Por una Iglesia lejos del papado

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

El escritor Garry Wills, irlandés católico, ha tocado el tema de la religión en muchos de sus artículos y libros (Papal sin / Structures of deceit, y Why I am a Catholic). Primero como búsqueda de sus raíces, y después como la crítica valiente, franca, inteligente de un hombre de fe ante la jerarquía de su religión, en especial ante el Papa, en una época en que esa jerarquía y esos papas —sobre todo Juan Pablo II— se han significado contrarios a algunos de los logros más altos del Concilio Vaticano II, a saber: la exaltación y promoción de la colegialidad de los obispos como fuente de la comunicación con Dios; la consulta a los laicos en los temas de doctrina, catequesis y gobierno eclesiástico, para tomar en cuenta sus opiniones, y la incorporación, cada vez más activa e igualitaria, de las mujeres en todas las labores eclesiales. En una palabra, Wills ha denunciado el nuevo autoritarismo papal, que ha venido a postergar la democratización de una Iglesia milenaria que ya había conocido, en sus primeros siglos de existencia, una forma más igualitaria, libre y participativa de vida religiosa.
     La conversación con este pensador corre a cargo de Mark Lilla, escritor y periodista neoyorkino, colaborador regular del New York Times, del semanario The New Republic y, desde luego, de Letras Libres.

MARK LILLA: ¿Cuáles son los recuerdos más antiguos que tiene de su formación católica?
     GARRY WILLS: Son de cuando era monaguillo, de muy pequeño, tanto que apenas podía encender las velas sin ayuda. Eso y la casa de mi abuela. Era una irlandesa católica, madre de diez hijos, aunque casi todos murieron jóvenes. Su casa estaba llena de imágenes católicas —el Sagrado Corazón, la Virgen María—, y cuando la visitábamos, en la Cuaresma o en otras ocasiones, siempre nos poníamos de rodillas y rezábamos juntos el rosario. Mis otros abuelos no eran católicos, eran ingleses y no irlandeses, y me parecían muy fríos: no era agradable estar con ellos, así que a mí me gustaba ser irlandés. También había muchas monjas y sacerdotes en mi familia extensa. De modo que era una especie de capullo, de tejido muy ceñido.

ML: ¿Cuál era el centro de su vida, en calidad de católico? ¿Era la familia, la parroquia, las escuelas?
      
     GW: Primero fue sin duda la familia. Luego la escuela católica, con las madres dominicas, en Adrien, Míchigan, que pertenecen a una orden muy conocida por ser buenos educadores. Eso le sumó enseguida, a la experiencia en la familia, una dimensión intelectual. Las monjas me alentaban a leer y escribir en una forma en que mi familia nunca me estimuló.
     ML: Usted comenzó a prepararse para sacerdote y después decidió dejar los estudios. ¿Nos puede decir por qué pensó en emprender la preparación sacerdotal?

GW: Pasé de las hermanas dominicas a una secundaria de jesuitas, y en aquellos días en la escuela jesuita casi todos los maestros de la secundaria eran seminaristas que estaban formándose para sacerdotes. No se habían ordenado, eran muy jóvenes, muy inteligentes y tenían mucho entusiasmo, y eso era muy impresionante. Eran figuras modelo, no sólo para mí sino casi para todos. Me parecían las personas más dedicadas, menos egoístas, más interesadas en los demás: por eso me metí al seminario.

ML: Desde que se salió de los jesuitas ha escrito mucho sobre la Iglesia y su experiencia personal en ella. Pero al ver la trayectoria de su obra, desde Bare ruined choirs hasta su libro más reciente, Why I am a Catholic, se percibe un cambio de la atención intelectual. Cada vez narra menos aquellas experiencias de la infancia católica. En cambio, la atención se dirige casi en exclusiva al papado. Quiero hacerle varias preguntas al respecto. Primero, en un nivel superficial, ¿cuándo y cómo adquirió un lugar tan central el papado en su interés?

