Esta parte de la ciudad no es un lugar para los viejos (cuento)

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Estoy sentado en un pub irlandés bajo el Castillo de Praga. A mis pies hay una pila de bolsas de plástico. Por su culpa tengo los brazos medio desencajados, porque he tenido que cargarlas –compras para papá– desde Smíchov. Aquí las tiendas han desaparecido. Todo está dedicado al comercio turístico. Esta parte de la ciudad no es, desde hace mucho tiempo, un lugar para los viejos.

Hoy han llevado a papá al hospital. Hace ya mucho que ha dejado de matar el tiempo enumerando todas sus dolencias. Desde hace tiempo su estado es uno de manos traslúcidas y pensamientos confusos. Antes de ir a verlo he venido aquí a descansar. No podría haber elegido peor ni aunque me lo hubiera propuesto. El pub está siempre lleno de una ruidosa muchedumbre de hooligans ingleses. Está en la ruta de pubs baratos, pasado el Castillo, que siguen mientras buscan putas. No tenía ningún sentido ir a otro lugar. La pizzería, la taberna griega, la cafetería mexicana o este repugnante lugar, da igual. Aquí, bajo el Castillo, todo son trampas para turistas. Cuando venía a comer aquí con papá, mamá y mis hermanas, sólo servían a los ancianos y las viejecitas de los alrededores.

 

 

No te dejes llevar por la nostalgia, me digo. Las cosas aquí deben ser mejores ahora de lo que eran antes. En aquellos días, las barracas cruzando la calle, con una estrella roja al frente, era donde los soldados soviéticos comían. Los soviéticos, con sus tanques y sus misiles mantuvieron al gobierno checo bajo un yugo severo, y con él a una sexta parte del mundo, y fue horrendo; y mientras tanto este enredo globalizado, bueno esto es la Libertad. El maldito mal gusto de los centros de las ciudades es evidencia de la libertad de viaje, me digo para tranquilizarme. Es lo mismo aquí que en Florencia, Kioto o Lisboa. La gente quiere ser similar, porque la diferencia sólo engendra malos entendidos y violencia. Y no exagero si digo que ese año, 1989, cuando la Europa del Este se rebeló, salimos de Orwell para ir directamente a Huxley. Pero ¿cuál de los dos es mejor?

Por encima de todo, criatura de nostalgia, no te olvides de que muchos de estos “ancianos” y “viejecitas” del lugar eran uña y carne con la policía secreta y denunciaban cualquier disparate que circulara entre papá y sus colegas. Porque este lugar es donde papá se reunía con disidentes, oponentes al régimen. De vez en cuando, uno de ellos era encerrado. Pero no papá. En esa época nosotros, la familia, estábamos bastante preocupados por eso; no parecía bueno no tener al menos a tu padre en la cárcel. Más tarde comprendí cómo escapaba de ella. A diferencia de otros disidentes, no escribía sobre lo tristemente inepto que era el régimen sino sobre lo inepto que era él. Esta es la razón por la que las cosas que escribió pueden leerse todavía hoy. Las pocas páginas que sobreviven. Quemó el resto. Podría haber berreado contra el régimen como los demás, pero para él era un oponente más valioso el inefable universo, el desconcertante hecho que es la mortalidad del hombre, y también la depresión, ese baño de hielo en su cerebro que le acompañaría toda la vida. Mucha gente nace así.

 

 

Papá nunca encajó de verdad con los disidentes porque él era un hombre de campo. Nunca supo utilizar bien el teléfono ni cruzar con la luz roja, pero era hábil con las manos. Naturalmente yo me convertí en un activista clandestino. Una vez que me encerraron y soltaron por primera vez, fui adulto. Para la mayoría de mis amigos la primera estancia en la cárcel era un rito de paso. Mi madre y mis hermanas invitaban a los vecinos al té, lo que estaba bien y era correcto. Sacrificaban galletas de sus raciones y me cantaban las alabanzas: ¡Pégale y ni siquiera parpadeará! Nunca testificará. Sí, es un buen tipo, reconocían los viejos, y después se servían otra galleta… A ojos de las chicas del barrio, mi atractivo se disparó. ¿Y papá? Se escabullía en alguna parte. Probablemente avergonzado. A él no lo habían encerrado. ¡Ni siquiera era digno de sus molestias! Fue más o menos en esa época cuando empezó a desaparecer en el bosque. Tensaba los músculos, practicaba para su estancia en la cárcel. Creía que eso llegaría. Dormía en el bosque. En teoría, fue mi estancia en la cárcel lo que le inspiró para escribir el ciclo de poemas sobre la ineptitud de la paternidad. Los poemas surgieron de la terrible toma de conciencia de que es imposible proteger a un hijo; garabateaba manuscritos en la nieve con una ramita, después practicaba el autocontrol y los borraba. Y se dice que ese fue el origen de un libro de poemas que nunca fue leído por nadie, Ineptos copos de nieve.

