La noche del terremoto, esto lo saben todos, hubo luna llena. Según los que pudieron apreciarlo –yo sé de un danés que vive en el Cajón del Maipo que se sentó a contemplar el movimiento inmenso de las montañas, y del marido de una amiga que se tendió sobre el pasto, como un nadador sobre las olas a disfrutarlo–, el espectáculo fue fantástico. La tierra se sacudía, el suelo perdía su dureza acostumbrada, los árboles bailaban como drogadictos en trance, y hasta las montañas, según el danés, despertaron de su letargo. Donde había más seres humanos cundió el pánico. Eran las 3:34 hrs de la madrugada del sábado 27 de febrero, el último fin de semana de las vacaciones para los chilenos. Ese día, a esa hora, muchos de los despiertos estaban borrachos. Pocos conversan hasta tan tarde un día de fiesta sin una copa o vaso cerca. El dueño del bar Liguria, uno de los más concurridos en Santiago, me contó que las cámaras de su local habían registrado cómo los clientes que escaparon volvían por sus tragos entre réplica y réplica. En la pequeñísima cantina de Llo Lleo que frecuenta el poeta Mellado, se sentaron él y su dueño –Torito– a tomar whisky para pasar el susto, mientras poco más abajo, sin que ellos se dieran cuenta, las olas revolvían casas por dentro y por fuera. A la mayoría los despertó el terremoto. Entre esa mañana y el día siguiente regresarían a sus domicilios la mayor parte de los veraneantes. La luz se cortó enseguida en prácticamente todo el territorio sacudido, desde la quinta hasta la novena región, la mitad de Chile donde habita más del 80% de la población. Los teléfonos móviles dejaron de funcionar. La radio fue para muchos el único contacto con la realidad. En las costas hubo pueblos, como Bucalemu o Iloca, donde carabineros pasaban alertando riesgo de tsunami; en otros, la gente corrió instintivamente a las tierras altas, pero, por una descoordinación inadmisible, al poco rato las autoridades descartaban el peligro de inundación. El mar se apoderaba de villas completas, mientras desde la capital eran negadas las posibilidades de un maremoto. Hubo hombres y mujeres, en ciudades como Duao, Constitución o la isla de Juan Fernández, que bajaron de los cerros al escuchar la buena noticia, y la segunda o la tercera ola, porque fueron varias, acabaron con ellos. Las explicaciones han bordeado el absurdo: que circuló un fax borroso, que la Armada no fue clara, que le faltó personalidad al encargado de notificar la alarma por temor a equivocarse. Semejante estupidez costó un montón de vidas. La información circuló lentísima. Pidieron a los veraneantes que atrasaran su regreso lo más posible. Las carreteras estaban cortadas en muchos puntos. En Américo Vespucio, una de las principales arterias de la capital, cayó un paso sobre nivel mientras cinco autos lo atravesaban. Milagrosamente, en el instante no murió nadie, aunque producto de estos cortes los accidentes vinieron más tarde, cuando otros autos pasaron de largo y cayeron al abismo. Un filántropo murió atropellado intentando detener frente al barranco, aleteando los brazos, al vehículo que lo arroyó. Ese sábado, en los lugares que no habían perdido la energía eléctrica, la televisión comenzaba a mostrar imágenes que daban una primera idea de la magnitud del desastre. Sólo una primera idea, porque la verdadera dimensión del siniestro fue asomando paulatinamente. Santiago, salvo media docena de edificios desplomados y sus viejas casonas y rincones de adobe trizadas o caídas para siempre, resistió bien. Los edificios más altos se ladeaban como ramas, y dicen los que estuvieron en sus pisos superiores que al mirar por las ventanas vieron pasar otros rascacielos de lado a lado, como la aguja de un metrónomo. Al avanzar ese sábado, Concepción, la tercera ciudad más importante de Chile –si acaso hay unas más importantes que otras–, se volvió el centro de la noticia. Se sabía poquísimo de la situación de sus habitantes (cerca de 250.000), pero todo indicaba que la capital de la región del Bío Bío estaba prácticamente en el suelo. Hubo saqueos a