Si España fuera Inglaterra y Latinoamérica los Estados Unidos, Francisco Porrúa habría sido investido Sir, en nuestras librerías habría un par de biografías suyas y actualmente se estaría hinchando con conferencias en las universidades de uno y otro lado del Atlántico. ¿Por qué? Bueno, pues porque publicó a escritores fundacionales de la lengua como García Márquez y Cortázar, introdujo en el mundo hispano a Tolkien, Dick, Bradbury, Ballard y mil más y, resumiendo, fue uno de los inventores de la edición moderna en español. Parece poco probable que Porrúa reciba, a estas alturas, ese reconocimiento público que tanto merece aunque el galardón de la Feria del Libro de Guadalajara no fue un mal comienzo, pero mientras tanto ha puesto en marcha un nuevo proyecto editorial. Se llama Porrúa & Compañía, y debutó antes del verano con Animalia, una antología de relatos de Cortázar.
¿De dónde surgió la idea de poner en marcha este nuevo proyecto editorial?
Esta nueva editorial nació por una serie de circunstancias. En primer lugar, mi hijo Sebastián tenía ganas de hacer una editorial, y yo le iba dando vueltas al asunto. Pero un buen día nos llegó un pedido de Aurora Bernárdez, que quería hacer un libro de homenaje a Julio Cortázar, y entonces me metí en el proyecto. En un principio debía ser una antología normal, pero después de leerlo muchas veces en pruebas, me di cuenta de que allí había un Cortázar diferente. Al haber reunido todos los cuentos sobre un mismo tema, los animales, esos cuentos trabajan entre sí, es una conjunción diferente. Es una especie de iniciación a otro Cortázar.
¿Qué plan de publicaciones tienen?
Después de Animalia se hará otro libro, pero por el momento no pensamos más que en una serie de antologías, y después vendrán ensayos y filosofía y algo de ficción. Estamos improvisando un poco; comenzamos con este libro sin tener mucha idea de lo que iba a ser el futuro, pero creo que este año haremos uno o dos libros más y el año que viene haremos quizá cinco o seis.
Usted tiene una larguísima trayectoria como editor, especialmente al frente de Sudamericana y Minotauro, pero siempre ha estado marcada por su empeño en publicar los libros en los que creía.
Sí, eso es lo que he hecho siempre, publicar lo que me gusta. Durante un tiempo fui director editorial de una compañía que, lógicamente, tenía intereses comerciales, pero en Sudamericana Argentina trabajé durante largos años y nunca me encontré con problemas. El director general era un catalán, Antonio López Llausás, un verdadero editor, que trabajaba con su hijo Jorge, que era amigo mío. Lamentablemente, Jorge murió, lo que me creó no pocos problemas con la llegada de nuevos gerentes poco indicados, pero al frente de todo estuvo siempre López Llausás. Y él jamás me impuso nada. Lo peor que podía llegar a pasar era que me preguntara, si estaba dudoso de algún libro que yo había recomendado, si yo creía que se iba a vender. Esa pregunta me la hizo, por ejemplo, con Cien años de soledad. Pero la libertad que me daba era extraordinaria. Después, en Minotauro, donde yo manejaba casi todo, desde las traducciones hasta la presentación del libro, no había nadie que se interpusiera en mi trabajo. Pero mis socios, que eran los de Sudamericana, no entendieron Minotauro y no les interesó, de modo que tuve que trabajar solo durante mucho tiempo, encargándome también de las partes administrativas. Eso fue duro. Fueron diez años traumáticos, porque diez fueron los años que tardé en vender la editorial. Y cuando la vendí ya estaba totalmente agotado y la vendí mal.
Con este nuevo proyecto, después de Sudamericana y Minotauro, ¿sigue pensando que “el mejor negocio es un buen libro”?
Eso es una frase del fundador de Penguin. Es lo obvio. Si tú publicas una obra como la de Clarín, por ejemplo, estás mucho más seguro de su futuro que si publicas a un cualquiera; Madame Bovary es mucho más eterna que cualquier novela policial de hoy en día. La buena literatura, aunque se venda lentamente, con el tiempo siempre tiene lectores. Y todo editor que no espere enriquecerse con los libros va a seguir ese camino. El mismo López Llausás lo decía en ocasiones: si a él le hubiera interesado el dinero, se habría dedicado a otra cosa.
Sin embargo, no siempre debe ser fácil mantener el equilibrio entre calidad y ventas.
Siempre existe una cierta ambigüedad. Y ése es el problema de los editores, de los editores de verdad, que se interesan por la literatura y que necesariamente tienen que interesarse también por las ventas. Y sí, es difícil encontrar el equilibrio en esa ambigüedad. Hay que tratar de lograr que alguien lleve las ventas con eficacia y poder dedicarse a la parte literaria, pero en la parte literaria uno sabe en el momento de elegir un libro si es un riesgo o no, y hay que pensarlo, y eso no tiene demasiado que ver con la literatura.
Decía usted hace un tiempo que cuando se imaginaba a un editor veía a un hombre sentado a una mesa leyendo con poca luz.
Más que la actividad, más que conocer escritores, más que estar siempre pendiente de lo que dicen los periódicos y demás, lo que el editor necesita es trabajo solitario…
Pero dicen los ingleses que la de editor es “a gentleman’s profession”, una profesión de caballeros.
Sí, sí. Antiguamente, el editor era un señor que tenía dinero y al que le gustaba la literatura y también la amistad con los escritores…
Ahora no basta con eso…
No, claro, ahora a los editores, sobre todo a los grandes editores, no les interesa la literatura, sino ver el producto.
Hace no mucho, sin embargo, Rodrigo Fresán decía en un texto acerca de usted que a él le parecía que los editores podían ser como una especie de médium.
Sí. Es cierto. Tengo la impresión de que cuando uno vive en una atmósfera literaria empiezan a producirse una serie de fenómenos que yo llamaría “la fuerza de los libros”. Los libros tienen una fuerza muy poderosa. Una mañana estaba yo escribiéndole una carta a la agente de Bertrand Russell y no sé cómo en ese momento se me ocurrió preguntarle por El señor de los anillos en una posdata, aunque en realidad no estaba interesado en adquirir sus derechos, porque yo me dedicaba a una cosa diferente. Pero era un fenómeno raro que en 1971 no se hubiera publicado en castellano ese libro aparecido en el cincuenta y cuatro. Ella me contestó un mes y pico más tarde hablándome de Bertrand Russell y añadiéndome también ella una posdata. “Llama a Nicolás Costa”, me dijo. Lo llamé. Y él me dijo: “Acabo de recuperar los derechos de El señor de los anillos hace diez minutos. Los tenía una editorial que ha quebrado. Si los quieres, son tuyos”. A mí en principio el libro no me interesaba, pero me pareció que aquello era una especie de dádiva, de modo que me los quedé. Y el libro se vendió bien.
Acertó.
Sí, pero… no lo sé. Yo tengo la impresión, y esto va un poco más allá de lo que estamos conversando, de que se tiene una idea equivocada del hombre que hace algo. A mí el homenaje que me dedicaron en Guadalajara me lo hicieron ¡por libros que se habían publicado hacía cuarenta y cincuenta años! Ahí hay una especie de malentendido. Nadie puede decir “yo hice esto” para alardear. Los libros que he editado con más gusto, con más interés, son libros que vinieron a mis manos. –
(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).