GW: El papado no captó demasiada atención antes del Concilio Vaticano ii, la reacción ante ese Concilio, ante los papas viajeros (Paulo VI y Juan Pablo II) y el ingreso del papado en la polémica de la vida católica intelectual. Hasta entonces todos éramos muy dóciles. Y entonces el papado se convirtió más bien en una prueba. La Iglesia que yo viví, en el centro de estudios, en la universidad, realmente no se interesaba en el tema: sólo públicamente había que manifestar ese interés, en el sentido de que el papado ataca la Iglesia en que yo vivo. Y, como la ataca, le impide florecer, en el sentido de que nos niega tener mujeres ministros, o de que está haciendo que ciertos sacerdotes admirables cuelguen los hábitos porque no pueden casarse; está volviendo deshonestos a los sacerdotes porque tienen que repetir como loros la línea del Vaticano sobre temas en los que ya no creen tanto, y está provocando que las escuelas católicas tengan miedo de sus obispos, porque los obispos temen al Papa. Así que creo que, en bien de su salud, es necesario que la Iglesia se separe del papado.

ML: Debo confesar que me sorprendí al recibir su libro más reciente y ver el título. Me esperaba que la mayor parte del libro, o por lo menos una parte, fuera una evocación “desde abajo” de la vida católica de hoy. Creo que una respuesta a la pregunta “¿Por qué soy católico?” habría podido centrarse en la vida de parroquia, por ejemplo, o en la familia. Pero usted no lo hace; más bien el libro adopta un tono defensivo.

GW: Bueno, es una respuesta a una pregunta específica que me hicieron por entonces: ¿cómo ser católico y no estar de acuerdo con el Papa?

ML: ¿Debido a lo que escribió usted en Papal Sin?

GW: Sí. La pregunta dictó la forma de la respuesta. No podía pasar por alto el papado. Y ahora soy católico porque veo la vida católica real como algo necesario, pero no se puede llegar a un acuerdo con otros católicos a menos de que tratemos de superar el poder del Papa sobre determinadas cosas, como la ordenación de las mujeres.

