Fotografía: Elvira Megías

Entrevista con Darío Villanueva

Darío Villanueva (Villalba, Lugo, 1950) tomó posesión en enero de su cargo como director de la Real Academia Española. Catedrático de teoría de la literatura y literatura comparada en la Universidad de Santiago –donde fue rector entre 1994 y 2002–, ha dedicado trabajos a autores como Camilo José Cela, Emilia Pardo Bazán y Mario Vargas Llosa, y ha estudiado el realismo literario, las relaciones entre la poesía y el cine, o la forma en que las ideas viajan de una literatura a otras. Recientemente ha publicado Introducing comparative literature (Routledge, 2014), junto a César Domínguez y Haun Saussy. Entre sus retos inmediatos están afrontar las dificultades económicas de la institución y la refundación del Diccionario. Durante la entrevista, cuando menciona un dato busca la fuente en el móvil o entre los papeles.
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Conoce bien la institución. Ha sido secretario y organizó la celebración del tricentenario en 2013. ¿En qué aspectos quiere continuar y en cuáles cree que debe haber cambios?

Cumplimos los trescientos años en un momento crucial para la Academia, y para todo lo relacionado con la lengua, con la comunicación y la cultura, y en un contexto global, ya que la Real Academia, en conjunto con las demás Academias de la asociación, se dedica a una de las pocas lenguas globales. Me toca la suerte de ser el director que tiene que empezar a aplicar las medidas para ir fundamentando los nuevos trescientos años de la Academia Española. Un periodista me preguntaba, ya que soy profesor de literatura, si a mi tarea le iba a aplicar el romanticismo o el realismo. Y le contestaba que las dos cosas. El romanticismo es mantener viva la misión por la que nació la Academia, que esencialmente sigue siendo la misma: trabajar a favor de la lengua, con sus grandes códigos: Diccionario, Gramática, Ortografía. Y luego también la dimensión de transmitir y perpetuar el valor de los textos de los grandes autores en español, lo que no solo incluye a los españoles, sino a los autores de toda la lengua. Eso sería el romanticismo. El realismo es que tenemos que encajar perfectamente en las nuevas circunstancias. Por ejemplo, pensar en un diccionario para los nativos digitales: personas que ya han nacido en una burbuja tecnológica en la que la relación de la persona con la lengua y con la información no pasa necesariamente por el libro, sino por otros soportes. Además hay una cuestión de gestión. La Academia ya no es como en sus orígenes una reunión de ocho ilustrados. Sigue siendo una corporación de 46 académicos, pero junto a ellos hay una plantilla de unas 85 personas sin las cuales la Academia no podría llevar a cabo sus funciones. Esto pone una dimensión empresarial, que voy a gestionar desde una sociedad ya constituida. De otro modo se contaminaría la misión genuina de la Academia con algo que es una misión importante pero subsidiaria.

La Academia ha hecho grandes esfuerzos en el terreno digital, como poner en línea el Diccionario, los corpus, el Nuevo tesoro lexicográfico. En cierto modo está más presente ahora que antes. ¿Qué transformaciones ha causado y seguirá causando en la institución el cambio al mundo digital?

