Cuando era niño creía que Lorenza, la robusta mujer de cincuenta años que ayudaba a mi abuela con la limpieza de la casa, y la famosa tía Jemima que aparecía en las cajas de harina para hot cakes, eran la misma persona. Creo que fue mi abuela en persona quien me sacó del error. Entonces la tía Jemima no existía, se llamaba La Negrita, porque en el México nacionalista y de economía mixta de López Portillo y De la Madrid, las marcas transnacionales tenían nombres en español: el jabón de tocador Shield era Escudo; Mr. Clean era Maestro Limpio y Froot Loops era Fruti Lupis, de Kellogg's. Lorenza ahora tiene ochenta años y sigue asistiendo sin falta a casa de mi abuela para ayudarla con la limpieza dos veces a la semana, son inseparables desde entonces.
Los hot cakes que preparaba mi abuela me gustaban más que los de mi madre. Eran del doble del tamaño, más gruesos y esponjosos porque mi abuela utilizaba harina de la marca La negrita, y mi madre Pronto. Los servía con leche condensada La Lechera de Nestlé, mientras que mi madre, obsesionada con la salud, con miel de abeja. No es un secreto que en la jungla de los símbolos de mi generación los hot cakes representan el paraíso perdido de la niñez, la seguridad del hogar, el amor de la madre, o de la abuela. En mis primeros recuerdos está la caja roja de La negrita; la cocina de la abuela; el pequeño televisor en blanco y negro sintonizado en En familia con Chabelo; el trozo de mantequilla que se derrite sobre un pantagruélico panqueque del tamaño de un plato.
A los veintitantos tuve una relación que duró más de ocho años con una chica llamada Magnolia. Ella despreciaba las harinas preparadas para hot cakes, pues, decía, era idiota pagar tanto dinero por algo que se podía hacer con facilidad. Por eso compraba harina de trigo y otros tantos ingredientes; tenía su propia receta: los hot cakes de la tía Magnolia, decía ella. Acostumbrábamos desayunarlos los domingos.
Cuando nos separamos estuve un rato a la deriva, me convertí en un promiscuo solterón de treinta y tantos años. La costumbre de los hot cakes los domingos desapareció de mi vida hasta que una mañana abrí los ojos a las 6 a.m y vi a la mujer con la que estaba saliendo, de pie, vestida, junto a mí. Tenía puesto un abrigo marrón de pana que me gustaba mucho y una bufanda enrollada en el cuello. Se veía preocupada.
—¿Qué pasa? —le dije.
—Ya me voy.
Le hice una seña para que se volviera a meter a la cama conmigo .
—Tengo que llegar a mi casa para hacerles hot cakes a mis hijos.
Me vestí y la acompañé hasta el coche. Era una de esas madrugadas lluviosas y frías de la ciudad de México que le rompen a uno el alma. Por entonces yo estaba escribiendo una novela que luego se llamaría Autos usados y que publicaría Random House Mondadori sin pena ni gloria. ¿Qué es de mi vida?, me dije, esa mañana. Supe que estaba frente a eso que se denomina vulgarmente como crisis de la mediana edad, o frente a una de las muchas crisis de la mediana edad que constituyen la herencia de la carne, parafraseando a Shakespeare. Y en mi mente se fijó una ilustración al estilo Atalaya de los Testigos de Jehová: la mujer que acababa de irse con sus dos hijos a la mesa (estaba divorciada), comiendo hot cakes, probablemente de la marca ahora llamada Aunt Jemima. Imaginé una taza de té negro muy cargado, caliente, dulce, y pensé en llamarle a mi ex para que regresara conmigo, pero no lo hice. Seguí con mi vida disipada, y cada tanto, con el recuerdo de los hot cakes de la abuela, de mi ex, y, ¿por qué no?, hasta los de mi madre.
Mas tarde comencé a salir con una idiosincrática chica de 22 años experta en la artes amatorias, que un día me preguntó.
—¿Por qué estás triste?
—No sé —creo que le dije—. Siento que necesito un hogar. Que alguien me prepare hot cakes y me de un beso en la frente.
Ella me dijo:
—Ven.
Y me practicó una felación, la mejor de mi vida. Cuando hubo terminado me dijo:
—Vístete.
Me llevó en su auto a un restaurante chino en Revolución y Molinos. Me pidió unos hot cakes con tocino, y unos sencillos para ella porque su religión le prohibía comer cerdo. Cuando terminé de desayunar me dijo:
—¿Ves, querías que alguien te preparara hot cakes y te diera un beso en la frente? Yo te hice una mamada y te compré unos hot cakes.
Era un buen punto, pero aquello no podía durar demasiado, por eso una tarde, astroso y con barba de cuatro días, me encontré frente a un teléfono público marcando el número de Magnolia.
—¿Sí? —me preguntó con tono de suficiencia, pues debió pensar que yo quería regresar con ella.
—Los hot cakes —le dije—. Pásame la receta de los hot cakes.
Y he aquí la receta de mi ex para preparar hot cakes para dos personas:
Una taza de harina integral.
Una cucharada de polvo para hornear o de bicarbonato de sodio.
Una pizca de canela en polvo.
Una cucharada sopera de azúcar o Splenda para hornear.
Un chorro de esencia de vainilla.
Un huevo.
¾ de una taza de leche.
Una cucharada de mantequilla derretida.
Se ponen en un recipiente estos ingredientes en el orden descrito, se bate con una cuchara y se deja caer la masa sobre una sartén bien caliente, lubricada con mantequilla, y listo. Desde entonces ya no necesito de nadie. En la jungla de los símbolos de mi generación me consiento cada domingo, soy mi propia madre, mi propia abuela y mi propia ex, sólo que ya no me gusta ver En familia con Chabelo.
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).