ML: ¿Considera que el pontificado de Juan Pablo II de veras marcó un cisma en la vida católica? ¿O piensa que algunos de los problemas surgidos durante este papado ya estaban presentes en la forma en que Pablo VI, por ejemplo, manejó las reformas del Vaticano II?
     GW: A Pablo VI realmente lo admiro. Fue un hombre muy santo que trató de descongestionar muchos de los problemas del papado. Tomó varias iniciativas importantes. Por ejemplo, en el frente ecuménico estableció un procedimiento consistente en lograr que delegados luteranos y católicos eliminaran todo el problema de la justificación en el papel de la fe y en la Biblia. Lo resolvieron y aceptaron que toda la pugna de la Reforma estuvo mal formulada: tenemos razón y no la tenemos a la vez, y podemos unirnos. Además inició el hábito de viajar: era como el representante de San Pedro por la paz, como en las Naciones Unidas. Cometió aquel gran error en relación con los anticonceptivos. Creo que se dio cuenta de que era un gran error.
     Con Pablo VI, los liberales sacaron del Concilio todo el tema de los anticonceptivos y se lo dieron a una comisión especial para estudiarlo y elaborar recomendaciones. Pablo VI lo amplió, e incluyó a participantes que no eran del clero y a mujeres, lo cual fue una medida muy iluminada. Creo que pensaba que había que hacer algunos ajustes a la enseñanza general de la anticoncepción natural, pero que algunos no lo rechazarían en conjunto. Bueno, pues lo que sucedió es que ese grupo se reunió, convocó a expertos en derecho natural, debatió y, para gran sorpresa de ellos mismos, llegó a la conclusión de que la ley natural no estipula que no se puedan utilizar medios artificiales. Aquí, como en otros mil asuntos, el clero, el Vaticano, se aterró: trató de atacar a la Comisión, llevó el asunto a los cardenales para someterlo de nuevo a examen y votar contra los derechos de voto de los laicos y, con todo, resultó que eso, en la ley natural, no tenía sentido; así lo estableció la mayoría. Entonces la curia dijo: “Bueno, tiene que haber un informe de la minoría en vez de un informe único.” Produjeron un informe de la minoría con personas que introdujeron en el último momento, y le dijeron al Papa que, si aceptaba el informe de la mayoría, destruiría la credibilidad del papado; así que lo rechazó. Para su asombro, la mayor parte de los obispos de todo el mundo se negó a decir a su grey que tenían que obedecer esta nueva enseñanza confirmada; la mayoría dijo que era necesario considerarlo seriamente, hacer examen de conciencia. El Papa no tenía idea de lo que estaba sucediendo y no sabía qué hacer. Nunca volvió a escribir otra encíclica, nunca volvió a debatir el tema, y su famosa depresión comenzó en esos momentos. Fue un error tremendo, y la comunidad católica lo rechazó.
     Juan Pablo II llegó decidido a confirmarlo, y a volver a una serie de cuestiones sobre las cuales el Concilio Vaticano había decretado cómo debía ser la vida católica a partir de entonces. Por ejemplo, el Concilio dijo que la vitalidad cristiana debería venir desde abajo, así como desde arriba, y que debía haber vida colegiada entre los obispos, y que deberían consultar al laicado, y que las conferencias episcopales nacionales debían atender las necesidades de cada país en particular. Bueno, lo que ocurrió fue que esas conferencias nacionales comenzaron a hacer cosas como leer el Catecismo Holandés. Esto molestó tanto a Roma que, en 1998, un documento que en cierta forma es el documento clave de este papado, titulado Apostolos suos, establece que ninguna conferencia nacional de obispos tiene autoridad para legislar salvo en dos casos: por unanimidad o con la aprobación de Roma. En pocas palabras, carecen por completo de poder. Un solo obispo puede vetar al todo. Eso no sólo se opone al Concilio Vaticano sino a toda la historia cristiana y católica. Lo que pasó es que los obispos conservadores se quejaron ante Roma de que iban a esas conferencias y la mayoría los abrumaba, así que Roma aceptó resolver este problema y lo resolvió. Es revelador: el Papa no confía en sus propios obispos. No confía en ellos, no los deja moverse a menos de que sea en condiciones imposibles. No ha habido concilio de la Iglesia que haya dependido jamás de la decisión unánime: siempre ha dependido del voto de la mayoría.
     Las repercusiones de esto se sienten ahora en el asunto de los escándalos por la pedofilia en Estados Unidos y otras partes. Los obispos trataban de defenderse, de contener de algún modo la hemorragia de confianza. Cuando celebraron la conferencia episcopal de Dallas, sabían que, si se atenían a las leyes del Apostolos suos, no podrían decir nada a menos de que obtuvieran la unanimidad, así que inventaron algo nuevo. Tenían que hacerlo para darle la vuelta a este obstáculo. Inventaron unos estatutos.* Y lo que proponían esos estatutos no tenía carácter vinculante para todos, sino que cada quien, individualmente, en su propia diócesis, lo aceptaba en forma voluntaria. Por lo tanto, los trece que votaron en contra no podían abrogar legislación alguna porque no había ley que anular. No tenían que hacerlo, el compromiso no era vinculante, sólo lo era para las personas que decidieran aceptarlo. Se informó mal sobre esto, se dijo que era necesario presentarlo a Roma, pero no era así. Lo que se presentó ante Roma fue algo muy diferente: los protocolos. Se envió un mensaje a Roma diciendo que los estatutos no contravenían el espíritu de la ley canónica, pero que, desde luego, era prerrogativa del Vaticano señalar si había error. Pero si no lo había, entonces los estatutos podían hacerse vinculantes, incluso para esos trece que habían votado en contra. En cambio, en caso de haber error, el Vaticano podía señalarlo, etcétera, etcétera.
     Pero hay que ver lo que tuvieron que hacer para darle la vuelta al problema, y lo hicieron con muchas señales de que Roma no estaba de acuerdo. La estrategia era una apuesta: que si la Carta o estatutos entraban en vigor enseguida y contaban con un abrumador apoyo popular, los obispos votarían a favor en su gran mayoría. Se mandó a Roma en el verano, que es una época del año en la que no se hace nada allí. La apuesta era que el Vaticano no podía volver a sus labores en dos o tres meses, ni rechazar los estatutos. Bien, en cierta forma la conferencia episcopal de Estados Unidos ganó la apuesta.
     La respuesta del Vaticano fue mucho más indulgente de lo que habría cabido esperar, porque se dio cuenta de que no podía simplemente rechazar los estatutos: era políticamente imposible rechazarlos. Pero trató de limitarlos con medios que van a hacer mucho daño. Intentaron eliminar toda participación laica en la evaluación de los infractores, lo que va a significar que el fallo de muchos de los casos va a tomar muchos años, concretamente las apelaciones de las diversas personas a las que se destituyera del estado clerical. De nuevo, la conferencia episcopal de Dallas buscó un punto medio. No querían degradar, echar del sacerdocio a las personas de las que se sospechaba. Querían suspenderlos y quitarles sus prerrogativas, lo que se hace en forma más o menos rutinaria en las diócesis, para que no se lleven a cabo procesos interminables de sentencia. Degradar a un sacerdote es un procedimiento eterno: va a Roma, a toda clase de instancias jurídicas, y no querían seguir arrastrando el asunto durante muchos años. Y se daban cuenta de que se les estaban vaciando las arcas, que los restos de confianza estaban desapareciendo. Así que tuvieron que hacer todo eso para darle la vuelta a lo que hizo Juan Pablo II para tratar de quitarles todo su poder.
     Hizo lo mismo respecto a la redacción: le quitó a los congresos episcopales de los países la facultad de escribir su propia liturgia, y aprobó otra norma: la posibilidad de decirla en el idioma de cada país. El concilio episcopal de Estados Unidos pasó tres o cuatro años tratando de elaborar una declaración sobre las mujeres. Y llevaron a cabo un prolongado procedimiento de consulta con las mujeres. La declaración fue muy tibia, no pedía la ordenación de las mujeres, pero Roma la rechazó una y otra vez, hasta que acabó tan despojada de su contenido que el propio congreso episcopal dijo que no tenía sentido publicarla porque no decía nada.
     De modo que el Papa ha reprimido la vida de la Iglesia en todas esas formas. Por eso creo que se debe hablar de esto. La Iglesia viva se opone al Papa en todasestas cuestiones. No son esenciales, pero no hay justificación, porque el sacerdote no lo va a afrontar, los obispos no lo van a afrontar, de modo que los laicos tienen que explicar lo que estamos haciendo, cómo estamos viviendo realmente.

