Esta va por mí

Todos los padres tienen secretos: algunos amantes, otros negocios ilegales o familias que ocultan; algunos se sinceran tarde o temprano, otros mueren inconfesos y con ellos su doble vida.
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Encontré al padre de Alberto de rodillas en el piso, contemplando el nivel inferior de un pequeño estante de Sangría editora. Su cabeza se movía de izquierda a derecha, su mirada fruncida recorría lomos de colores a un ritmo riguroso. Caminé despacio en reversa esperando no interrumpirlo. Noté que debajo de aquel abrigo gris perfumado que lo caracteriza, llevaba puesto el pantalón de una pijama a cuadros. Tan pronto como pude me di la vuelta para comenzar mi propia búsqueda. Sin embargo, la imagen del padre de Alberto me distraía, ¿cuál era su objeto de deseo?

Todos los padres tienen secretos: algunos amantes, otros negocios ilegales o familias que ocultan; algunos se sinceran tarde o temprano, otros mueren inconfesos y con ellos su doble vida. Al padre de Emilio lo cacharon haciéndose manicure en un salón de belleza en la Narvarte; a la madre de Diego le encontraron piedras de MDMA en el cajón de la ropa interior; el papá de Valentina reveló un día que hace muchos años era pacheco y ya estaba hasta la madre de disimularlo, ahora produce su propio hachís y la esposa fuma con él de vez en cuando; el padre de Carlos es un católico de clóset; el padre adoptivo de Pilar Donoso, José, era homosexual.

El padre de Alberto bebe ginebra e inhala cocaína si se la ofrecen, pero ni en las más caras cantinas se gasta el dinero con el que compra libros a escondidas. A escondidas de su esposa, responsable ante los problemas econónicos de la familia, y de su hijo, mi amigo, que por diferenciarse del padre desarrolló una afición por el maquillaje y la moda.

Cuando éramos chicos nos llevaba a una librería de viejo en el Centro, en las que un viejo –por quien nosotros creíamos que se llamaba “librería de viejo”– nos subía a un cuarto reservado, que a diferencia del resto del espacio, más bien rascuache, era casi elegante, con sillones rojos de terciopelo y un aire frío acondicionado que contrastaba con el calor húmedo de abajo. El viejo se ponía guantes y nos mostraba libros olorosos. Después el padre de Alberto nos sobornaba con caprichos y en el camino decidíamos con qué mentiras responder cuando nos preguntaran a dónde habíamos ido. 

Esta noche yo estaba un poco decepcionada. Me animé a salir de la cama en domingo porque se anunciaban grandes descuentos, pero no era verdad que todos los libros estaban de barata y el catálogo era más bien típico, los mismos títulos de siempre, pocas rarezas. Un hombre uniformado se acercó a los clientes que quedábamos para apurarnos a pagar, que la librería cerraba. Eran pocos empleados en turno, todos cumplían una función a prisa, como quien no quiere la cosa, para irse a casa. Esas jornadas maratónicas del Buen Fin los matan.

En la fila noté que el padre de Alberto avanzaba en pantuflas. Lo vi pagar con billetes arrugados que sacaba de los bolsillos del abrigo, un par de quinientos se le cayeron al suelo. Los levanté. Gracias, gracias, me miró apenas, atolondrado. ¡Elvira! ¿Cómo estás?, sonrió con vergüenza y se obligó a darme un beso en la mejilla. Pagó, entonces, cuatro de los cinco libros del montón seleccionado. Se buscó más dinero en el cuerpo, Ni modo, murmuró con desesperación, ya me voy porque le dije a mi mujer que iba a estacionar el carro. Adiós, Adiós.

Cuando llegó mi turno, compré el libro que el padre de Alberto no pudo pagar. Al día siguiente lo dejé con el conserje de su oficina, dentro de un sobre sin remitente.

 

 

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