Tengo las estadísticas de enero, donde hemos cumplido con la media: prácticamente cuarenta millones de consultas y ocho millones de visitantes únicos. El segundo país en visitas, después de España, es México. Estados Unidos ya es el quinto. También tenemos la relación de las palabras más buscadas, y aquí hay fenómenos curiosos. En los últimos meses ha sido “cultura”. Pero en junio del año pasado fue “puto”. Comenzó la Copa Mundial de Futbol y la fifa le abrió un expediente a la Federación mexicana porque los aficionados mexicanos, cuando el arquero del equipo contrario sacaba, le gritaban: “puto”. La fifa decidió que era un insulto homófobo y cuando esto saltó la gente fue a nuestro diccionario. Nunca antes el Diccionario de la lengua española, que lleva veintitrés ediciones en libro, ejerció tanta influencia como ahora, gracias a su oferta en la red, que es gratuita. Pero desde hace ya decenios los trabajos lexicográficos de la Academia se benefician extraordinariamente de los recursos informáticos. Son dos cosas: por un lado el informático y por otro el universo digital. La informática vino primero. A finales de los ochenta la Academia empezó a transformar su trabajo lexicográfico a base de fichas, de papeletas, de cédulas por un trabajo sobre bases de datos. Hemos firmado un convenio con el banco Santander para que siga financiando el proyecto básico para el trabajo de la Academia: el corpus del español del siglo XXI. Cada año captamos veinticinco millones de formas del español. No son palabras, sino realizaciones de palabras en distintos contextos. El 70% vienen de fuentes americanas o filipinas y el 30%, peninsulares o españolas. Captamos esas voces con su contexto para saber qué significan. De fuentes orales, pero también escritas. Tenemos doscientos millones de registros en nuestras bases de datos. Eso nos da un mapa muy ajustado del uso real del español en todas partes. El mundo digital nos permite una mayor difusión. Antes del final de este trimestre vamos a poner en red la nueva edición y la vamos a enriquecer con muchas mayores facilidades de consulta, con muchas más utilidades. Esto está al servicio de los ordenadores, de los teléfonos inteligentes, de las tabletas, etcétera.

¿Estará todo en la red?

Queremos ofrecer a partir de nuestra página web el mayor número de recursos lingüísticos para los usuarios, en cumplimiento de aquella misión que nace en 1713. Los medios digitales cumplirán con una visión global de la lengua, y ahí es donde entra, codo con codo y en un plano de igualdad, nuestro trabajo con la asociación de las Academias de la Lengua Española (Asale) y con las otras veintidós Academias. La Academia Ecuatoguineana, la vigésima tercera, ya está en proceso de constitución. En el futuro, y no quiero decir más al respecto, podría añadirse una vigésima cuarta que sería el cierre. Varias Academias se fundaron muy rápidamente después de la independencia: la colombiana, la ecuatoriana, la mexicana. La última de esa serie fue la norteamericana.

Durante mucho tiempo, la Academia privilegió un estándar basado en la variedad centro-peninsular y ahora ya no es así.

Los lingüistas manejan un concepto en el que creemos a pies juntillas: la norma policéntrica del español. Puede quedar algún atavismo en determinados sectores de opinión, pero la postura oficial de la Academia es manifiestamente favorable a la evidencia de que por un lado el español es una lengua global que mantiene una gran unidad, pero que por otro no se puede atribuir la axialidad a ningún centro en exclusiva. Hay una prueba palpable de esto: la Nueva gramática de la lengua española, publicada en 2009, que tiene más de cuatro mil páginas. Está concebida ya con ese criterio panhispánico, una norma policéntrica donde todavía quedan cosas que perfeccionar. No se presenta como normativo solo el español de referencia peninsular, sino el español de todo el mundo. Esa frase se convirtió en lema publicitario de esa gramática y es cierta: el español de todo el mundo, de todas las personas, pero también de todos los países.

En el Diccionario parece haber cierta transición desde las normas de buen uso a un diccionario de uso, de lo normativo a lo descriptivo. Uno de los aspectos más comentados siempre es la incorporación de nuevas palabras al Diccionario, especialmente de los extranjerismos. ¿Cómo es ese proceso?

La Gramática y la Fonética son manifiestamente normativas, pero el Diccionario no. Eso no quiere decir que no se mencionen usos incorrectos desde el punto de vista gramatical, incluso para advertir de la falta de normatividad de esos usos. Aunque tenga un componente normativo, lo que predomina en él es lo descriptivo. Hay que evitar la idea de que las palabras que están en el Diccionario son las palabras buenas y las que no están en él son palabras reprobables, condenadas a las tinieblas exteriores. Hasta ahora el Diccionario no era elástico. A partir de ahora sí que lo va a ser. La vigésima cuarta edición no tendrá problemas de espacio, porque el espacio digital es abierto. En cambio, el Diccionario hasta ahora, en libro, tiene una limitación: las matrices tipográficas de las que disponemos. La última versión tiene más de veintidós millones de matrices. Hemos incrementado el número de matrices. Eso nos ha permitido pasar de unos 88,000 lemas a cerca de 94,000 y unas doscientas mil acepciones.