ML: Los defensores de Juan Pablo II y del entonces Cardenal Ratzinger sostienen que ambos apoyaron el espíritu del Vaticano II, pero que las reformas pronto se mezclaron con la transformación social mundial de fines de los sesenta y principios de los setenta, que fueron de inspiración laica y no tenían nada que ver con la Iglesia ni con su misión. Esto permitió a Juan Pablo II y a Ratzinger figurar como más fieles no sólo a la misión permanente de la Iglesia, sino incluso a la lógica de base del Vaticano II, anterior a esas transformaciones laicas. Usted, por otra parte, los presenta como contrarrevolucionarios determinados a imponer algo nuevo y en realidad muy radical. ¿Cómo interpreta a estas dos figuras y su propia función en esta historia?

GW: Bueno, les interesó mantener el statu quo ante, y la prueba es que ¿quiénes fueron los héroes de aquel Papa? Pío IX, Pío X, Pío XI, Pío XII, todos aquéllos de los que estaba tratando de apartarse el Concilio Vaticano II. Quería canonizar a Pío XII, una figura muy autoritaria, y canonizó a Pío IX, que no sólo era muy autoritario sino además antisemita.
     Las personas cuya vida se forma en una Iglesia perseguida tienden a ser admirablemente obstinadas en apegarse a todo lo de esa Iglesia, porque se dan cuenta de que está siendo atacada y tienen que aferrarse a ella. Esto se aplica a la Iglesia cuando ha sido objeto de persecución en México, en Irlanda o en la Inglaterra isabelina. Toda devoción, toda reliquia, toda denominación se convierte en un desafío. Una de las primeras cosas que dijo el Papa al recibir la investidura fue: sacerdotes, pónganse su cuello sacerdotal, y monjas, pónganse de nuevo sus hábitos. Bueno, pues se requería mucho valor para llevar el cuello cuando el Papa vivía en Polonia, primero con los nazis y luego con los comunistas, y ese enfrentamiento con ellos es muy comprensible y admirable. Pero salir de esa situación y luego decir que todo el mundo está en nuestra contra y que tenemos que aferrarnos a estas cosas es un gran error. Esa fue la actitud del anterior papado: no sólo desconfianza en el mundo, sino desconfianza en la Iglesia misma, la Iglesia viva, sus propios obispos, su propios sacerdotes, sus seminarios, su prensa.

ML: ¿Cómo explica su apoyo inicial al Vaticano II?
      
