Fotografía: Chris Pizzello

Entrevista con Matthew Weiner

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La anécdota –relatada en Hombres fuera de serie, de Brett Martin (Ariel, 2013)– es uno de los pasajes clave de la televisión estadounidense de este siglo. Antes de iniciar la cuarta temporada de Los Soprano, David Chase, el iracundo creador y showrunner del programa, le llamó por teléfono a Terence Winter, entonces escritor estrella de la serie y futuro demiurgo de Boardwalk empire. Palabras más, palabras menos, Chase le dijo a Winter: “Acabo de leer esta cosa llamada Mad men. Quiero conocer al escritor, y si no es un completo imbécil, lo voy a contratar.”

El nombre del potencial imbécil: Matthew Weiner.

La incorporación de Weiner no solo le dio un tono más íntimo y agresivo a Los Soprano, sino que contribuyó a que el escritor ganara el suficiente reconocimiento para lanzar el primer capítulo de Mad men el 19 de julio de 2007: “Smoke gets in your eyes”. El éxito, como sabemos, fue contundente. Tras ocho años de producir casi noventa horas dedicadas a explorar la década de los sesenta a través de las vidas atribuladas de los ejecutivos de la agencia Sterling Cooper and Partners (scp), el programa llegó a su fin el 17 de mayo. Libre de falsas modestias, amc, la cadena que emitió el programa, publicitó los episodios finales como “el fin de una era”.

En Mad men el pasado es presente. Si algo demostró a lo largo de siete temporadas, es que su interés primordial nunca radicó en la mera recreación histórica, sino en detonar reflexiones sobre el “aquí y ahora”. Gracias a su presencia en Tag cdmx, el conjunto de encuentros sobre tecnología e innovación organizados por Arca, tuvimos la oportunidad de entrevistar a Weiner. A contracorriente de su imagen pública –no son pocos los periodistas y colaboradores que lo describen como difícil y ególatra–, el showrunner se mostró abierto y deseoso de discutir los puntos finos de su creación, incluido su polémico final. La entrevista da por hecho que el lector ya conoce la serie. De no ser así, se recomienda no seguir adelante para evitar los temidos espóilers.

En julio le habló a cientos de jóvenes mexicanos sobre una serie que aborda las vicisitudes de un grupo de publicistas en la década de los sesenta. ¿A qué le atribuye la universalidad de Mad men?

Uno de los aspectos más difíciles de la producción fue convencer a los inversores y directivos de amc de que íbamos a generar atención más allá de las fronteras de Estados Unidos. Esa fue una de las razones por las que en un inicio nos cerraron las puertas en varios lugares. No solo eso. Como estoy seguro también pasa en México, el negocio del entretenimiento está cada vez más obsesionado por atraer espectadores jóvenes, lo que con frecuencia delata un desprecio por el público adulto. Varios argumentaban que el programa no les iba a resultar de interés a las generaciones que no hubieran nacido en los sesenta. Dar una conferencia con las características que mencionas es una reivindicación. Sinceramente, no me sorprende. La audiencia no lee a Jane Austen o va al cine a disfrutar películas situadas en otra época para saber más del pasado, o no es esa su razón principal. Como un escritor nacido en 1965, hablar del pasado es una oportunidad para reflexionar sobre el presente y plantear qué tanto hemos cambiado. Creo que los espectadores aprecian eso. La versión idealizada que muchos tienen de Estados Unidos es la que se consolidó a principios de los sesenta. Pese a que el mundo vivía bajo la dinámica de la Guerra Fría, Estados Unidos parecía una nación benevolente, capaz de impulsar algo como el Plan Marshall tras salir victoriosa de la Segunda Guerra Mundial. Las cosas evidentemente eran más complicadas que eso, y así lo reflejamos en la serie con subtramas como la que involucra a la United Fruit Company. Sin embargo, había algo sexi en la imagen de Estados Unidos. Don refleja ese atractivo. La movilidad social de Draper, con todas sus trampas y defectos, solo habría sido posible en Estados Unidos. Desde luego que contamos con clases sociales definidas, pero si logras hacer dinero, aún puedes pasar de estar abajo a ser el jefe que esté a cargo de la compañía. No importa cómo consigas ese éxito económico, o si corrompes eso que denominamos el sueño americano, la acumulación de capital te da derecho a saltar a la clase superior y quedarte ahí. No hay muchas naciones en el mundo en las que una fortuna te garantice ser parte de la aristocracia gobernante. Para bien o para mal, la movilidad social sigue siendo central en la identidad estadounidense. Creo que el relato de ese proceso le resulta llamativo a una audiencia joven y global, sobre todo en estos tiempos de dificultad económica, donde el deseo aspiracional se ve confrontado con menos posibilidades de superación.