La Academia no tiene una actitud purista. Es absurdo pensar que las lenguas se corrompen por el contacto con otras lenguas. El español tiene un léxico donde hay un porcentaje elevadísimo de arabismos. Por supuesto, es una lengua neolatina, pero tiene también muchos helenismos y muchos galicismos. La Academia nació en el siglo XVIII en parte por la preocupación que muchos tenían acerca de la presión del francés. Era la lengua predominante. Hoy no es así. El inglés ganó la Segunda Guerra Mundial. Además, cuando la cultura o la civilización aportan innovaciones materiales, normalmente vienen con ellas palabras que las designan. Pasó en el XIX con el tren. La mayoría de las palabras que tienen que ver con el ferrocarril vienen del inglés o en algún caso del francés. Vagón, tren, raíl (aunque ahí también está riel, hay las dos variantes), ténder. Son palabras muy asimiladas: cuando la gente las utiliza no siente que esté utilizando una palabra extranjera. Dicho esto, es cierto que las Academias tenemos que procurar ayudar a que en la medida de lo posible se aclimaten las palabras de otras lenguas y en este caso del inglés al español. Evitar que haya usos innecesarios y frívolos de anglicismos cuando tenemos equivalentes facilísimos. Le voy a poner un ejemplo: los tablets. Mucha gente y muchas campañas de publicidad utilizan el término inglés, con los problemas que esto trae. En primer lugar hay una ambigüedad sobre el género: unas veces se dice el tablet y otras veces se dice la tablet. No digamos con el plural: el final “ts” no es español, no es una prosodia española. En la Academia estudiamos cómo resolver el problema. Al final, tras mucho esfuerzo y mucha discusión, decidimos que, sencillamente, la manera de decir en español tablet es “tableta”. En primer lugar, tablet viene del latín y en español ya existe la palabra tableta, si bien es cierto que con otras acepciones. Pero la discusión tuvo su interés; en general este tipo de discusiones siempre lo tienen. Manejamos otra opción que a mí me gustaba mucho: “tablilla”. La palabra “tablilla” tiene una larga tradición de vinculación al soporte de la escritura. Las tablillas de cera, de barro, de madera sobre las que se escribía. Al final optamos por “tableta”, porque vimos que se usaba. Es mejor que la Academia incluya “tableta”, que es un uso natural y espontáneo, a que intente forzar el uso de “tablilla”. Sin ser puristas, las Academias pueden hacer algo para minimizar este impacto. El inglés tiene una especie de aura, de prestigio, muchas veces esnobista. La gente recurre a expresiones inglesas innecesarias, porque dan un cierto toque de prestigio o de glamour. Y eso es lo que debemos parar entre todos. Porque, por supuesto, lo que es imparable es la incorporación de un anglicismo si los hablantes lo adoptan. Las Academias ya pueden volverse locas protestando. Al final, los hablantes somos los que tenemos la decisión.

Hay cosas que no van a tener solución. Por ejemplo, “whatsappear”. Esta palabra viene de un nombre, WhatsApp, vinculado a una determinada técnica y a un determinado circuito. Puede haber algo que la desplace totalmente. Hay palabras que están en el Diccionario y ya no se usan pero que seguimos consignando por razones históricas.

Ese componente histórico también surge en definiciones que tienen sesgos racistas o machistas y han provocado las críticas de algunos grupos.