     GW: En el caso de Ratzinger, él creció con el voto antimoderno, al que opusieron resistencia todos los sacerdotes inteligentes, a los cuales él quería liberar de muchos grilletes del pasado. Experimentó una conversión muy famosa, lo que no era raro en los años sesenta. Por ejemplo, fue uno de los que defendió el voto de las conferencias episcopales no sólo hasta el Concilio, sino inmediatamente después, y luego se lanzó en su contra según la línea del Apostolos suos. Es un buen ejemplo de las personas que se sienten ofendidas por los años sesenta, que los satanizan porque trastornaron toda la verdad y toda la certeza. Mi amigo Studs Terkel tiene un discurso en el que dice que la Gran Generación, como suele llamarse a la generación de la Segunda Guerra Mundial, no es la Gran Generación: que la Gran Generación es la primera de la historia occidental que tomó en serio la igualdad de las mujeres y realmente hizo algo al respecto, que tomó la justicia racial en serio y procedió en consecuencia, y que hizo avanzar los derechos humanos. Ahora bien, es cierto que había toda clase de excesos y cosas que andaban mal, pero la apertura esencial a lo que vale la pena en la vida humana no es algo que desvirtúe el Concilio. Creo que se trataba de hacer reaccionar a laicos y obispos, y a eso se opuso el papado de Juan Pablo II.
     Juan Pablo II tuvo las ventajas de su posición y la debilidad de su formación, y ésta se hizo cada día más patente en los últimos años. Se volvió en extremo suspicaz. El intento de regresar a las viejas pautas de devoción revela que fue Papa durante demasiado tiempo. John Henry Newman dijo que nadie debería ser Papa durante más de veinte años, a riesgo de convertirse en tirano. Y John Henry Newman es un buen católico: se puede ser un buen católico y no estar de acuerdo con el Papa en todo.
     Otra razón por la cual es importante la cuestión del papado es porque, al pensar ahora en el Papa, en casi todos los contextos —católicos y no católicos— casi instantáneamente se piensa en su infalibilidad. ¿Cómo se puede no estar de acuerdo con el Papa si el Papa es infalible? La infalibilidad es uno de los grandes mitos de nuestro tiempo. Es una treta para despistar. Se definió en 1870 y sólo se ha utilizado una vez desde entonces. Newman dijo en aquella época que nunca se utilizaría. Nunca se utilizará porque es un instrumento demasiado raro, excéntrico, para utilizarlo. El único uso que ha tenido fue cuando Pío XII proclamó que la Virgen María subió al cielo. No le añadió nada a la fe ni a la práctica católica. Y nada que haya dicho el Papa ha añadido infaliblemente nada a nuestra vida, a nuestra fe o a nuestra práctica. Todas las cosas básicas en las que creemos y que se han impuesto por decreto de esta manera no tienen nada que ver con la infalibilidad papal: fueron cosas establecidas por los concilios, cuando el Papa no estaba en condiciones de formular este tipo de enseñanzas. En la vida real no importa, y hay que darse cuenta de eso por motivos ecuménicos. Eso es lo que obstruye todo esfuerzo de reunificación con las otras iglesias, porque no pueden aceptar la infalibilidad del Papa.
     Las personas suelen preguntar que si uno es un católico que no está de acuerdo con el Papa pero acepta el Credo, por qué no se convierte al luteranismo, el episcopalismo o la ortodoxia oriental. Bueno: pertenezco a la Iglesia Católica, crecí en ella, creo que es el cuerpo místico de Cristo. También creo que todo cristiano bautizado forma parte del cuerpo de Cristo, porque lo establece así el Concilio Vaticano II. Y que yo dejara la Iglesia sería un pecado contra la fe, no porque dijera que el Papa está equivocado y por eso tenga que salirme de la Iglesia, lo que supondría que el Papa es la Iglesia. No me parece que sea así, nunca lo he visto así y sería un pecado contra la caridad, porque estaría dejando a las personas que me formaron, que están de acuerdo conmigo. Casi todos los demás católicos están de acuerdo conmigo, las estadísticas son abrumadoras, y muchas personas que están de acuerdo conmigo no pueden decirlo, sobre todo sacerdotes y algunos obispos. ¿Por qué tendría que abandonarlos? También sería un pecado contra la esperanza, porque espero que todas las iglesias lleguen a unirse.
     Se dice que Ratzinger y Juan Pablo II estaban en el espíritu del Concilio Vaticano II, el Concilio que estableció que todos los cristianos bautizados son parte del cuerpo de Cristo. Pero el Cardenal Ratzinger dijo que las órdenes anglicanas no son válidas, que no tienen autoridad para impartir los sacramentos. Y, por supuesto, eso lo basa en que no hay sucesión apostólica a través de la ordenación de los anglicanos, y por sucesión apostólica quiere decir descendientes directos del obispo de Roma, que fue San Pedro. Bueno, pues San Pedro nunca fue obispo de Roma, y no tiene descendientes directos, siempre ha habido interrupciones. Los estudiosos modernos han rechazado eso, los estudiosos católicos y no católicos. Que Ratzinger haya querido volver a eso es, sin duda, apartarse de las directrices del Concilio Vaticano II.