molinos, bodegas, supermercados y grandes tiendas. La televisión, como era de esperar, se concentró en esas imágenes. Los periodistas acercaban el micrófono a tipos que cargaban inmensos sacos harineros o pantallas de plasma, y lo curioso es que algunos les daban entrevistas a pesar de la carga y el delito flagrante que cometían. Los opinólogos empezaron a hablar de una fractura peor que la terrestre: la moral, y fueron muchos los que aparecieron pidiendo a gritos la presencia de los militares. Algo parecido sucedió en el puerto de Talcahuano, donde empujados por el tsunami hubo barcos que se adentraron por las calles de la ciudad y goletas pesqueras volteadas en las esquinas. Ese lunes salí a recorrer algunos de los sitios costeros siniestrados, y ya en el camino me fui encontrando con poblados del campo tradicional chileno completamente en el suelo. La historia de Chile, desde la colonia, está construida de adobe. Las pocas edificaciones de esa época que se habían mantenido en pie eran de ese material, y sucumbieron. Las iglesias de Peralillo, de Lolol, de Doñihue, y sus casas de fachadas continuas, color concho de vino, amarillentas, con restos de paja en los muros, no resistieron los 8.8 grados en la escala de Richter con que se movió el piso. Lo curioso, sin embargo, era que ahí la vida continuaba. Sus moradores deambulaban por las calles con esa calma propia de las zonas rurales, donde al parecer la gente sabe rendirse ante lo irremediable sin mayores aspavientos. Removían con palas los escombros como si barrieran hojas del patio. En la plaza de Peumo había viejos leyendo el periódico, cuando hasta la funeraria Cortés, la principal del pueblo, estaba en el suelo. En el cementerio de Lolol, Carlos Faúndez, un viejo que se paseaba por ahí a falta de otros parientes a los que atender, nos mostró un muerto que había sacado sus pies de la tumba. Hubo cementerios en los que muchos de sus moradores consiguieron escapar de ataúdes hechos añicos. Durante el trayecto, las radios que podíamos captar transmitían el devenir de la supuesta turba en descontrol. La noticia estaba radicada en la violencia, en los territorios de la acción. Llegaron a circular rumores de hordas que avanzaban a desvalijar los barrios altos de Santiago, cosa que nunca estuvo ni cerca de suceder, pero que le daba al panorama noticioso un tinte intimidante. El gobierno, comentaban algunos, actuaba de modo timorato. La presidenta Bachelet recorría el territorio bajándose del helicóptero en cada punto en que latía la tragedia, pero la perplejidad era más fuerte que la lucidez y las declaraciones emotivas acompañaban más que las cuadrillas de emergencia. Treinta y tantas horas después del remezón se decretó estado de catástrofe y las zonas urbanas devastadas pasaron a estar al mando de los militares. Se instaló el toque de queda a las seis de la tarde. En estos lugares no había luz ni agua, y en muchos de ellos siguió sin reponerse hasta varios días después. Caminé sobre las ruinas de Boyeruca, entre juguetes, lavadoras, zapatos y redes de pescadores. Boyeruca es un pueblito ubicado en la desembocadura de las salinas de Lo Valdivia, unos 300 km al sur de la capital. Sus casas bordeaban un estero en el que habita una gran variedad de pájaros, y por ahí entró el mar –luego de recogerse cientos de metros, dejando ver enormes rocas desconocidas en lontananza y gran cantidad de peces sacudiéndose sobre la arena–, lijándolo todo a su paso, arrancando murallas de raíz, convirtiendo la ciudad en un campamento que parecía arrasado por una estampida de elefantes. Unos surfistas cristianos distribuían ropa usada entre los damnificados en lo que pudo ser la plaza del poblado. Toda esa costa es paraíso de surfistas. Esa noche tembló y, no obstante, a la mañana siguiente, en las playas vecinas, recién amaneciendo, se los podía encontrar cazando olas, mientras los habitantes del lugar continuaban durmiendo en tiendas de campaña instaladas en las lomas por terror a nuevas marejadas. Más de una semana después de la catástrofe, seguían apareciendo a la luz pública pueblitos