Elias Canetti (1905-1994) pertenece a una tradición que no forma parte de los estudios literarios. Dicha tradición se caracteriza por un signo inquietante: sus autores escriben siempre el mismo libro, aunque cambien de género y a veces pasen como en el caso de Canetti de la ficción (Auto de fe, por ejemplo) al ensayo erudito y sesudo (Masa y poder), pasando por obras de reflexión tan poco demostrativas que, en ocasiones, sólo parecen sostenerse por su enunciación (La provincia del hombre: Carnet de notas 1942-1972, Hampstead, etcétera). Me pregunto si su condición de judío (descendía de una familia de origen sefardí) no tuvo algo que ver con esa actitud de alto compromiso, cercano al fanatismo él lo denominaría de absoluto en relación con la tarea del escritor y con la obra misma concebida como una apuesta contra la muerte. A Canetti, el autor de lengua alemana de su siglo que más le interesó, junto con Kafka, fue Musil, a quien trató en los años de Viena. Pero junto a estos dos autores, a los que habría que sumar a Hermann Broch y tal vez a Thomas Mann, aunque ya a una cierta distancia, Canetti no duda en afirmar que el Gilgamesh, la antiquísima etopeya mesopotámica, es, desde que la leyó a los 17 años, la obra que más incidió en su vida. En otros, este aserto podría ser una mera actitud escénica, pero no lo parece en Canetti. Ahora bien, no es fácil entenderla si pensamos que se trata de un texto deteriorado, y que se ha podido armar gracias a una reconstrucción filológica complicada, a partir de los fragmentos que han sobrevivido en varias lenguas. Quizá, en el orden biográfico, habría que recordar, si se quiere comprender esta lectura apasionada, que el padre de Canetti muere en 1913, cuando la familia vivía en Inglaterra, y que la lectura mencionada podría significar el primer descubrimiento en el orden del mito (poético) de la pérdida (la muerte de Enkidú y el lamento de Gilgamesh) y de la confrontación con la muerte. Pero este dato autobiográfico no explica nada, sólo señala un momento crítico en una experiencia que es, por lo demás, universal. Lo importante es lo que Canetti hizo con ella, su actitud filosófica, moral, literaria, la suerte de metamorfosis en que consiste su obra y, en realidad, toda obra de creación. Fernando Savater ha emparentado esta rebelión de Canetti contra la muerte con la de Unamuno, y aunque algo de razón tiene, creo que hay que señalar que en Canetti no se da el narcisismo cargante de Unamuno y su no menos asfixiante ergotismo teológico.
Elias Canetti es un escritor impetuoso que no pierde la forma; no por azar sus maestros fueron tanto Gogol como Kafka, Büchner como Musil, sin olvidar a su amigo Karl Kraus, el autor de Los últimos días de la humanidad, determinante tanto por lo que le influyó como por lo que hizo para deshacerse de parte de su influencia, afortunadamente.
He mencionado a autores occidentales, pero la literatura china, tanto la creativa como la filosófica, fue radicalmente determinante en su formación y en sus gustos, así como en sus aspiraciones estilísticas.
Canetti vivió, en cierta medida, ocultándose, aunque sólo para poder ser más visible como escritor. Ocultó su persona a la publicidad, pero quiso situar sus palabras en el espacio de riesgo que exigía para la literatura, y fue un polígrafo secreto, al parecer notoriamente más abundante de lo que dio a la imprenta. Escribió una novela que fue, en su tiempo, elogiada por los que importan, y todavía sigue siendo un libro que cuenta, en varias lenguas, con lectores. Curiosamente, no volvió a escribir en este género, actitud que a cualquier novelista actual, tanto como a su editor, debe parecer incomprensible. Dedicó varias décadas a la investigación y la escritura de un libro de ensayo, Masa y poder, obsesionado por el fenómeno de la desaparición del individuo en la masa. Aunque valioso por momentos, no es difícil no ver en esa obra el fracaso de una gran ambición. Hoy día, cuando la literatura se ha convertido en una mercadería banal, cuando se prostituye más y más, la obra de Canetti puede convertirse (quiero decir debería, no soy tan optimista) tanto en una llamada de alerta como en una actitud ejemplar digna de tenerse en cuenta a la hora de escribir. –
(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)