 

 

Mi mirada vaga por el pub. Sí, nos gustaba venir aquí. Antes de que la familia se rompiera. Las primeras en distanciarse fueron mis hermanas. Iveta y Klára no tenían la fibra necesaria para resistir a los reclutadores de la policía secreta en la escuela secundaria y empezaron a acostarse con extranjeros. Su tarea en la cama era descubrir lo que pudieran sobre los planos estratégicos de las fuerzas armadas de la OTAN, la capacidad defensiva y económica de Occidente y cosas así. Creo que las muy guarras disfrutaban con el aspecto higiénico de esos hombres occidentales o árabes, con todas esas cremas y champús, y eso las hizo dejar el colegio… y llevaban a casa paquetes de comida. Yo todavía era un niño entonces, y me lanzaba sobre los paquetes con avidez. Todavía hoy estoy agradecido con mis queridas hermanas. Rezo por sus almas.

Klára se convirtió en agente de la policía secreta. Se mudó a los barracones. E Iveta se casó y terminó en lugar muy lejano. Tengo la sensación de que lo que más querían era no vivir con papá. A veces las despertaba por la noche entre lágrimas y les explicaba que no le salía un verso de un poema… y les preguntaba si había fracasado como padre, ya que ellas se habían convertido en asquerosas putas e informantes… ellas le devolvían el golpe y él salía corriendo a terminar su poema. Los compañeros de cama de mis hermanas –asesores militares y magnates de las armas– nunca se creían que las bolsas bajo sus ojos y las piernas temblorosas por la falta de sueño eran culpa de su padre versificador. Así que de vez en cuando sus celosos amantes les daban una buena paliza. Y cuando se quejaban con la gente de la policía secreta, a veces estos les daban otra. ¡Qué contento estaba yo de no ser una chica!

Mis hermanas se marcharon de casa a la primera oportunidad, aunque siguieron dándole a papá numeroso material sobre el tema de la ineptitud. Klára fue una de las primeras víctimas de los disturbios de 1989. Ella estaba al mando cuando la policía cargó contra los estudiantes en la Avenida Nacional. Una multitud de estudiantes –de los que se dijo que eran de las facultades de matemáticas y física– la sacaron a rastras de su vehículo y la colgaron de una farola, y debajo de ella un par de bromistas hasta encendieron una hoguera. Sí, Iveta terminó de forma parecida. Murió durante el bombardeo de Bagdag. En ese momento era la undécima esposa del califa Umar Barzhagi, en cuya cama había sido puesta por el Partido. Hoy hay una plaza con su nombre en Bagdag. Delante del Palacio Real, sí, Plaza Iveta, ¡no es poca cosa!

Mamá, que hacía mucho tiempo había decidido que era capaz de enfrentarse a cualquier cosa que se le presentara, lloraba y lloraba y colgaba comederos en la ventana por sus almas. Es una vieja costumbre checa. Ni los cristianos ni los comunistas lograron acabar con ella. Lo único que hace falta es grasa de tocino, un poco de pan y, por encima de todo, agua limpia. Las almas de los muertos descienden sobre el comedero en forma de sombras de pajaritos. Si hablas con ellos, y si se llevan la comida, sientes cómo tu pena va menguando gradualmente. Las almas pueden aparecer hasta nueve meses después de la muerte. Después de eso ya no necesitan que te ocupes de ellas.

