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La cita de Coleridge es famosa:
Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que ha estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?
El poeta inglés la anotó a fines del siglo XVIII o principios del XIX. Han pasado dos centurias desde entonces y, si bien, que sepamos, nadie consiguió en ese lapso traer una flor desde un sueño, sí que hay en nuestro mundo prosaico y terrenal muchos objetos llegados desde mundos oníricos, desde esas otras formas de los sueños llamadas ficciones. Sobre todo, del cine y la literatura.
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La primera que me viene a la mente es la estatua de Rocky Balboa en Filadelfia. Existen, por supuesto, infinidad de monumentos que homenajean a personajes de ficción. Pero el de Rocky no es, como suele ocurrir, un tributo que la realidad —por llamarla de alguna manera— realiza a posteriori a la ficción. Al contrario: la estatua forma parte de la ficción. Es en la película donde las autoridades de Filadelfia erigen la figura de bronce. Es decir, el homenaje atraviesa la delgada capa que separa ambos mundos y se queda en este, en nuestro lado.
Otro caso es el de la casa de Sherlock Holmes en el 221B de Baker Street, en Londres. No existía, en tiempos de Arthur Conan Doyle, ninguna casa con esa numeración. Quizá precisamente por eso el autor situó allí la residencia en que el más famoso de los detectives vivía, fumaba opio, charlaba con Watson y recibía a sus clientes. Hasta que la casa consiguió atravesar la barrera y abrirse un hueco, idéntica a sí misma, en su célebre dirección. Ahora funciona ahí la casa museo de Sherlock Holmes.
Entre finales de 1996 y comienzos de 1997 se filmaron en La Plata algunas escenas de Siete años en el Tíbet, protagonizada por Brad Pitt. En la película, la estación ferroviaria de la capital de la provincia de Buenos Aires se había convertido en la estación de Graz, una ciudad austríaca que, en la época de la ficción (1939), estaba cubierta de banderas nazis. Pocos días después de acabado el rodaje, yo empecé a cursar la universidad en esa ciudad. Durante mucho tiempo, en los carteles de los andenes se leía La Plata en letras negras sobre un fondo de pintura blanca, pero debajo de ese fondo se entreveía, inquietante, la palabra Graz.
Es decir, si bien la superposición de Graz en La Plata —a diferencia de la estatua de Rocky y la casa de Sherlock Holmes— se había retirado, quedaban las huellas, como los restos que deja el mar sobre la playa cuando baja la marea. Indicios de la ficción en la realidad, como la flor de Coleridge, que es un indicio del Paraíso.
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Bien mirado el asunto, la sola existencia de una ficción relacionada con un objeto o un lugar concreto ya es una intromisión en la realidad, porque modifica (si la obra es buena, de modo indeleble) nuestra percepción del mundo. Por ejemplo: el café de la escena del falso orgasmo de Cuando Harry conoció a Sally nunca más fue el mismo después de la película. Salvo para quienes conocieran el café desde antes —una minoría de la humanidad—, los que llegan ahora allí se sienten en un escenario de ficción que supo ganar su parcela de realidad.
Richard Linklater lo emplea como recurso en sus bellísimas Antes del amanecer y Antes del atardecer. En el final de la primera vemos los escenarios de Viena por los cuales han paseado Jesse y Céline, pero ya sin ellos, que se han ido cada uno por su lado. En la segunda, el orden se invierte: en la introducción de la película, detrás de los nombres de Ethan Hawke y Julie Delpy y Before Sunset, de fondo la voz de ella cantando An Ocean Apart, vemos algunos de los rincones de París que ellos recorrerán. Y ya nada será igual.
Así como —según Borges— el Quijote de Pierre Menard coincide letra por letra con el de Cervantes pero es una obra totalmente distinta, los lugares donde se ha filmado una película se convierten en otros tras su paso. Una intromisión de la ficción en la realidad, aunque la realidad la hubiera precedido.
4
En Boyhood, la última película de Linklater, el personaje intepretado por Hawke le regala a su hijo una obra curiosa: el Álbum Negro de los Beatles. Se trata, por supuesto, de un contrapunto del Álbum Blanco, y consiste en una recopilación de canciones de los cuatro de Liverpool durante sus carreras solistas, después de la separación de la banda en 1970.
“Cuando mezclas sus obras, cuando los pones uno atrás del otro y los dejas fluir, ellos se potencian unos a otros, y entonces empiezas a escucharlos: The Beatles”. Eso le dice el personaje a su hijo, cuando le da el disco, pero lo escribe también en una carta. Y esta carta, que no aparece en la película, es una versión apenas modificada de una carta real que Ethan Hawke le dirigió a su hija mayor (y que se puede leer completa aquí). Porque el Álbum Negro fue un regalo del actor para su hija en la vida real, idea que luego él y su amigo Linklater aprovecharon para el filme.
Y ahora yo tengo conmigo —y lo llevo a todas partes y lo escucho un montón— el Álbum Negro de los Beatles. Un viaje de ida y vuelta: de la vida real de Ethan Hawke a la ficción de Boyhood, y de ahí a mi propia vida real. Alguien podrá decir que no es nada extraordinario: canciones que ya existían reunidas y agrupadas de un modo particular. Una playlist más entre tantas otras. Pero a mí me gusta verlo de otra forma. Ya que no podemos traer flores de los sueños, me pregunto: “Y si ves una película que te encanta y hay en ella una idea genial, y si tiempo después te encontrás con esa idea genial en tus manos… ¿entonces qué?”.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.