En defensa de la charla plana (y también en contra)

La charla plana puede ser la sal de la tierra, pero también, muchas veces, un dolor de cabeza.
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Confieso que uno de mis mayores placeres es la llamada charla plana (o small talk) que versa sobre el inexorable tema del clima. Y aunque algunos consideran este tipo de conversación como un signo de superficialidad, uno no se pone a hablar con el taxista sobre Parménides y los presocráticos, ni sobre el Dasein, a menos que, como cada vez resulta más común, el taxista en cuestión sea licenciado en filosofía, en cuyo caso lo mejor será guardar silencio durante el trayecto antes que morir de aburrimiento. Que no se malentienda, Parménides es un tema apasionante siempre y cuando en la conversación no esté involucrado un licenciado en filosofía.

Pero volviendo al tema, para las personas que hemos nacido en climas extremos, como en Chihuahua o en Mexicali, el clima es más que una simple charla plana, es un asunto de vida o muerte. El clima lo es todo, es una especie de dios celoso e iracundo al que hay que tratar con respeto y sacrificarle nuestros hijos a la menor señal de impaciencia. 

Si algo no soporto son los días nublados en la ciudad de México. Mi carácter es solar. La única vez que tuve un ataque de nervios (de esos donde sudas y tienes frío aunque te envuelvas en dos cobijas, y lloras y ríes al mismo tiempo, y te sientes como el Guasón en Arkham Asylum) fue durante unas semanas de noviembre, hace más de diez años, en los que no paró de llover (esa lluvia insalubre y maldita) y mi mujer me había dejado porque yo no quería tener un hijo a mi tierna edad de 23 años. Por eso una de mis ciudades favoritas para pasar unos días es Mexicali. Ahí todo es sol, y calor. He tenido la suerte además de ir cuando la temperatura no ha alcanzado aún el máximo. En Mexicali todo mundo habla del clima. El taxista en la central de autobuses lo primero que te dice en cuanto te subes es:

—¿Hace calor, verdad?

—Sí.

—Estamos a 41 grados.

—Se nota.

—Y eso no es nada. Venga en agosto. Entonces llegamos hasta cincuenta.

—Lo tendré en cuenta.

Luego recorres las calles de la ciudad: amplias y alargadas, bañadas por el sol, como en un western. Sé que tal vez suene a una locura, pero en cuanto llego al hotel lo primero que hago es convertirme en el único bicho viviente que camina las dos largas cuadras hasta el minisúper más cercano para comprar algo que no necesito, porque solo busco una excusa para sentir en sol calentando mi cabeza y para ver cómo se doran los vellos de mis brazos. Es como ser por un momento Batrás, el héroe caucasiano, cuando se hizo forjar la piel de acero en un horno. Al regreso la empleada de la recepción, generalmente una belleza local de hermosa dentadura, me dice:

—¿Fue caminando hasta el súper?

—Sí.

—Estamos a 41 grados.

—Se nota.

—Y eso no es nada. Venga en agosto…

Etcétera.

La charla plana sobre el clima nos convierte en parte de una cofradía llamada humanidad. El clima es un problema que nos hermana. Es una realidad inmediata por encima de nuestras creencias religiosas; de si votamos por la izquierda o por la derecha; de si le vamos a los Acereros o a los Niners. En la ciudad de México la gente habla en menor medida del clima, pero también de temas que encuentro menos apasionantes, como el tráfico, puesto que he decidido no tener coche. Otro de mis temas favoritos para la conversación plana es hablar mal de Miguel Mancera (Dios lo bendiga). Recientemente la farsa de la línea 12 también ha venido a refrescar un poco las conversaciones planas. Pensemos en el gran servicio que nos hizo Marcelo Ebrard con esto y dejemos de criticarlo tan duramente. Otros temas: Videgaray, el presidente, las autodefensas, la última jornada de la liga MX. Cualquier tópico se puede convertir en saludable charla plana en una mesa familiar. En la charla plana no hace falta profundizar, es un juego, un pasatiempo sano. Dejemos la reflexión a los intelectuales de negro que salen en la tele y a los nihilistas de las novelas rusas.

Sin embargo, hay charlas planas que me disgustan y que cada vez son más frecuentes. El problema de estas charlas es que se convierten en una especie de ruido blanco debido a su antinaturalidad (nada menos artificial que el clima). Estas las evito como la bruja mala del oeste una cubeta de agua fría. La primera es lo que yo llamo la-charla-sobre-las-cosas-que-no-me-pasan-en-la-vida-real-pero-sí-en-el-Facebook. De entre todos los tipos de charla plana este no solo es el más despreciable sino de los que denota algún tipo de retraso, si no mental, al menos espiritual.

—Fíjate que ayer subí un foto de mi perrito y Alfonso le dio like.

O:

—Alfonso me pidió que fuera su amigo y luego me escribió a las tres de la mañana el otro día y me dijo “hola”. Yo le dije “hola”, pero no me contestó, pero supe que me estuvo stalkeando porque le diolike a uno foto mía en traje de baño que subí en las vacaciones. ¿Sí sabes cual? Al día siguiente me volvió a decir “hola”. Ya no le hice caso, pero…

Otra charla plana que me aburre mortalmente es la de los aficionados a ver series de televisión norteamericanas. Se la pasan hablando del último capítulo de Breaking Bad o de House of the Cards o The Boss, o The Wire y otros nombres que mi memoria limitada, gracias a Dios, no alcanza a retener (aunque algunos le llaman amnesia selectiva). Si estoy en una reunión donde dos personas se ponen a hablar sobre esto, prefiero salirme a la terraza a fumarme un cigarro, aunque no fumo. La única diferencia que hay entre la charla plana de los jóvenes adultos de clase media (con lentes de pasta) sobre series gringas y la charla plana de la abuelitas sobre la telenovela de las nueve, es el presupuesto del producto cultural a comentar. Por supuesto, no se lo digan a los primeros. Estos se sienten muy inteligentes por ver series sofisticadas con temas enredados.

Los tipos de charla plana mencionados arriba son aquellos que me dejan vacío, me parecen irrelevantes, una pérdida de tiempo. Aunque hay uno peor, aún más soporífero: la charla sobre literatura mexicana y sobre escritores mexicanos. Si usted tiene una reunión en su casa y ya está harto (no deja de mirar su reloj de pulsera) y quiere irse a la cama, pero la conversación está en su apogeo, y los tragos también, póngase a hablar del último libro del último escritor embalsamado por la academia gringa. Sí, ese que nadie ha leído salvo la academia gringa y los estudiantes de letras hispánicas. Le garantizo que la gente comenzará a buscar sus abrigos y bolsos y la mesa estará vacía en cuestión de segundos.

Pero vuelvo a las abuelitas. Cuánto se aprende de niño, en la mesa de la cocina, durante apacibles tardes de verano, cuando la abuela habla con sus amigas sobre toda clase de tópicos: bodas, bautizos, entierros, infidelidades, enfermedades crónico degenerativas, medicinas, remedios caseros, recetas de cocina, puntos de tejido con agujas. La charla plana puede ser la vida misma, no dejemos que se pierda este arte.  

 

 

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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