habla a la cámara, Snow no oculta su apasionamiento, su rabia al llamar a la audiencia a tomar acciones para detener el conflicto; “en cierta forma compartimos la responsabilidad por esas muertes”, dice.

En su texto, Fraser se reconoce incapaz de procesar adecuadamente la frustración, incapaz de alejar la sensación de que frente a las imágenes que hemos visto por semanas, gritar es lo más racional, y al mismo tiempo saber que gritar es el recurso de quien se ha quedado sin argumentos.

El periodismo como lo entendemos de manera tradicional se enorgullece de la barrera que ha logrado poner entre hechos y opiniones. Sin embargo, el columnista defiende el sentimiento de frustración que le hace desear una primera plana con una frase en letras gruesas y mayúsculas “odiamos esta estúpida guerra sin sentido”. Cualquier cosa que sea la objetividad periodística —sostiene Fraser—no puede suponer la eliminación de las emociones.

David Loyn rechaza sin sutilezas el argumento del periodista que en medio de la complejidad de los acontecimientos grita “hay que hacer algo”. “La emoción es la materia de la propaganda”, escribe, y por definición la información se opone a la propaganda.

En su artículo, Loyn afirma que la información que genuinamente ha permitido entender la magnitud de las desgracia en este nuevo episodio del conflicto israelí-palestino ha venido de periodistas no exentos de compasión y empatía, pero que se han rehusado a reseñar sus propias emociones. Así, que cuando se lee la crónica de un hogar destruido, su papel es ser una guía útil y no un obstáculo.

Loyn, sin embargo, está lejos de referirse a casos como el de Wael Al-Dahdouh, reportero de Al Jazeera, quien se quebró emocionalmente mientras informaba en directo sobre los bombardeos, o el también exreportero Chris Gunness —hoy portavoz de la Agencia de las Naciones Unidas para los refugiados de Palestina—, quien lloró conmovido al final de una entrevista acerca de las muertes ocurridas en una escuela de la ONU tras un ataque.

Con mucho más acceso al mundo, el público demanda más compromiso de los periodistas, sobre todo cuando las redes sociales se llenan de imágenes terribles que necesitan ser puestas en contexto. El corresponsal de la BBC pone sobre la mesa la forma en que ahora el periodista puede poner en línea opiniones, “homilías” que podrían contravenir las normas deontológicas que establecen la imparcialidad de los informativos donde el público los sigue habitualmente.

Esta es una polémica a la que no puede responderse de manera definitiva. Giles Fraser desarrolla su propia teoría del deber cuando se abre a la posibilidad del periodista que rompe la cuarta pared para permitirle a la audiencia conocer su impotencia. Para él, la idea de la objetividad no es más que un intento desesperado por mantener “un fino barniz de civilización” que nos protege del total absurdo.

Loyn, por su parte, refuta tal idea porque de todas las situaciones en las que gritar habría sido la respuesta más comprensible en el periodista, los campos de concentración del Holocausto tendrían que haberse colocado al inicio de la lista. Sin embargo, para el periodista de entonces no existía un dilema, así que describía la escena frente a sí, y con mayor o menor emoción decía que aquello parecía una “procesión fantasmal de gente demacrada, sin rumbo, sin nada que hacer y sin ninguna esperanza". ¿Cuánto más compromiso emocional debe exigirse al periodista en condiciones tales? 

 

 

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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