Cuando decimos que los propietarios de la lengua son los hablantes, no estamos mintiendo. Estamos totalmente convencidos de ello. En mi época de secretario creé la Unidad Interactiva del Usuario, que recibe propuestas, críticas, observaciones, inexactitudes. Nos han ayudado a mejorar el Diccionario. Ahora bien, hay un asunto que es especialmente delicado: la cuestión de la aplicación de los principios de la corrección política a la lengua. En esto la Academia tiene muy claro cuál es su papel y no va a cambiar de posición. En síntesis: es imposible, es inconveniente e incluso yo diría que es absurdo un diccionario políticamente correcto. El Diccionario recoge la lengua tal como se habla. Y ya lo decía Aristóteles en la Política: “Las palabras sirven para lo justo y para lo injusto, sirven para lo conveniente y lo que no lo es.” El idioma que usamos sirve para que requebremos y enamoremos, para que nos portemos bien, para que seamos educados. Pero también sirve para lo contrario: para ser canalla, injusto, grosero, machista. Sería inconcebible un diccionario solo de las palabras bonitas. Sería un diccionario censurado. Y a estas alturas no podemos permitir la censura. Cuando los fundadores de la Academia publicaron su primer diccionario, el llamado Diccionario de autoridades, decían en el prólogo que esa obra que tenía aproximadamente 33,000 lemas no contendría nombres propios (esto es razonable, porque los nombres propios pertenecen a las enciclopedias) y añadían: “Y tampoco aquellas palabras que designen desnudamente objeto indecente.” Y, efectivamente, en el Diccionario de autoridades no hay palabras que designen los órganos o las prácticas sexuales, las cosas relacionadas con el cuerpo, la escatología. Era un diccionario con censura. ¿Hoy se admitiría esto? No, y tampoco podemos permitir que el Diccionario censure un tipo de palabras en función de que a un grupo le resulten ofensivas. Es una censura procedente de ese ente existente pero gaseoso que es la sociedad civil. ¿Dónde ponemos el límite? ¿Quién es el que decide que una palabra gusta o no gusta? Evidentemente, detrás de todo esto está el uso. La Academia no inventa palabras desagradables y tampoco las promociona. Ortega decía que el lexicógrafo es el único que cuando emplea una palabra no la está pronunciando. Cuando incluimos en el Diccionario una acepción desagradable o injusta no estamos enunciando esa palabra. La estamos registrando. El responsable es el que la usa. Por ejemplo, algunas veces, determinadas organizaciones nos han exigido e incluso han intentado que el Parlamento nos obligara a retirar del Diccionario una acepción. Veamos la palabra “cáncer” en el Diccionario. Viene del latín; por norma lexicográfica primero vienen las acepciones adjetivas. “Dicho de una persona: Nacida bajo el signo zodiacal de Cáncer.” Segunda acepción: marca de medicina, “enfermedad neoplásica”. Es decir, la enfermedad en su conjunto. Acepción tercera: marca también de medicina, “tumor maligno”. Ya no la enfermedad sino el tumor concreto. Y luego ya viene la cuarta acepción, metafórica, la que pedían que retirásemos, porque decían que es ofensiva contra los enfermos de cáncer. Veamos: “Proliferación en el seno de un grupo social de situaciones o hechos destructivos.” Y se pone un ejemplo: “La droga es el cáncer de nuestra sociedad.” Pero esa acepción existe. No tiene nada que ver con los enfermos de cáncer. Es un uso. Si los que piden que esto se retire lo hacen porque suponen que, al retirar la acepción, desaparecerá el uso, desaparecerá la realidad, no entiendo por qué no nos piden que retiremos la acepción dos o la tres, porque, según esa lógica, retirando del Diccionario la enfermedad, la enfermedad desaparece, y retirando del Diccionario el tumor, el tumor desaparece. Manifestamos el máximo respeto a todo el mundo, pero no podemos dejar de recoger los términos que existen y se usan y son canallas, groseros. Aun así, hay dos posibilidades en las que estamos trabajando. En primer lugar, procuramos que en la descripción de estas acepciones no haya ningún elemento que agrave todavía más ese significado. En segundo lugar, estamos estudiando una marca que se refiera a este carácter grosero, arbitrario u ofensivo que pueden tener determinadas palabras o acepciones.