Papá nunca puso una sola migaja en el comedero. Y aunque pequeñas sombras de pájaros rondaran pacientemente el comedero, incluso durante la más severa de las heladas, y volvieran sus cabecitas hacia su ventana, nunca les dijo una palabra. No tenía tiempo, estaba escribiendo. Fue entonces cuando escribió Aferrarse a la paja, una obra de teatro que da rienda suelta a su profundo sufrimiento causado por su incapacidad para dar amor paternal a sus hijas muertas, a las que cuidó durante toda su maldita vida. Sus muertes le dejaron tan drogado que la transición a la degeneración llegó poco a poco. Esta vez proyectó el sufrimiento provocado por la gélida indiferencia del universo en su entorno inmediato, lo que de manera inevitable le llevó a ser parcialmente descriptivo. Y eso fue considerado como crítico con el régimen. La Praga del último socialismo estaba empezando a desintegrarse. El poema cantaba la caída de todos los organismos vivos hacia la muerte y comparaba la disolución del Estado con el destino de cualquier organismo anciano; las palabras de papá apestaban a drenajes, escayola putrefacta y un viento que se riza alrededor de los flácidos colgajos de los estandartes bolcheviques sobre las comisarías de policía y las cámaras de tortura. Llamó al poema “Cerebro que apesta”.

Esta vez pareció que había dejado huella. Una modesta compañía de amigos disidentes –el resto estaba entre rejas en ese momento– lo aclamó al fin. Y papá fue incluso interrogado. Pero no lo encerraron. Los investigadores no consideraron sus versos peligrosos, sólo estúpidos. Porque el régimen había cambiado de táctica. Ya no trataba de convertir en mártires a aquellos cuyos versos pudieran agitar a un pueblo subyugado. Así que papá fue arrojado fuera de la comisaría, se declaró públicamente que estaba mal de la cabeza y como tal se le concedió (¡corrupto!) una pensión del régimen. Mamá y yo nos entusiasmamos con el dinero extra. Pero papá vagaba por ahí como un cuerpo sin alma. Para colmo de su desgracia, las cosas que escribía –a diferencia de las obras de muchos disidentes– no eran traducidas y publicadas en Occidente; eran demasiado deprimentes. De modo que el subsidio que recibiría como único ingreso cayó como maná del cielo. Con todo, la alegría de mamá duró poco.

 

 

Papá y yo ya discutíamos cuando mamá todavía estaba viva. A pesar de ser incapaz de pensar en otra cosa que no fuera él mismo, lo cual no es raro en gente con depresión, no se le pasó por alto que, después de convertirme en un activista clandestino, dejé de trabajar. Comía de la pensión que él recibía por estar loco. Naturalmente no era así como había imaginado que sería su vida con el único hijo que le quedaba. Me decía que consiguiera un trabajo decente. Me daba lata por no trabajar para conseguir una pensión propia. También le molestaba que me reuniera con mis colegas, otros activistas clandestinos, en nuestro piso. Debatíamos, a altas horas de la noche, sobre cómo derrocar el régimen, y papá decía que eso le impedía escribir. En esa época se estaba acercando a la mitad mala de la cuarentena, así que no creo que pudiera distinguir a un joven de otro. “Son un rebaño, con pelo largo y ridículos panfletos…” Ese individualista, ese solitario, acabaría con nuestro movimiento.

 

 

Sin siquiera anunciarlo, papá se iba a pasar el invierno a algún lugar de las Montañas Gigantes, normalmente para esconderse en alguna ruina dejada por los alemanes expulsados tras la guerra. A veces nos llevaba con él. Alguno de sus más exitosos colegas disidentes, cuyos libros eran publicados en Occidente o que escribían en secreto culebrones televisivos socialistas, le prestaba una casa de montaña. Papá prometía que reformaría el lugar, y a eso se dedicaba todo el invierno. Pero también lo hacía para no morir congelado. En el lugar en que estábamos no había estufa. Así que no podía escribir; sólo podía pensar sus poemas. En esa época él era de la opinión de que tanto mejor que sus poemas sólo sucedieran.

