“Cada montaña huele distinto”
Tiene nombre alemán, pero Erik Weihenmayer (Hightstown, New Jersey, 1968) es tan gringo como la mejor cara del sueño americano. Ciego a los trece años por una enfermedad degenerativa, su familia, especialmente su padre, Ed, lo animó a apuntarse a un grupo de entrenamiento alpinista para invidentes. En su época de estudiante, no le daban trabajo de lavaplatos en los restaurantes; más tarde, llegaría a la cima del Everest, se casaría en lo alto del Kilimanjaro y alcanzaría casi todos los picos de las Siete Cumbres. Vino a México de la mano de la asociación Ojos Que Sienten, para presentar su libro Tocar la cima del mundo y acompañar a otros ocho jóvenes ciegos o con problemas de visión en su ascenso al Iztaccíhuatl.
¿Qué siente un adolescente que ha visto y de pronto deja de ver?
[Lo piensa unos segundos antes de contestar.] Confusión. Miedo. Porque todo lo que conoces está llegando a su fin. Sientes casi que te estás muriendo: no tienes idea de qué serás capaz de hacer y qué clase de vida podrás vivir. Al principio reaccioné como la típica persona que experimenta una pérdida y lo niega. Me decía: “no estoy ciego, no quiero ser un ciego”. Luego sentí frustración y enfado. Y poco a poco, comencé a aceptarlo. Yo era muy testarudo; por ejemplo no usaba el bastón, o como aún veía ligeramente por un ojo, me convencía de que no estaba ciego. Empecé a aceptarlo cuando, caminando por un muelle, de pronto tropecé, di un salto en el aire y aterricé de espaldas en la cubierta de un barco. Finalmente me di cuenta: “ok, estoy ciego”. En la vida hay cosas que son más grandes y más poderosas que tú, cosas que puedes cambiar y cosas que no. No podía cambiar estar ciego, así que me pregunté: “¿qué sí puedo cambiar?” La manera en que vivo, cómo reacciono, mi entrenamiento… Así que me enfoqué en esas cosas.
Imagino que su padre, veterano de Vietnam, fue un gran acicate en su vida…
Mi papá siempre ha sido un gran compañero. No le interesaba que yo rompiera récords o que fuera el mejor escalador, sino que viviera una vida plena. Y quería estar ahí, asegurándose de que yo podía conseguirlo. El hecho de haber sido marine ya me parece aleccionador. Mi padre me transmitió una actitud entusiasta por la vida, a encarar los obstáculos y a superarlos con todo el empeño. Suerte que también yo tenía una fibra testaruda dentro. Mira, cuando era niño, hacía saltar mi bici entre dos rampas, separadas unos tres o cuatro metros, pero llegó un momento en que no podía verla, me estaba quedando ciego, y mi padre, en vez de decir “bueno, ya está bien de bicicleta”, pintó las rampas de color naranja fluorescente, de modo que pude verlas un buen rato más. Eso fue muy ingenioso –mi padre siempre fue muy ingenioso a la hora de ayudarme.
¿Qué sintió la primera vez que pisó la cumbre de una montaña?
¡Miedo! Pensé: ¿y ahora cómo bajo? Muy bien, llegué, estoy vivo, y ahora hay que bajar. Y es mucho más difícil bajar: el 90% de los accidentes ocurren en el descenso, cuando vas cansado. Cometes un error y caes rodando. En la cima del Monte McKinley, hay que caminar sobre una cresta muy estrecha, donde una caída a izquierda o a derecha es muerte segura. Estaba muy nervioso, también por mi equipo, porque íbamos atados a una misma cuerda: si yo caía, arrastraba a todos. Uno de los compañeros me dijo: “no te preocupes, lo vamos a conseguir”. Iba tan concentrado, cuidando cada uno de los pasos que daba, que cuando pregunté ¿cuándo llegamos al final de la cresta?, me contestaron: “ya la pasaste”. Había perdido la noción del tiempo y el espacio.