¿Qué hacen exactamente los académicos? ¿Cuál es el papel de los lexicógrafos y filólogos que trabajan en la institución?

El Diccionario se vende, pero nosotros no planteamos el Diccionario como una empresa, sino como una misión: la Academia nació como una reunión de personas para hacer un diccionario. Y en esa tesitura seguimos. Pero los académicos no pueden actuar como en 1713, cuando se repartieron las letras, se fueron a sus casas, se llevaron los libros e inventaron un diccionario que fue en su momento el mejor de una lengua europea. Necesitamos un componente informático. Aunque el Diccionario se sigue haciendo aquí, consultamos todas las novedades del Diccionario con el conjunto de las Academias de la Asale, lo cual complica todavía más las cosas, pero estamos muy satisfechos de esta complicación, porque es la que nos da una marca completamente distintiva. Nuestro Diccionario es totalmente distinto a los demás para lo bueno y en algunos casos para lo malo. Y sobre todo nuestro Diccionario es una institución de la comunidad hispanohablante. Es una referencia distinta. Hay magníficos diccionarios del español, hechos por empresas. Pero ninguno tiene el aura de referencia que tiene nuestro Diccionario. Y en parte se debe al sistema de elaboración en donde los académicos seguimos siendo responsables del Diccionario. Si hay que protestarle a alguien, hay que protestar al director de la Academia y a los académicos. Nosotros somos los que damos la cara por el Diccionario. Pero en su elaboración intervienen los profesionales.

¿Cómo se va a mejorar la coordinación entre las Academias?

Todavía tenemos que mejorar mucho en la implementación de una auténtica gestión panhispánica de lo que es el Diccionario. En esto va a ser muy importante el Congreso de las Academias en la ciudad de México en noviembre, porque, coincidiendo con mi comienzo como presidente de la Asale, voy a llevar una propuesta de trabajos panhispánicos para el ciclo que me corresponde. La vigésima tercera edición, que presentamos en la Feria de Guadalajara en diciembre y antes en España, es tataranieta del primer Diccionario, pero es la última de su estirpe. No vamos a traicionar a los fundadores. Pero la manera de homenajear a los fundadores de la Academia y a la continuidad es refundar el Diccionario para hacer de él el diccionario de los nativos digitales. Eso significa un replanteamiento total del modo en que se hace. El lemario no va a sufrir; es la ocasión de enriquecerlo con más lemas. Y es el momento de jugar con las posibilidades de la interactividad, de la hipertextualidad, de la conexión entre el Diccionario y otras bases de datos. En esta refundación va también un replanteamiento de la coordinación de los trabajos de las distintas Academias. Y también va la implementación de una intranet que ya está funcionando, pero que este año va a estar ya a pleno rendimiento. No podemos echar en cara a los académicos del XIX o del XX que no fueran más allá, porque no contaban con los recursos para ello. Las consultas que se hacían en el XIX tenían que ir, como decían los viejos administradores españoles de la Colonia, en trámite ultramarino. Hoy Tegucigalpa es como si estuviera aquí al lado. Eso sí, las Academias tienen una infraestructura de personal distinta. Se necesita no solo una red sino también capital humano. Vamos a echar el resto para perfeccionar la dimensión colaborativa panhispánica.

A veces hay cierta confusión en las cuestiones de uso y estilo. El Diccionario panhispánico de dudas es muy útil, pero en ese terreno coinciden la Fundéu, el Cervantes, la Academia. ¿Va a haber más coordinación?

Acabo de asumir la presidencia de Fundéu y mi propósito es ese. Fundéu nació como una iniciativa muy específica, referida sobre todo a los medios de comunicación. Pero la presidencia es de la Academia Española y Fundéu aplica la “doctrina lingüística” de las Academias. Luego tenemos un apartado creciente de consultas, que se hacen a nuestro departamento de “Español al día” y a través de Twitter. El Diccionario panhispánico de dudas es una de las obras de más éxito de la Academia. Estamos empezando a preparar la segunda edición enriquecida. Se hace a partir de las consultas: no es algo inventado desde arriba, sino que viene desde la propia base. También hay que revisarlo porque en este momento el usuario puede encontrar contradicciones con obras académicas posteriores. La nueva edición del dpd armonizará todos estos códigos porque la evolución de la lengua impone una revisión de criterios.