destruidos de los que no se sabía nada e historias humanas en las que primaba lo atroz: una madre a la que el mar le arrancó sus dos hijos de los brazos, un padre que vio cómo se demolía el edificio en que su primogénito se extravió, el conductor de una máquina al que todos vimos caerle un silo encima, autos navegando con los faroles encendidos, miles de familias que lo perdieron todo y que ahora, instaladas en carpas o bajo toldos improvisados, comienzan a sufrir las primeras lluvias. El sábado recién pasado, en las costas de Constitución, el mar devolvió el cadáver de un niño, una semana después de llevárselo. Aquí se ha dicho de todo. Los analistas han encontrado teorías fantásticas para explicar reacciones que, a decir verdad, son más propias del hombre abandonado al estado de naturaleza que producto de ideologías perversas. Todo ha sucedido en medio de un cambio de gobierno. Hoy, jueves 11 de marzo, se produjo el traspaso del mando en la presidencia del país. Sebastián Piñera, el derechista ganador en las elecciones de enero, desplazó del poder a la Concertación, la coalición de centro izquierda que acabó con Pinochet y que lleva dos décadas en el poder. Mientras se desarrollaba la ceremonia en el Congreso, volvió a temblar con fuerza. Hasta Evo Morales se puso blanco de miedo. Cristina Kirchner, la presidenta de Argentina, se agitaba como una loca mientras veía menearse la lámpara principal del salón parlamentario. En la transmisión radial del solemne evento, se escuchó una voz que ordenaba a gritos hacer abandono del recinto. Piñera, el presidente electo, entró con el rostro desfigurado; Bachelet, la presidenta saliente con la más alta popularidad que conozca la democracia chilena, abandonó el edificio en medio de una ovación nerviosa. Ha seguido temblando toda la tarde. Entre los amigos, apenas se restauraron las líneas telefónicas, nos llamamos para comentar lo extraño de la jornada que estaba aconteciendo. De una parte, concluía el gobierno de la coalición democrática con la que habíamos crecido y por la que habíamos luchado, y de la otra, la tierra entera no cesaba de moverse. No viene al caso hacer analogías delirantes, pero una manera de ver Chile terminaba en cataclismo. El día de hoy ha reinado el desconcierto. Sumidos en la conmoción, nos ha costado dimensionar lo que significa el traspaso del poder político de la coalición que reconstruyó la dignidad de Chile a la derecha que la destruyó. No es que los pinochetistas y defensores de la dictadura hayan vuelto a La Moneda, pero la pena de la derrota no ha sido pena simplemente: escribo desde un país que se encuentra terremoteado. Cunde la perplejidad. Abunda la incertidumbre, la ausencia de proyectos convincentes, la dispersión política. Las discusiones ideológicas de antaño han dado paso al cacareo y las murmuraciones. “Lo que pudo haber sido y lo que ha sido tienden a un solo fin, presente siempre”, escribió T.S. Eliot, y algo así se percibe por estos lados. Miles de personas están viviendo la precariedad, el suelo sobre el que caminamos se encuentra en permanente agitación, la gente tiene miedo, nuestras cabezas se hallan nerviosas, los diálogos son extraños. Ronda un ambiente bíblico, para no decir apocalíptico. Sabemos que la historia no está terminando aquí, pero a los residentes de este rincón del mundo, donde el planeta se desmiembra en archipiélagos, las cordilleras rugen, los glaciares se desmoronan y el desierto guarda misterioso silencio, nos parece estar habitando un espacio de alucinante inestabilidad. Sólo una frase a favor de Chile: mientras otras naciones latinoamericanas, con todo derecho, pueden jactarse de la cultura que han dado al mundo, a nosotros nos corresponde la más endeble de las ofertas: somos un lugar de nadie, la playa donde cada tanto vuelve a desembarcar Noé, el sitio ese en que la tierra devastada puede ser el paraíso de los que no tienen lugar y buscan nacer de nuevo. Un territorio que corcovea furiosamente cada tanto, recordándole a sus moradores que acá nada es para siempre. ~
Director de The Clinic