Espacio y tiempo y luz en todo yo

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Espacio y tiempo y luz en todo yo, en todos y yo y todos! ¡Yo con la inmensidad!

– Juan Ramón Jiménez, Espacio

Desde temprano, Picasso entendió que el arte moderno servía no para construir obras sino para quemar etapas. Juan Ramón Jiménez (1881-1958), en cambio, fue despojándose de su madurez con cada nuevo libro de poemas. De Ninfeas y Almas de violeta (1900) a Lírica de una Atlántida (1936-1954), pasando por Diario de un poeta recién casado (1916) y Piedra y cielo (1919), Jiménez supo asumir cada una de sus etapas con el fervor, pero también con la integridad, de un panteísta inconforme. Leyenda, título que recoge su producción a lo largo de sesenta años, puede leerse como las confesiones de tan singular panteísta: uno que, durante sus periodos “sensitivo” e “intelectual”, fue devoto de las atmósferas y la lucidez para, en el periodo “suficiente” o “verdadero”, encontrar a su “dios deseado y deseante” a través de una belleza intuitiva y simultánea. Según Octavio Paz en las siguientes líneas de El arco y la lira: “Su evolución poética se parece a la de Yeats […] Ambos parten de una poesía recargada que lentamente se aligera y torna transparente; ambos llegan a la vejez para escribir sus mejores poemas.” Juan Ramón, para quien las vanguardias fueron apenas un pensamiento “májico” del siglo XX, llegó a su juventud por destilación, no por contagio.

Si bien su obra completa parece no tener fin, hermanada con la de Pessoa en la incesante aparición de títulos que se creían perdidos o inexistentes, buena parte de los trabajos rescatados pertenecen a sus dos primeras fases creativas. La tercera y última, la más intensa y actual, es también la menos atendida de todas. Solo unos cuantos poetas y ensayistas españoles –Aurora de Albornoz, Alfonso Alegre Heitzmann, Francisco Brines, Andrés Sánchez Robayna, José Ángel Valente, Vicente Valero– superaron la fiebre por el primer y segundo Juan Ramón inédito, ocaso del modernismo y aurora de la “poesía pura”, y volvieron la mirada al tercer Jiménez, tan mal o escasamente editado hasta la fecha. En particular a ese que durante su exilio, sin agenda surrealista, acarició “la idea de un poema seguido (¿cuántos milímetros, metros, kilómetros?) sin asunto concreto, sostenido solo por la sorpresa, el ritmo, el hallazgo, la luz, la ilusión sucesivas…”.

Redactado en 1941 y publicado trece años después, Espacio no solo es aquella idea concretada, sino el gran poema de Jiménez y el colmo de su mocedad estética: rapto de los sentidos que desconfían de la cavilación porque la desconocen. En una carta a Joaquín Díez-Canedo, el autor de Platero y yo sostiene que “una embriaguez rapsódica, una fuga incontenible empezó a dictarme un poema de espacio, en una sola interminable estrofa de verso mayor”. Como suele ocurrirle al joven poeta frente a la crítica, que recibe a aquel con la unanimidad de su silencio, Gerardo Diego fue el único en celebrar la aparición del primer fragmento de Espacio en 1943, cuando Jiménez tenía sesenta y un años. Ni siquiera el Premio Nobel de Literatura, concedido a Juan Ramón poco antes de su muerte, modificó las cosas. Una total incomprensión selló su última etapa poética. El provincianismo institucionalizado de la poesía franquista, la muerte y el exilio de algunos miembros destacados de las generaciones del 98 y del 27, así como el trato canalla que Juan Ramón dio a Luis Cernuda y Vicente Aleixandre –maestros de la generación inmediata, la del 50– agudizaron dicha negligencia. (Baste recordar que Jaime Gil de Biedma sentenció que Jiménez escribía “por recetas, por fórmulas; un poema es casi idéntico al otro”. Y en otro juicio venenoso el catalán vengó así a Cernuda y Aleixandre, sus educadores sentimentales: “jrj unía una excepcional incapacidad para verse en relación con los demás y en relación consigo mismo […] Nunca le embargó el pudor de disimular lo que en él había de pelendrín, de mezquino y malicioso señorito de casino de pueblo de Huelva.” Esa opinión tardaría casi medio siglo en cambiar, una vez cerradas las heridas de orgullos literarios propios y heredados.)

Compuesto por tres “estrofas” o fragmentos en prosa, Espacio enumera las creaciones de la conciencia, hechas a su imagen y semejanza eterna e instantánea: el cuerpo, el arte, la memoria, el amor, el sexo, la realidad misma. “‘Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo’. Yo tengo, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo porvivir. No soy presente solo, sino fuga raudal de cabo a fin”, escribe Juan Ramón en sus primeras e inolvidables líneas. No más la fe en la inteligencia –a la que nuestro autor, treinta años antes, exigía que le diera “el nombre exacto de las cosas”–, sino en la conciencia, esa otra “partícula de Dios” que genera la masa de toda la materia del universo en la mente del hombre. De la lógica cartesiana, Jiménez pasó a la conquista del espacio interior. Esa, y no otra, fue su odisea: “¡Yo, universo inmenso, dentro, fuera de ti, segura inmensidad!” Así también lo supo Stanley Kubrick en su cinta 2001, cuyo viaje arranca en el cosmos y concluye en el útero. ~

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(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).


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