ML: Permítame hacer de “abogado del Papa”. Me sorprende que no se preste en su libro más atención al efecto del Vaticano II en la práctica. Déjeme darle otro panorama de lo que ha pasado en las parroquias católicas desde entonces, un panorama presentado a menudo por los defensores del Papa. Sobre este punto de vista, el resultado no previsto de las reformas fue una desacralización de toda la experiencia católica, comenzando por la misa y llegando al catecismo y a la educación católica en general. Mientras que antes había una especie de grandiosidad en la misa, ahora se entra en la iglesia y se ven unos toscos estandartes de fieltro, se oye una música popular de guitarra poco interesante, se escuchan sermones que son una mezcla de lugares comunes, de jerigonza psicoterapéutica y de política liberal tendenciosa. Las escuelas católicas rigurosas del pasado han desaparecido, y nadie aprende nada serio sobre la vida católica en el catecismo. Para Juan Pablo II y sus defensores pasó algo muy grave. Lo que falta, según estas personas, es que las cosas de la Iglesia inspiren convicción, reverencia y un auténtico sentimiento espiritual. El catolicismo, especialmente en Estados Unidos, ha degenerado en una vaga religión civil interesada en dar apoyo psicológico, en la política y en poco más. ¿Qué le parece esta imagen de la Iglesia “desde abajo” posterior al Concilio Vaticano? ¿Es por completo errónea o contiene algunos elementos de verdad?

GW: Tiene elementos de verdad. Todo cambio tiene sus costos, sus pérdidas. Yo apreciaba muchas cosas de la antigua liturgia, en especial la música. Por otra parte, fui a una misa en latín en Washington, pero hacían trampa: no era en latín verdaderamente, contenía toda clase de elementos en inglés y cantaban algunos himnos latinos.
     ML: Pero el problema no es la música, o sólo la música. Es la falta de un mundo mejor, la presencia de lo divino.

GW: Sí, pero existe la idea de que lo divino se puede subrayar diciendo lo que no se entiende, no por motivos intrínsecos al misterio, sino simplemente porque no se ha aprendido latín. Siempre estoy rodeado de gente que piensa que el latín es importante. La Última Cena, la institución de la Eucaristía, todo eso no se hizo en latín sino en arameo, y Jesús no dijo que se pondría de pie y atravesaría esta pequeña cerca y les daría la espalda y hablaría en una lengua que ustedes no entienden, y que así sabrían ustedes que eso es un misterio. Eso es un misterio hechizo: un abracadabra. El verdadero misterio es el cuerpo místico de Cristo que se recibe en la comunión y que no tiene nada que ver con el idioma que se habla. Las misas se dijeron en lengua vernácula durante siglos. Hasta que en Roma el vernáculo se convirtió en el idioma de los cristianos, y el latín aparecía en Venecia como vernáculo explayado en una lengua romance. Debería haber pasado a otros idiomas, pero no lo hizo porque para entonces este misterio artificial había arraigado. Los sacerdotes, la jerarquía que acaparaba la verdad en un idioma que no hablaban los laicos, estudiaban en latín, oficiaban en latín, decían la misa en latín y no querían renunciar a esta especie de idioma secreto privilegiado.
     Gran parte de eso era superstición, y muchas de las costumbres populares en las que crecí y de las cuales disfrutaba y que me gustaban eran supersticiones. Es muy difícil sostenerlo en una cultura que se ha transformado. Ésta no es una cultura en la que se pueda decir en serio algunas de las cosas que dijo Juan Pablo II, por ejemplo. Es un insulto a la inteligencia decir que las mujeres no pueden ser sacerdotes porque no se parecen a Jesús. Eso vuelve a la idea de que los hombres están más cerca de Jesús, que Dios creó primero a Adán, que Eva subió a Dios a través de Adán, y que las mujeres eran inferiores, que eran impuras.

ML: Sin embargo, aparte de los misterios que no pueden explicarse, las supersticiones en las que ya nadie cree, y aparte del latín, un idioma que ya nadie entiende, ¿no siente a veces que ha cambiado algo profundo de la Iglesia? ¿Cabría decir que, por influencia del Vaticano II, se ha producido un cambio en el catolicismo del teocentrismo al antropocentrismo?

