Sin duda, no se trata de un fenómeno exclusivamente español, pero sigue resultándome asombrosa la capacidad que tiene la sociedad española para dividirse simétricamente en dos ante cualquier asunto. Esta vez ha sido una cuestión jurídica, un detalle de proceso como los hay a miles en cualquier sistema democrático: el Tribunal Supremo ha abierto causa contra el juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón porque, supuestamente, ha transgredido sus competencias al (1) abrir una causa contra los crímenes del franquismo, (2) no declararse incompetente a la hora de juzgar a un banquero que financió un seminario en el que participó el juez, y (3) ordenar la grabación de las conversaciones entre acusados de corrupción y sus abogados cuando tal medida sólo puede aplicarse en casos de terrorismo y tráfico de drogas.
A diferencia de la mayoría de mis conciudadanos, carezco de conocimientos jurídicos que me lleven a tratar de convencerles de la inocencia o la culpabilidad del juez Garzón. Pero eso nada importa: vista la reacción de los partidos, los periódicos y buena parte del resto de la sociedad española, si usted es de izquierdas ya sabe que Garzón es inocente, y si es de derechas ya está seguro de su culpabilidad. Es más, si es de izquierdas sabe que el proceso contra Garzón es una artimaña del todavía franquista aparato judicial, y si es de derechas conoce que cualquier defensa del juez es un intento de acabar con la democracia española. En definitiva: si usted considera que Garzón es de los suyos, el proceso está mal; si lo considera de los otros, está muy bien.
No es que yo espere que la vida democrática se desarrolle entre caricias y consensos, pero el caso Garzón ha vuelto a demostrar que, aunque los fantasmas de la España violenta sin duda no van a volver –excepto en el caso de ETA–, el gregarismo, la defensa de los afines aunque hayan errado y el ataque a los ajenos aunque sean razonablemente virtuosos va a seguir siendo la horma del debate público. Es cansado, es ridículo, es teatral, pero así es. Si ustedes leen estos días la prensa española creerán que estamos a las puertas de un enfrentamiento letal entre partes. No es así. Pero aquí se ha vuelto normal decretar dos o tres Apocalipsis cada día. El responsable, naturalmente, es siempre el otro. El PP, el ABC y los curas son un puñado de fachas. El PSOE, El País y los actores unos estalinistas.
Ignoro qué le va a pasar al juez Garzón. Ignoro incluso qué sería deseable, para el bien común, que le pasara. Pero me temo que el debate político en España ha vuelto a ser una cuestión de adhesiones inquebrantables a los símbolos y los intereses propios. Tal cosa quizá me molestaría menos si supiera yo quiénes son mis propios, pero ahí tengo un lío monumental: como la izquierda, soy partidario de la despenalización del aborto, del matrimonio homosexual y de la laicidad del Estado. Como la derecha, creo que la presión fiscal es excesiva, que los sindicatos son puro corporativismo y que la política exterior española da pena. Y soy del Barça y no me gusta un pelo el nacionalismo catalán. No espero yo que ningún partido ni ningún periódico se pongan a defender punto por punto mis ideas –pocos votos y pocas ventas conseguirían, me temo–, pero ¿en serio que ante cualquier cuestión rutinaria de la democracia hay que seguir optando entre ser un hooligan de derechas o un hooligan de izquierdas?
– Ramón González Férriz
El juez Baltasar Garzón
(Barcelona, 1977) es editor de Letras Libres España.