Después de Réquiem por la escalera, el Centre de Cultura Contemporània de Barcelonale dedica ahora una exposición al laberinto,* otra forma de la arquitectura ascendida a metáfora cultural y literaria. O viceversa, porque la arqueología y la paleografía compiten para encontrar al padre de todos los laberintos: ideas tan antiguas, por lo visto, como la propia civilización.
En realidad, quizá la precedan. Hay esbozos laberínticos en petroglifos del Paleolítico, y el desarrollo por escrito del motivo en Mesopotamia podría nacer de la fascinación con los intrincados intestinos –animales, humanos– cuya lectura, previo sacrificio y eventración, ayudaba a predecir el futuro. Puede que fuesen sus arúspices los primeros en dar el salto de lo natural a lo arquitectónico cuando los llamaron palacios de las vísceras: una especie de plano en 3D de los tortuosos senderos del mundo de ultratumba. El archienemigo de Gilgamesh, Humbaba, tenía por rostro un amasijo de intestinos que dejaba en mantillas al simpático Minotauro ya antes de su misma concepción.
De forma que no es una metáfora manida decir que todos llevamos dentro nuestros propios laberintos portátiles. Custodiamos otro, diminuto, en la parte del oído interno particularmente intrincada que pese a llevar su nombre no sirve para perdernos. Al contrario: gracias a ella nuestro cuerpo, anormalmente erguido, conserva el equilibrio y el sentido de las distancias y es capaz de desplazarse en el espacio (y recorrer sus laberintos).
La pura fisiología parece estar en la raíz del asunto. Desde luego inspiró a Dédalo, el inventor oficial para los clásicos. En los inicios de su carrera, afrontó un hermoso desafío de ingenio: enhebrar una caracola sin quebrarla, mediante un hilo que la atravesara y recorriese sus cavidades desde el orificio de entrada al de salida. Dédalo se valió de la naturaleza para derrotarla con sus propias armas: prefigurando sin saberlo a Ariadna, colocó miel en uno de los extremos, anudó un hilo finísimo al cuerpo de una hormiga y permitió que se internase en pos de la miel por el laberinto de la caracola hasta encontrar la salida.
Tras la naturaleza, la idea. En realidad, quizá sea la construcción material del laberinto el último paso histórico en la conformación de su mito y sus significados. No se han encontrado sus ruinas en las excavaciones de Cnosos, justo donde la leyenda sitúa el palacio del rey Minos, tan cruel como poco airoso en todas las peripecias de su historia. Uno de esos monarcas cornudos de la mitología griega al que llueven los chascos: obligado a aceptar el adulterio de Pasífae con un toro, obligado a alojar al Minotauro en la casa/cárcel laberíntica encargada a Dédalo, obligado a realizar al monstruo ofrendas periódicas con lo mejorcito de la juventud de Creta, obligado a aceptar la victoria de Teseo y el fracaso de su venganza contra Dédalo, que escapa del encierro en su propio artificio gracias a unas alas de cera (con el daño colateral, eso sí, de la muerte ejemplar de su hijo Ícaro).
Pese a la obsesión por el laberinto que recorrió la Antigüedad, no se han encontrado vestigios de ninguno construido en época clásica. Solo versiones a escala: monedas, mosaicos. Las primeras las acuñaron desde época cretense numerosas cecas de toda la cuenca mediterránea. Según quién las estudia, son puro diagrama de un espacio mental o plano fidedigno de un edificio siempre a punto de ser desenterrado. Entre los siglos v y ii antes de Cristo circularon por todo el Peloponeso: en su cara, el rostro del Minotauro; en su cruz, el esquema primigenio del laberinto de planta circular o cuadrada. Son objetos diminutos y muy hermosos. Uno envidia la elegancia mental de una cultura que maneja así su dinero.
En cuanto a los mosaicos, ya en época romana, el motivo del laberinto hizo furor. Quedan unos sesenta desperdigados por las cuatro esquinas del Imperio, desde Britania a Cartago, del i antes de Cristo al iv de nuestra era. A veces pueden recorrerse a pie. A veces sus avenidas son demasiado estrechas y solo la mirada puede perderse en ellas. U orientarse y llegar, finalmente, a un centro donde a menudo se ha cristalizado eternamente el combate entre Teseo y el Minotauro. Quizá, leo en el catálogo, quienes debían perderse en ellos eran los malos espíritus en ruta hacia las estancias protegidas por los dédalos apotropaicos.