¿Cuándo tendremos un diccionario histórico del español?

Ese es un proyecto que la Academia viene arrastrando desde hace ya demasiados años. En algunos momentos ha hecho crisis el planteamiento. Ahora tenemos el modelo informático y tenemos ya, incluso en nuestra red se ofrece, unas primeras muestras de cómo quedaría. El objetivo es encontrar recursos suficientes. Hay una idea de una primera fase de unos cincuenta mil lemas, pero el diccionario histórico fetén debería tener unas doscientas mil. Ya no lo vamos a elaborar por orden alfabético. En los intentos anteriores se empezó por la “a” y enseguida se vio que al ritmo en que se iba era obra de ciento cincuenta años. Estamos trabajando con un sistema relacional, de redes semánticas. Cuando consigamos la velocidad de crucero podremos ofrecer lo que tengamos a través de la red. No habrá que esperar a que la obra esté cerrada del todo, sino que iremos dando las muestras. Aunque en esa refundación del Diccionario que mencionaba antes hay una posibilidad interesantísima: abordar el Diccionario sin diferenciar entre el diccionario histórico y el diccionario de uso, tendiendo hacia una especie de “Diccionario total” en donde estaría todo y del que luego se desgajarían modulaciones de esa gran base de datos organizada a modo de diccionario en función de lo histórico o en función del uso.

Hay una percepción de la Academia como una institución anticuada y solemne. A ello ha contribuido la incorporación tardía y escasa de las mujeres.

Esa percepción no carece de fundamento. Sinceramente, creo que hoy ya no se dan esas condiciones, pero las percepciones, sean justas o injustas, son muy difíciles de desarraigar. Creo que la Academia no es solemne, elitista ni distante: no tiene que serlo y sobre todo no veo que ahora lo sea. En el tema de la mujer es evidente. Empezó bien, porque en el siglo XVIII nombró una académica honoraria, doña Isidra de Guzmán y de la Cerda. Pero luego las cosas se torcieron cuando una autora hispanocubana, Gertrudis Gómez de Avellaneda, solicitó un puesto en la Academia y recibió una respuesta de mal pagador. La Academia dijo que no estaba previsto en el reglamento que las mujeres fueran académicas. Pero tampoco estaba prohibido. Una respuesta bastante estúpida. Lo peor no fue eso. Años después, una mujer que era un prodigio de sabiduría y de creación, Emilia Pardo Bazán, fue a pedir el ingreso en la Academia y la Academia le contestó de la misma manera. La primera mujer que fue elegida en la Academia, ya en la Transición democrática, en 1978, fue la poeta Carmen Conde. Ojo: la primera mujer elegida para ingresar en la Academia francesa fue Marguerite Yourcenar dos años después. Algo hay ahí vinculado al papel de las mujeres en las sociedades. La Academia admite esta injusticia y la lamenta, porque se habría enriquecido con la incorporación de las mujeres, pero ahora está en otra línea. Yo entré en 2008. Desde 2009 a 2014 han ingresado Inés Fernández-Ordóñez, Soledad Puértolas, Carme Riera y Aurora Egido. Han entrado tantas mujeres como había antes, desde el origen de la Academia hasta hoy. Por tanto esas percepciones tienen un elemento de verdad, otras son injustas. No tiene mucho sentido que las desmintamos con declaraciones. Hay que responder con hechos.

En alguna ocasión ha citado a Edward Said y a su idea de enseñar cómo leer. ¿En qué medida sigue haciendo esto al frente de la Academia? ¿Cuál es el lugar de la reflexión sobre la literatura en una institución como la Academia?