Una vez pregunté a un experimentado escalador qué se siente en la cima del Everest, y justamente me contestó “ganas de bajar”. Pero enseguida me dijo: “pero cuando estoy abajo, sólo quiero subir”. ¿Comparte ese sentimiento?
¡Claro! Escalar es un deporte retrospectivo: piensas en la cumbre mucho más tarde de alcanzarla.
¿Y qué piensa cuando llega ese momento?
Una semana o un mes después de haber culminado el Everest, simplemente lloraba y lloraba. No me podía creer lo que había hecho. Cuando estás ahí, estás tan concentrado, tan lejos de donde pertenecen los humanos, que sólo te sientes pequeño: si el clima quiere aplastarte lo hará, porque no eres nada, sólo un chispazo. Es una sensación de total humildad. Y es una sensación maravillosa, pero al mismo tiempo sabes que no vives ahí, es un lugar que sólo visitas.
¿Qué siente, qué huele allá arriba?
Cada montaña huele distinto. La cima del Iztaccíhuatl, que es un volcán, huele a azufre, a humo, a polvo. En el McKinley, que es pura nieve, hueles la superficie derritiéndose bajo el sol, y tu propia piel cociéndose. Y bueno, cuando estás en una montaña durante mucho tiempo, te hueles mucho a ti mismo [risas]. Además hueles el viento, frío y suave; eso es muy agradable. Y los sonidos de la montaña también impresionan mucho, como las avalanchas en el Everest: explotan y caen. Recuerdo una vez que estábamos descansando en un glaciar y de repente oímos un estruendo atrás: ¡hora de irse! Caminar sobre un glaciar mismo es igualmente impresionante, porque sientes el hielo vibrar y moverse bajo tus pies; es un sonido hermoso y aterrador a un tiempo.
¿Qué es lo que más necesita en la montaña un alpinista que no puede ver?
Se necesita una preparación que permita saber a la perfección qué hacer en determinadas circunstancias. Y en montañas grandes, yo definitivamente necesito un buen equipo de gente que sí pueda ver. Claro, que también he escalado montes yo solo, usando un GPS, y he escalado los Dolomitas, en Italia, con otro compañero ciego, sólo nosotros dos. Ir más allá de los límites y probar cosas nuevas es muy divertido: otra vez escalé con un compañero sin piernas y con otro parapléjico, a los que tuve que cargar a la espalda.
Sus logros son apabullantes, no sólo en la montaña y ayudando a jóvenes con los mismos problemas, sino a través de todos los deportes que practica (buceo, rafting…), y por sus palabras pareciera una especie de súper héroe que nunca cede al desánimo. ¿Qué pone triste al súper héroe?
El tiempo. Me preocupa que pueda faltarme. He tenido éxito en la montaña, pero también quiero tenerlo de otra manera, por ejemplo usando la tecnología. Manejar un i-Phone, navegar por internet, es un poco difícil siendo ciego; las barreras que eso supone hacen que sienta que me estanco, cuando quiero estar siempre aprendiendo. El caso es que no tengo tiempo; tengo una familia y dos hijos… Otra cosa que me preocupa es ser buen padre, no ser un padre ausente… Todo es un equilibrio difícil de llevar.
Ha sido también profesor. ¿Qué piensa de esos jóvenes que tienen todo y sin embargo se quejan todo el tiempo?
Enseñé a niños de diez y once años, pero también he trabajado con adolescentes, y sí, me entristece que se quejen. Pero sobre todo, que no entiendan que la vida es dura. Si no entienden eso, fracasarán; verán la vida pasar de lado, no formarán parte de nada grande, porque lo grande es difícil.
¿Echa de menos ver?
Sí. Echo de menos las caras, las expresiones, lo hermoso que son los rostros de la gente… Y los ojos. Es una gran desventaja, no poder leer los rostros, así que tengo que trabajar duro leyendo las voces. ¡Y los olores!
– Yaiza Santos
(Huelva, España, 1978) es periodista y editora afincada en México. Imparte clases de periodismo en la Universidad Iberoamericana.