Para un público joven, Mad men funciona como un asiento de primera fila para saber cómo eran en verdad sus padres y abuelos.

Crea la sensación de estar escondido en el clóset de tus padres y enterarte de sus secretos. En un sentido general, los millennials inician un diálogo con sus padres y sus abuelos sobre lo que observan. Ser el detonante de esa conversación me llena de satisfacción, pero creo que también se genera una conexión a otro nivel. La serie explora la soledad y la insatisfacción como problemas primarios, la incomodidad de estar vivo. ¿Qué diferencia hay entre la persona que eres y la que supuestamente debes ser? Los hombres de la serie se preguntan “¿esto es todo lo que hay?”, mientras cada una de las mujeres se cuestiona “¿qué me pasa?, ¿qué tan presente estoy?”. Uno de los traumas de la adolescencia consiste en darte cuenta de que las reglas que te enseñaron tus padres no operan en la realidad. Ese golpe genera aislamiento y confusión. La serie lidia con esos sentimientos. Para Don el sexo es una fuente de placer, pero también es una manera de afirmar su existencia. No es tan distinto al estado de incertidumbre de un adolescente.

En la séptima temporada, Don le dice a su hija, Sally: “Pronto vas a descubrir lo mucho que te pareces a nosotros.” Es como si la serie le advirtiera a su audiencia joven que pronto va a averiguar lo mismo.

¡De hecho ya lo saben! Creo que es por eso que les gusta la serie. Quizá puedan ser más categóricos en sus juicios y pensar que Pete es un pesado o Betty es una mala madre, pero es indudable que se ven a sí mismos en los personajes. La mayoría de nosotros quiere aparentar que es exitoso, pero rara vez nos sentimos así. Mad men explora esa contradicción: te sientes ajeno, fuera de lugar, pero anhelas vincularte a los demás y ganar su aceptación. El tema no le era ajeno a Los Soprano: cuando Tony escuchaba algo sabio, tendía a repetirlo más adelante como si fuera él quien lo hubiera pensado. ¡Yo también actúo así! Todos lo hacemos.

Con Tony Soprano se generaba un efecto cómico. Recuerdo, por ejemplo, el episodio donde no puede pronunciar bien amour fou cuando trata de explicar una relación extramarital.

Exacto. Cuando intentamos conectar con los demás los resultados muchas veces son ridículos o contraproducentes. Somos vulnerables. Nuestra ansia de pertenecer y reafirmarnos queda expuesta. Draper siente una frustración similar. A Don le fascinan los extraños y es capaz de hacer muchas cosas para captar su atención, pero una vez que te conoce lo aburres y se desprende de ti. Eso no significa que deje de buscar una conexión. De ahí la importancia de la época. La narrativa de los sesenta era “vamos a tener una revolución”. Ese impulso fracasó. Uno de los prejuicios que existe contra la serie consiste en pensar que es una celebración de los sesenta. Es todo lo contrario: Mad men va en contra de la percepción edulcorada que hoy se tiene de esa época. No todos hablaban de Vietnam o el machismo brutal. Pocos respondían a una convicción ideológica y la mayoría estaba tan confundida como nosotros. La gente se volvió menos abierta, más especulativa. ¿Quién es Don Draper? Esa duda es un tema de identidad, y no un recurso para mover la trama. El conflicto de Don no estriba en la desesperación de querer ser amado, sino en la angustia de no saber si llegará el día en que consiga amar algo de su persona. ¿Cuántas veces se ha visto al espejo y reconocido algo que sea sustancial, no intercambiable, de genuina relevancia para los demás? Don es un gran comunicador y un publicista excelente, pero le es difícil establecer relaciones vinculantes. Lo que es comprensible si tomas en cuenta su infancia y cómo creció.

Hay una secuencia en su película Un amigo como tú (2013) en la que el personaje de Zach Galifianakis coge una navaja de afeitar y se contempla en el espejo. No sabemos si juguetea con la idea de cometer suicidio o solamente quiere rasurarse. Esa ambigüedad define su trabajo. ¿No le da miedo ser malinterpretado?