Cuando la Academia se constituyó los fundadores estaban muy preocupados por cuestiones lingüísticas. La presión del francés, la ausencia de un diccionario, etcétera. De modo que se pusieron a trabajar mucho en un diccionario, gramática, ortografía. Pero en los estatutos de la Academia está también la referencia a preservar el legado literario de nuestra lengua, y la Academia en el XVIII hizo una cosa muy importante. Aunque estuviera humillada por no tener un diccionario, también estaba humillada porque no hubiera una edición del Quijote ilustrada por españoles. Muy pronto empezaron a salir ediciones ilustradas de la novela, pero las ilustraciones eran centroeuropeas, francesas o inglesas. En 1780 la Academia publica una edición ilustrada, que es un libro hermosísimo, hecho por Ibarra, y el académico encargado de esto fue un mexicano: Manuel de Lardizábal. No tuvo el mismo desarrollo que la actuación lingüística. Lo estamos solventando con la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española, una colección de ciento once títulos en donde está el canon de la literatura tal y como lo entiende la Academia desde el Cantar de Mio Cid hasta Los pazos de Ulloa. Hay también libros americanos en esa serie. Están Sor Juana, Juan Ruiz de Alarcón, el Inca Garcilaso, Bernal Díaz del Castillo, Bartolomé de las Casas y del XIX están Lizardi y Ricardo Palma, entre otros. Lo terminamos a finales del XIX. Hemos publicado ya veinticuatro títulos, nos quedan quince años de trabajo. El corpus ya está fijado. La Academia Mexicana está trabajando en una colección que empalma con la nuestra. Parte de nuestros títulos se van a publicar allí. Han sacado el Cantar de Mio Cid y van a continuar con el XX y el XXI. Nosotros ya tenemos bastante con sacar adelante la parte que nos toca.

Hay una queja frecuente sobre la degradación del lenguaje y el retroceso de la cultura literaria. Usted ha escrito sobre el paso de la galaxia Gutenberg a la galaxia de internet y ha hablado de los apocalípticos y los integrados.

Soy claramente un integrado. Además, la historia nos ayuda. Siempre que han aparecido revoluciones tecnológicas ha habido voces catastrofistas. El primero en esto fue nada más y nada menos que Sócrates, atacando un invento tecnológico genial: la escritura alfabética. En los diálogos de Platón, sobre todo en el Fedro, Sócrates se manifiesta totalmente contrario a la escritura, dice que va a corromper la sabiduría, que la sabiduría solo se puede transmitir de boca a oído, a través del maestro, y luego también en ese diálogo viene la leyenda de Theuth y Thamus. El dios Theuth inventa la escritura y cuando se lo comunica a Thamus este le dice que es un invento terrible, perverso, porque va a acabar con la memoria de la gente. No ha ocurrido así. Y no ha ocurrido con nada. La radio no acabó con el teléfono, la televisión no acabó con la radio, el cine no acabó con la novela y eso es siempre así. Podemos demostrar con estadísticas que nunca en la historia de la humanidad se han escrito, editado, vendido, robado, plagiado más libros que hoy. A veces idealizamos el Renacimiento. En el Renacimiento leían cuatro gatos y había muy pocos libros. En Los demasiados libros Gabriel Zaid habla de esto, con unas frases muy ingeniosas. Dice que la proliferación de libros, en vez de incrementar la cultura, lo que hace es disminuirla, porque aumenta el diferencial entre el número de libros que somos capaces de leer y los que se publican. Cuando se publicaban pocos libros, era fácil leerlos todos. Hoy en día es imposible. Yo no soy en absoluto apocalíptico. Nunca antes el Diccionario tuvo la influencia que tiene ahora, precisamente por los dispositivos y los soportes digitales, y nunca se ha escrito tanto como ahora. La nueva tecnología facilita una recuperación de la escritura. Fenómenos como las abreviaturas y demás han ocurrido siempre: los manuscritos medievales están llenos de abreviaturas. Eso sí, no hay que bajar la guardia y es muy importante que la educación siga prestándole toda la atención que merece a la lengua, pero no hay por qué tener ese apocaliptismo que los hechos desmienten. ~

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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