Laberintos ópticos y cerraduras de alta seguridad contra el mal que no desaparecieron, ni mucho menos, con el cristianismo: a lo largo de toda la Edad Media, en Italia y sobre todo en Francia, las catedrales románicas y góticas (de Lucca a Reims, de Santa María de Trastevere en Roma a Chartres y Auxerre) pautaron las losas de sus cruceros con laberintos concéntricos y agrandados que debían recorrerse en una especie de ersatz del peregrinaje a la Jerusalén celeste o una versión a escala del propio recorrido vital.
Porque también el laberinto es político. Expresa, según su trazado, una u otra visión del poder. Hasta la Edad Media, justamente, el arquetipo es unicursal: una sola vía posible conduce al visitante (o la víctima) desde la entrada hasta su centro, mediante meandros eternos y quiebros aparentes. La capacidad de elección es nula, y el libre albedrío se ve negado de raíz por los designios del maestro constructor y autor de lo que los cristianos renacidos de hoy llamarían diseño inteligente.
El laberinto se vuelve multicursal a partir del Renacimiento, con fecha señalada en los sofisticados frescos y laberintos intelectuales de los techos y las paredes del Palazzo del Te de Mantua (locus solus por excelencia de todos los caprichos del manierismo italiano). Los senderos se bifurcan; para bien o para mal, las posibilidades de elección se multiplican a cada paso y la idea del plan preconcebido cede a la del diseño propio que cada individuo realiza sobre unas pautas generales previas. El laberinto se vuelve antropocéntrico, por así decir, y permeable. Quizá más angustioso. No extraña que por compensación pronto pase a convertirse en atracción lúdica y divertimento de los jardines ilustrados. E ilustradores en teoría, como el de Versalles para edificación del joven Luis xv, salteado de fuentes y grupos de estatuas con escenas de fábulas de Esopo. Por suerte, la moralina no caló entre los visitantes. Muchos aprovechaban, en parejas y grupos, para perderse en sus recovecos y disfrutar con poco pudor de grutas y recesos discretos. El escándalo fue a más y en el siglo xviii acabó arrasándose aquella primera versión de tantos y tantos dark rooms laberínticos que florecieron en el Nueva York más canalla y permisivo de los setenta.
Desde entonces, la figura del laberinto imanta y condensa significados complementarios o incluso opuestos. El deseo y el temor de perderse se anudan en él; la necesidad de un plano y las ganas de librarse al azar; la idea misma de memoria flota en sus pasadizos y los asemeja a las circunvoluciones de un cerebro que los estudios de Ramón y Cajal (en el cccb hay algunos de sus magníficos dibujos) revelaron tan laberíntico en su estructura celular como en su forma externa: el entrecruzamiento de sinapsis y neuronas, terminaciones nerviosas y nódulos linfáticos es quizá la imagen más perfecta de un género arquitectónico que sería, según Nietzsche, la representación más ajustada del aspecto del alma humana.
Hay laberintos en el arte yo creo que mejores que las obras que se han reunido aquí: casi todas ingenuas o literales, cuando no puramente kitsch (otro peligro de los laberintos). Echo en falta los pasillos angostos de Bruce Nauman, las instalaciones de Richard Serra o los penetrables gozosos de Oiticica, los paseos sin rumbo de Francis Alÿs por la ciudad de México, dédalo de dédalos, las filatures y las persecuciones de Sophie Calle por Venecia y París.
Y hay, desde luego, laberintos literarios. A veces son literales, como en los divertimentos letrados del Barroco que llevaron su nombre: poemas cuyos versos podían leerse al derecho y al revés y de otras maneras sin perder cadencia y sentido.
Pero eso es solo el principio: demasiado tardaba en aparecer Borges. Su foto, ya anciano, visitando la mítica exposición Laberinti (que en 1981 en Milán recapituló sobre más de dos milenios de obsesión con el asunto) nos recuerda hasta qué punto estos intrincamientos fueron claves en su obra. El laberinto entendido como multiplicación infinita y desdoblamiento insensato en “La biblioteca de Babel”; como mapa a escala 1:1 de la realidad visible e ilegible en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”; como jardín de pesadilla y senderos que se bifurcan; como construcción sin límites ni paredes, mental y metafísica, hecha de arena y soledad, en “Los dos reyes y los dos laberintos”.
Y justamente en los versos de su poema “Laberinto”, contenido en Elogio de la sombra: “No esperes que el rigor de tu camino/ que tercamente se bifurca en otro, / que tercamente se bifurca en otro, / tendrá fin…” ~
* Por laberintos, hasta el 11 de enero de 2011.