Me aterra, pero prefiero ser malinterpretado a procesar la narrativa como si fuera comida de bebé. Me niego a darle de comer a la audiencia en la boca. Dicho esto, la gente que te malinterpreta puede entender algo que incluso podría tener más valor, una idea distinta de lo que tú querías darle en un inicio. Hace poco una mujer se acercó para decirme lo mucho que significaba para ella que Betty hubiera sufrido de abuso sexual en su infancia. Me sorprendió: nunca dije eso. Escribimos un capítulo donde el padre de Betty, que padece Alzheimer, la confunde con su esposa. Nada más. En mi mente Betty nunca sufrió esa clase de abuso, pero eso no impidió que esta mujer proyectara su historia personal en el relato y se convenciera de ello. Como artista, el mejor regalo que le puedes otorgar a la gente es contribuir a que se sienta menos sola. Si obtiene eso, ¿qué importa si te entienden o no? Como dice, existen ciertas áreas donde busco ser deliberadamente ambiguo. No estoy peleado con la claridad, pero como escritor quiero que el espectador dialogue con lo que observa y llegue a sus propias conclusiones. Esa ambigüedad puede ser inquietante. La vida es así. Las cosas pueden salir mal en cualquier instante. Hay otra clase de ambigüedad de la que me siento orgulloso y que se relaciona con la naturaleza contradictoria de los personajes: querer y odiar a alguien al mismo tiempo, hacer algo a pesar de saber que es dañino para ti, sentirte avergonzado de tus padres pero estallar de felicidad al verlos. Existe el mito de que la audiencia está entrenada para aceptar solamente una clase de comportamiento lineal, pero a la audiencia le encantó que la serie estuviera llena de situaciones contradictorias. El público abrazó la ambigüedad de los personajes desde los primeros minutos. No es una cuestión de conseguir que la gente simpatice con un antihéroe. Don no es un antihéroe, porque para serlo tendría que haber asesinado a alguien o transformarse en un forajido. Es más complejo que eso. Don es una persona deshonesta, muchas veces reprensible, que también es capaz de actos nobles. Lo que hace con Peggy y la cuenta de Burger Chef es un acto heroico. No importa que antes haya engañado a su esposa o su ego lo haga cometer estupideces. Los personajes en Mad men son imperfectos y llenos de claroscuros. Nunca fuimos condescendientes con eso. Ese es un mérito de la serie.

Mad men, Los Soprano, Breaking bad, El escudo y The Americans, por nombrar algunos ejemplos, comparten dos temas recurrentes: la orfandad y los problemas que implica ser un padre de familia. ¿A qué cree que se debe?

No lo sé. Me parece que en Los Soprano y Mad men se podría decir lo mismo sobre la madre, pero es cierto: Estados Unidos está obsesionado con la orfandad y la figura paterna. Basta recordar que nosotros somos la cultura que inventó a Superman y Batman, ambos huérfanos. Superman debe usar lentes para mantenerse en el anonimato y esconder su naturaleza extraordinaria. Debe reprimirse para poder salvarnos. Nos encanta seguir esta fantasía en la que el héroe es un exiliado que fue criado por adultos que no eran sus verdaderos padres. Algunos sostienen que esto se deriva del hecho de que Estados Unidos es un país de inmigrantes, donde los fantasmas del origen y la pérdida están presentes. Puede ser. La cuestión es que la figura del adulto se presenta bajo una lógica represiva. En el caso concreto del padre de familia hay dos fuerzas en conflicto. Por un lado, la sociedad espera que desempeñes el papel de un esposo ideal que cumpla con las obligaciones económicas del proveedor y sea amoroso con sus hijos. En contraste, esa misma sociedad te bombardea con mensajes que te dicen que tu hombría depende de que bebas en exceso, ejerzas ciertos vicios y tengas sexo con el mayor número de mujeres que puedas. El grupo que espera que te comportes como un esposo fiel es el mismo que te rechaza si renuncias al deseo de acostarte con alguien más. Quieren que te portes como un macho pero que a la vez tengas tiempo de decorar el árbol de Navidad con tus hijos. ¿Cómo ser un buen padre en este contexto? Este conflicto era más evidente en los sesenta, pero sigue vigente en nuestros días. Por cierto, no son pocos los que opinan que Don es un padre lamentable. Discrepo: para los parámetros de la época, no está tan mal. La orfandad era más palpable en esos años.

Don afirma que la felicidad es inaprensible y el amor es un pretexto para vender medias, y, sin embargo, nunca deja de buscar ambos ideales.