GW: No, en absoluto. Ahora tengo más conciencia de Dios al ir a la iglesia que cuando era joven. Es obvio que la Iglesia antigua tiene todo eso. San Agustín decía misa en su ropa de diario, no usaba hábitos especiales, así que en ese aspecto él decía que para él el centro del misterio estaba en compartir el pan de las Escrituras a través de la predicación.
      
     ML: En su pequeña obra sobre San Agustín, la sexualidad es muy importante. Muchos de los problemas actuales de la Iglesia, desde el aborto hasta los anticonceptivos, si se debe ordenar a las mujeres, la homosexualidad y, desde luego, los escándalos por la pederastia, parecen girar en torno a la ética sexual. ¿Opina que la moral sexual de la Iglesia está en crisis? En caso afirmativo, ¿cuán profunda piensa que sea esa crisis, doctrinal e ideológicamente?

GW: Creo que es muy profunda. No es una crisis de sexo, en el sentido de las relaciones sexuales, sino de género. La Iglesia fue, comprensiblemente, una sociedad patriarcal masculina durante muchos siglos, al grado de que hago enojar a los católicos conservadores al decir que Dios es tanto del sexo femenino como del masculino. En otras palabras, no es una cosa ni la otra: Dios no tiene género, Dios trasciende el género. Eso significa que no se puede excluir a las mujeres ni a los hombres. Es cierto que Jesús se manifestó como persona masculina, como varón, eso no pretendo modificarlo. Por otra parte, pensar en el Espíritu Santo como masculino es un error total. Decir que Dios es masculino es una mera designación, una analogía, que nos aproxima a la verdad, pero eso no es Dios: Dios no es un “él”. Hay que hablar de lo más próximo a Dios que conocemos, es decir de nosotros mismos, los seres humanos. Ahora bien, la historia de la Iglesia es tal que ha sido en extremo importante tener un patriarcado masculino y un sacerdocio masculino. Y lo que realmente me parece que se ha sacudido con esto es el movimiento de emancipación de las mujeres, que es el acontecimiento más importante de nuestra época, porque, si se cambia la situación de la mujer, se cambia la sociedad en su nexo mismo, la relación del marido y la mujer, de la hija con los padres, de la hija con sus hermanos, de la madre con sus hijos. No se puede realizar otro cambio más fundamental que ése, y el alcance y la velocidad de ese cambio realmente son extraordinarios. El protestantismo se dio cuenta de que éste era el déficit del cambio social, y siguió adelante mientras la Iglesia Católica se oponía. La Iglesia se suicida si no se da cuenta de esto.

ML: Eso cubre algunos de los problemas, pero otros tienen que ver con la sexualidad en sentido más estrecho, específico del eros, como dice usted. ¿Qué piensa de ese desafío en particular?

GW: Debido al control absoluto de los varones sobre el clero, hubo una especie de estupidez sexual inducida en la Iglesia. Se llevaba a los niños a la iglesia cuando eran muy pequeños, entraban a los seminarios desde niños. Había mucha ignorancia, negación y rechazo a afrontar las cuestiones sexuales, y cuando había transgresiones sexuales, se encubrían. Eso no es una novedad, es muy antiguo y en muchas culturas sencillamente se asumía. Y ya no se puede controlar ese tipo de situación en un mundo como el nuestro, en el que los medios de comunicación, que la Iglesia detesta, no te permiten ir a vivir una vida apartada en la que puedas encubrir tus transgresiones y tus defectos.
     Y, por esa idea tonta de que la Iglesia nunca cambia, no hay capacidad de reconocer realmente lo equivocado de esa situación. Es el miedo “al mundo”, como si el mundo no tuviera nada que enseñarle a la Iglesia. Después de todo, San Agustín pudo aprender del neoplatonismo, Santo Tomás pudo aprender de los aristotélicos árabes. No aprender del movimiento de las mujeres, por ejemplo, hoy en día, es como no aprender del movimiento de oposición a la esclavitud en el siglo XIX. –
     

— Traducción de Rosa María Núñez

+ posts

(Detroit, 1956), renombrado ensayista, historiador de las ideas y profesor de la Universidad de Columbia, es colaborador frecuente de The New York Review of Books y The New York Times. Su libro más reciente es El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad (Debate, 2018).


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: