Enigmas neandertales

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Éste parece ser el año de los descubrimientos paleoantropológicos más sensacionales de las últimas décadas y, con ellos, de cambios inimaginables en la comprensión de nuestra especie.

Primeramente, en marzo, nos conmovió el descubrimiento de una nueva especie homínida, que coexistió con las otras dos formas de la gattung homo conocidas (los neandertales y nuestros humanos ancestros): un puñado de sal en la herida narcisista, aún sangrante, que nos había abierto Darwin. Y, después, a principios de mes, nos sacudió la noticia de que la secuenciación del genoma neandertal evidenciaba que el hombre moderno y el neandertal, en sí dos especies diferentes, mantuvieron relaciones de comercio sexual: “Los datos sugieren que entre el 1 y el 4 por ciento de los genomas de la gente de Eurasia deriva de los neandertales” –tal es la frase del multicitado artículo del equipo dirigido por el fundador de la paleogenética, Svante Pääbo, y de acceso libre en Science, que nos reveló, como en una epifanía maldita, la naturaleza híbrida, sí, impura, de nuestra especie.

Para poder comprender cabalmente el significado de ese descubrimiento es necesario ir más allá de las escenas de pornografía paleolítica que abundan en los medios y tratar de desentrañar las consecuencias, aunque no sea sino para plantear preguntas a la espera de que fecunden las respuestas.

Comencemos por reconstruir el escenario, valiéndonos de los datos que, hasta ahora, resultan incontrovertibles.

Sabido es que el homo neanderthalensis apareció en Europa hace unos 130,000 años, mientras que el hombre moderno surgió en África hace 195,000 años. Ahora bien, gracias a los análisis de Pääbo y colaboradores, sabemos hoy que ambas especies se cruzaron (en los dos sentidos del ambiguo verbo) en Oriente Medio, durante el éxodo out of Africa del hombre hacia el resto del continente y la migración del neandertal en sentido contrario. La prueba es que todas las razas humanas, sean asiáticas, europeas o polinesias, llevan en sus genomas la impronta neandertal, no así las africanas, ya que únicamente los nómadas humanos que emigraron tuvieron contacto sexual con los neandertales antes de proseguir su errabunda marcha hacia el resto del planeta. Ese cruce de caminos y genomas se produjo entre hace 80 y 50 mil años.

El primer enigma radica en la cuestión de cómo pudieron aparearse dos especies diferentes, si, de acuerdo a uno de los axiomas de la evolución, la llamada coinofilia (del griego koinos, común, y philos, amor), existe una preferencia innata a elegir como partenaire sexual a individuos con fenotipos lo más cercano posible al promedio de la especie, como dramática y repetidamente demostraran los experimentos de Judith Langlois en humanos, acaso para benaplácito de los mediocres. Y recordemos que los neandertales eran, en su apariencia, crasamente diversos de los humanos: más bajos de estatura, más robustos, con mentones prominentes y dientes salientes, piel blanca y, como descubriera el mismo Pääbo, con cabellos rojizos, mientras que los humanos eran escuálidos morenos de alargada figura. Una vez más: ¿Cómo pudieron tener sexo dos individuos que, cada uno a los ojos del otro, resultaban monstruosos? Señalemos, para magnificar la paradoja, que esa copulación intraespecies pudo ser más sistemática de que los datos sugieren, ya que hasta ahora tan sólo se ha decodificado el 60% del genoma neandertal.

Pero en vez de abismarnos en la especulación (que, como se sabe, no tiene ni pizca de fondo) acerca de si se trató de una degenerada estrategia de violación masiva por parte de los neandertales o de una insondable táctica de seducción selectiva por parte de las humanas, pasemos al siguiente enigma: ¿Cómo es que lograron sobrevivir los bastardos de esa copulación teratológica?

Fuera de duda está que los vástagos de las hembras humanas y los machos neandertales fueron conservados con vida dentro de las hordas humanas; fueron alimentados y cuidados (nunca podremos saber hasta qué punto mimados, conmiserados o despreciados), y, alcanzada la madurez sexual, pudieron llegar a aparearse con otras hembras humanas –ya que, de otro modo, no se habrían podido transmitir las manchas del pecado genético a las futuras generaciones, entre otras, la nuestra.

Pero el tercer enigma es acaso el mayor de todos: ¿Por qué justamente por esas fechas, cuando se produjo el encuentro carnal entre las dos especies, los neandertales desaparecieron de la zona, como si se los hubiera tragado la tierra?

Quizás nos ayude a dar respuesta a todas esas interrogantes saber cómo continúa la historia.

Demostrado está que, después de esa colisión de las especies en Oriente, los humanos, llevando algunos genes neandertales en su equipaje biológico, se disgregaron y, algunos de ellos, alcanzaron Europa, hacia 40,000 años antes de nuesta era. Ahí volvieron a toparse con la misma especie de pelirroja palidez, la cual, perfectamente adaptada a su hábitat, había dejado de vivir sólo en cuevas y construía viviendas, poseía armas cuajadas de adornos, cuidaba de su progenie, aun deforme y desahuciada y, muy probablemente, utilizaba una forma de rudimentario lenguaje. Y tan sólo 5,000 años después de ese reencuentro, el hombre consumó lo que se conoce como la “revolución humana”, el big bang cultural a partir del cual el universo espiritual comenzó a expandirse, produciendo las primeras obras de arte de la humanidad: piezas talladas con minucioso detalle, instrumentos musicales y, más tarde, catedrales rupestres, como la de la cueva de Chauvet (32,000 años antes de nuestra era), hasta culminar en las majestuosas construcciones del Göbekli Tepe (hace 12,000 años), los primeros templos de la humanidad.

Mas, después, el fin. Entre hace 28 y 24 mil años, los neandertales abandonaron la escena para siempre. Los últimos restos fósiles de nuestra emparentada especie fueron hallados en uno de los lugares más apartados del continente, en una cueva remota de Gibraltar, “un último refugio en un tiempo en el que el hombre moderno ya se había expandido y desarrollado culturalmente en Europa Central”, de acuerdo a los autores del descubrimiento.

Nuevamente, queda a cargo del lector conjugar las piezas del rompecabezas que aquí, artera y tendenciosamente, ha sido puesto en sus manos.

– Salomón Derreza

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Escritor mexicano. Es traductor y docente universitario en Alemania. Acaba de publicar “Los fragmentos infinitos”, su primera novela.


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