He dicho que era hábil con las manos. Podía hacer un suelo, reparar vigas podridas, limpiar un pozo. Ponía trampas, colocaba lazos para liebres y en un par de ocasiones incluso cazó una cierva al volante de un tractor. Me enseñó a despellejar animales, y ya que sabía hacerlo podía convertir las pieles en un artículo de lujo, como un bañador. Esas cosas eran escasas bajo el socialismo. A veces papá se hartaba de trabajar y cogía su hacha y unas cerillas y se iba al bosque a invernar. En una ocasión nos dejó a mamá y a mí en una casucha para que nos las arregláramos solos. No nos fue mal, con todo: sacamos unas larvas de las vigas antes de que el arroyo se congelara y nos dimos un festín de pescado. Hacía un frío terrible, pero no tuvimos la sangre fría para utilizar como leña las vigas que papá había arreglado o el suelo que había hecho. Esperamos a que llegara la primavera y nos turnamos comprobando las trampas. En una ronda de comprobación mamá dio un traspié y se le quedó atrapada la pierna. Tenía que demostrarle al mundo lo valiente que era, así que no pidió ayuda a gritos ni trató de liberarse de la trampa con una navaja. De haber sido una loba, se habría arrancado la pierna de un bocado. Por suerte, yo salí poco después con un destornillador en el bolsillo; la pierna ya se le estaba poniendo azul. Se tumbó en el suelo con unas mantas, con mucha fiebre, y yo quemé antes que nada las vigas. Después arranqué todo el suelo a su alrededor y también lo quemé. Sabía que había que llevarla a un hospital, pero ¿cómo? No podía contar con papá.

 

 

Tuvimos un fantástico golpe de suerte. El disidente que le había prestado la casa a papá acababa de escapar de la cárcel. Y fue directamente a esa casucha para esconderse. No era su propietario legal, de modo que la policía secreta no la conocía. Llegó en un trineo tirado por un poni, dando un rodeo por el bosque. Pero nosotros teníamos que ir al hospital cuanto antes. El disidente, uno de los mejores cerebros de la resistencia interna, esbozó un brillante plan de rescate. Nos vestimos de pueblerinos –en el pajar encontramos algunos chándales raídos, gorras grasientas y abrigos de cuero mordidos por los ratones–, nos bebimos una botella o dos de vodka y empezamos a tartamudear y gritar… las patrullas de policía en los cruces de caminos nos saludaban… disfrazados de un par de vulgares y nada llamativos palurdos tuvimos a mamá en el hospital al cabo de un par de días. Ese “tío” amablemente disidente asumió un gran riesgo esa vez, y le estoy agradecido. Un día, después de que cayera la cortina de hierro y yo publicara mi primer libro, me hizo jurar por mi vida que nunca escribiría sobre él. No puedo incumplir mi palabra. Así que no revelaré el nombre de ese hombre valiente que más tarde alcanzaría la presidencia. En el hospital salvaron a mamá. Pero durante una manifestación de verano contra las maniobras del Pacto de Varsovia fue arrollada por un tanque. Sé que fue arrollada porque sus piernas no eran capaces de correr mucho después de lastimarse una de ellas con la trampa mientras papá se revolcaba en su soledad en alguna parte. Durante mucho tiempo, tras la muerte de mamá, no nos tratamos.

 

 

Después de 1989, en esos tensos momentos en que los feudos ex soviéticos pasaron de la Ley de Orwell al Imperativo de Huxley, papá se convirtió en conserje de una casa de la ciudad, en el Barrio Pequeño, bajo el Castillo. Esta vieja casa de tortura había pasado, como en un quid pro quo por ser dejado en paz por la policía secreta, al único poeta disidente checo que ganaría el Premio Nobel. Para papá, un escritor que carecía del menor éxito, estar al servicio de un poeta muy estimado le proporcionaba una orgía de ineptitud. ¡Cómo gozaba! Estaba llegando a los sesenta, empezó a quemar su obra y, con los dedos ennegrecidos por las cenizas se entretenía con los suelos y las vigas de la casa, limpiaba el pozo y cosas así. La liberación del país no aportó nada a la relación claramente desafinada que manteníamos. Al contrario. Tiendo a pensar que papá habría estado contento si, después de las muertes de mi hermana y mi madre, hubiera muerto yo y él hubiera podido quedarse solo en el mundo y saborearlo al máximo. ¡Imagínate sobrevivir a toda la familia! Sus poemas de queja habrían proliferado, con ese dolor, como gusanos en una herida. Habría atizado su fuego. Pero no le di ese gusto. Para hacerle daño, después de despilfarrar con euforia los primeros años de libertad, dejé las drogas y el alcohol. Sí, por él. Siempre que nos veíamos, se oía el crujido de las navajas abriéndose en nuestros respectivos bolsillos.