Don expresa literalmente esa desesperación: “Sigo intentando entrar en mi vida, y no puedo.” La existencia moderna está llena de momentos donde contemplas tu realidad desde afuera, del mismo modo que observas las fotografías viejas en el carrusel de Kodak. La forma en la que interpretas esa vitrina se relaciona con tu mortalidad. Algunos filósofos hablan sobre cómo fabricamos “momentos de perfección” en nuestra mente para no lidiar con el presente. Falseamos la memoria. La nostalgia se convierte en un escape que te lleva a la complacencia y la aceptación. Esto desemboca en la postura de pensar que mueres por dentro cuando te acoplas a los lineamientos de la sociedad. En Estados Unidos esta creencia se asocia con Sartre y el existencialismo, pero cuando viví en España me di cuenta de que también estaba presente en otros movimientos anteriores, como el de los “noventayochistas”. Niebla, de Miguel de Unamuno, es una influencia importante en mí. Hay mucho de Niebla en Mad men. La rebeldía se da de manera orgánica cuando eres joven. Cuando envejeces y cobras conciencia de tu mortalidad, en cambio, te vuelves sentimental. El panorama se torna difuso. Te extravías. Los “momentos de perfección” que circulan por el carrusel funcionan en tu madurez como un recordatorio de lo que tienes. No creo que signifique que estés acabado. Así me sentía a los 35 años, cuando escribí el piloto de Mad men. ¿Por qué si tengo esta familia maravillosa y un trabajo estable me siento tan mal? ¿Por qué no soy feliz? ¿Esto es todo lo que hay?

Esperas que la confusión pase para ser “hermoso de nuevo”, “interesante y moderno”, como el verso de “Mayakovsky” de Frank O’Hara, que Mad men cita en su segunda temporada.

Ves el diorama de tu existencia. Llega una edad en la que tienes que aceptar el vacío. La turbulencia pasa y surge el poeta. De eso se trata el final. Don cobra conciencia de que ha huido de su vida y extraña el sentimiento de ser necesitado. El problema es que a nadie le importa lo que siente. Don está tan avergonzado de quién es que incluso no toma en serio la conversación con Peggy. Así lo expresa cuando ella le pide que vuelva: “si en verdad me conocieras, no te agradaría”. La sesión de terapia crea el contexto necesario para su sanación. Don abraza a Leonard, el asistente al retiro que confiesa su temor a ser dispensable, abraza a la audiencia y se abraza a sí mismo. Ese abrazo es el acto de empatía que le permite renacer y seguir adelante. Al reconocerse en el dolor del otro, Don logra conectar y limpiarse. Sabemos que regresa y propone el anuncio de Coca-Cola. Llega a un lugar en el que acepta quién es y se reinventa nuevamente. Esa es, a fin de cuentas, la historia de Estados Unidos. ¿Es el nuevo Don una mejor persona? Eso depende de la lectura que haga cada espectador. No me gusta presionar los botones de reacción inmediata de la audiencia. Lo único que sé es que mis personajes hacen lo que pueden, y las más de las veces eso es insuficiente. La serie tolera los errores de sus protagonistas porque reconoce que el simple hecho de intentar ser mejor es un esfuerzo enorme.

El ciclo de vida mediática de Mad men se cerrará este mes, con la entrega de los premios Emmy. ¿Qué tanto le importa el reconocimiento de la industria?

Todos los años nominan a Jon Hamm y siempre encuentran una buena razón para dárselo a alguien más. Jon interpreta a un personaje icónico en la historia de televisión. Es hora de reconocerlo. Ningún actor de la serie ha sido reconocido con un Emmy. No hago las cosas para ganar premios, pero me gustaría que se tomara en cuenta a mi equipo en esta etapa final. Hemos tenido la fortuna de que Mad men sea apreciado por el público, la crítica y hasta por artistas que generalmente se mantienen ajenos a la cultura popular.

Pensar en nuevos proyectos es liberador, pero también desafiante. La idea de dirigir un guion escrito por alguien más suena seductora, pero no sé si sucederá: como puede imaginar, poseo el dudoso honor de ser el realizador al que le han mandado todos los guiones en Hollywood cuya historia se ubica entre 1945 y 1975. No lo descarto, pero no me entusiasma hacer nada situado en el pasado. Tampoco quiero escribir una novela. Disfruto mucho la naturaleza colaborativa de lo que hago. A estas alturas, dejar eso me resultaría imposible. Aún me despierto con la compulsión de filmar las palabras que escribo. La dirección que tome probablemente irá en ese sentido. En el yudo, una vez que te conviertes en cinta negra, empiezas de nuevo como cinta blanca. Comienzas de cero. Así es como veo el futuro. ~

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Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.


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