 

 

Han pasado casi dos décadas y visito a papá casi a diario. A veces simula no verme. Ahora le ayudo. Está mal. Manos traslúcidas con dedos corroídos por la ceniza. Pensamientos confusos. Una cabeza de león con el pelo largo gris. Desde hace mucho tiempo es uno de los últimos ancianos que viven debajo del Castillo, algunos centenares de ellos en el Barrio Pequeño. Y esta parte de la ciudad no es, desde hace tiempo, un lugar para los viejos.

Aquí y allá, entre las muchedumbres de visitantes que atestan estas calles, los últimos ciudadanos viejos del Barrio Pequeño siguen arrastrando los pies. Los poco higiénicos disidentes del mundo de Huxley, la evidencia sin gracia de la enfermedad y la vejez, recuerdos de la cortina de hierro. Y los turistas les toman fotos, como hacen con la parca en el reloj astronómico de la Plaza de la Ciudad Vieja.

La señora Tučková, ya vieja cuando yo nací, viene cada día con su pañuelo rojo, como si fuera un regalo del mismísimo Stalin, de camino a dar de comer a las gaviotas en el río. El viejo y gordo señor Horyna, que cada día pone su funesta cara, roja como una cereza hervida, contra una ventana de una planta baja de la Calle del Puente y asusta a los turistas. Y su vecina, la vieja señora Mocková, que a veces vacía un orinal sobre sus cabezas. “Me da igual que sean viejos”, dice el concejal Koštálová, defendiendo la idea de que esos y similares subversivos deberían ser encerrados en un sanatorio en alguna parte. “Pero ¡son tan raros!”, grita ella en el silencio de la reunión de crisis, horrorizada por lo poco políticamente correcta que se ha vuelto. Como mi padre, todos esos viejos pasaron la infancia durante la Gran Guerra. La mayoría de ellos –¡aunque no mi padre!– trabajaron duro durante toda su vida. Muchos de ellos todavía piensan que los agujeros en la ropa deben remendarse, que hay que zurcir los calcetines, que hay que acabarse la comida del plato y que el papel usado debe ser reciclado. De modo que no sólo resultan interesantes para las pompas fúnebres sino también para los etnógrafos. Sí, nuestro contacto con esos ancianos es como un encuentro entre una expedición al Amazonas y los salvajes indígenas. Ambos desaparecerán dentro de no mucho. De modo que el concejal Koštálová y yo estamos confeccionando una propuesta para inmortalizar a unos pocos especímenes seleccionados de la vieja generación. Pretendemos hacer autómatas a partir de los últimos supervivientes. Nada que dé miedo, sino pensado para ser bastante realista, un recuerdo del siglo xx. Naturalmente quiero que uno de esos modelos ocupe el lugar de mi padre. Preservaré tu ineptitud, papá, hechizada en un robot por siempre jamás. Para que los escolares que pasen tiemblen de asombro ante esa cosa “representativa del pasado”. Y el asombro será tan grande, papá, que ni se les ocurrirá, ciegos como son al frío de su propio universo, pensar en lo ineptos que son ellos. Y esa ceguera, esa es la verdadera ineptitud, ¿verdad? Sí, papá, creo que te gustará.

 

 

El hospital debajo del Castillo. En el ala geriátrica borbotean un puñado de despojos con tubos conectados. Papá se ha encogido, se ha marchitado. Y ¿dónde tiene las manos? Ya lo veo, está atado. Es sólo una gran cabeza sobre una almohada. Una cabeza con una cabellera de pelo sucio y gris. Abre los ojos. Trata de esbozar una sonrisa. ¡Cómo! Si ha pensado que era el final y de repente me ha visto, debe estar un poco molesto. Mido la circunferencia de su cabeza con el metro plegable. En las sienes. Y le hablo en susurros sobre el autómata. Sus espantosos restos serán eternos. La ineptitud perpetuada. Él sonríe. Sí, siempre he querido que mi padre me sonriera en su lecho de muerte. Sólo para estar seguro, vuelvo a medirle la cabeza. El metro se desliza sobre su pelo. Quiero que mi medición sea exacta. ~

 

Traducción del inglés de Ramón González Férriz

© The Guardian

 

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