"Los recuerdos vienen, pero no se quedan quietos"
Por los tiempos de Clemente Colling
Pareciera que siempre ha sido difícil hablar de Felisberto, el escritor atípico, extravagante, raro, eleata al que, a manera de modesto elogio[1], se ha nombrado como uno de los progenitores de lo que sería ese boom latinoamericanotan difuso.
Pese a esta supuesta paternidad, en enero se cumplieron 50 años de su muerte y el evento pasó inadvertido. Habría que recordar, entonces, a Felisberto, aunque “nunca fue ni será un escritor de mayorías”, como escribiera Juan Carlos Onetti en una carta desde España en 1975. Su literatura deslumbra por la extrañeza que le generan los objetos y los misterios que no pueden, ni quieren, revelarse. Pasados por el tamiz de lo fantástico[2], algunos de sus cuentos se han usado para hablar de los orígenes del realismo mágico. Es, sin embargo, en la memoria donde transcurre la mayor parte de su obra, un continuo impromptu[3] convertido en vértigo. En “Tierras de la memoria” (1944) escribe:
“Todo esto lo iba recordando en este otro viaje que hacía ahora (…). En este segundo viaje, todas las cosas, las personas y las angustias del primero, volvieron a vivir como si se hubiera producido una reencarnación de los recuerdos; era como si yo hubiera tenido el poder de hacer girar vertiginosamente el mundo en sentido contrario”.
La mirada de Felisberto recuerda a la de la Gorgona. Glotón[4], con apetito infinito, Felisberto llena sus ojos de recuerdos para llevarlos “después a la soledad y acariciarlos”:
“Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad”.
El cocodrilo, 1962
Sabemos por Borges que nuestramente es porosa para el olvido, es decir, que el drama de la memoria es la certeza de lo irrecuperable. Pese a saber que no hay tiempo recobrado, Felisberto persigue en este el misterio –“aquello que todavía no sabe qué es”–, su presencia en los rastros, en los objetos olvidados.
La memoria resulta, entonces, “una de las maneras más interesantes de entretenerse: un poco de curiosidad y un poco de duda”. Juan, el personaje principal en “Drama o Comedia” –uno de sus primeros textos– dice: “lo que más nos encanta de las cosas, es lo que ignoramos de ellas conociendo algo”. Para conservar esta fascinación, el misterio exige que no sea develado: lo que importa es la epifanía, “la gloria de una buena observación”.
Beckett, en su ensayo sobre Marcel (1930), escribe: “la ecuación proustiana nunca es simple. La incógnita, escogiendo sus armas de un arsenal de valores, es también lo inconocible (sic)”. Para el lector el efecto es cercano al del voyeur: el que mira nunca posee, pero comparte el momento, en este caso, la incógnita, el vacío que se crea. Lo importante, entonces, no es que se descubra el misterio, sino que exista uno.
En 1964 Felisberto enfrentó la última incógnita: su propia muerte. Desencantado de la literatura, con hinchamiento y dolor en el cuerpo, dejó de escribir y se enfocó en practicar el piano e imaginar salas de conciertos repletas. Dejó a Reyna Reyes y se casó con María Dolores Roselló, su sexta esposa, con la que vivió sus días finales hasta el momento en el que, el 17 de diciembre de 1963, fuera internado en el hospital.
Tomás Eloy Martínez escribe en “Para que nadie olvide a Felisberto Hernández” que María Dolores contaba “que esperaba la muerte con curiosidad, temiendo sólo que el cuerpo se le volviera púrpura en el velorio y no fuera posible mostrarlo a las visitas”. Las últimas palabras que dijo fueron “Ana siempre parece una virgen” cuando, el 12 de enero de 1964, su hija llegó a visitarlo vestida de blanco. Murió a la mañana siguiente.
“Mientras yo no había dejado de ser del todo quien era y mientras no era quien estaba llamado a ser, tuve tiempo de sufrir angustias muy particulares. Entre la persona que yo fui y el tipo que yo iba a ser, quedaría una cosa común: los recuerdos”.
El caballo perdido, 1943
La cita, por supuesto, es otra forma de la memoria, y este pequeño texto está plagado de ellas: “Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos durmieran, pero ellos han soñado”. El resultado de esto son el cocodrilo, el acomodador, el rostro de Julia, la casa anegada, es decir, esa otra forma del solipsismo. Para conservar estas imágenes habría que recordar a Felisberto y luego olvidarlo: los únicos paraísos son aquellos que se han perdido.
[1]Carlos Fuentes escribió en “La nueva novela hispanoamericana” que Felisberto fue “uno de los padres de la modernidad literaria”. Tomás Eloy Martínez, por su parte, lo calificó como “el padre del realismo mágico”.
[2]Julio Cortázar, en el prólogo que escribió para “La casa inundada, y otros cuentos”, menciona: “Releyendo a Felisberto he llegado al punto máximo de este rechazo de la etiqueta ‘fantástica’; nadie como él para disolverla en un increíble enriquecimiento de la realidad total, que no sólo contiene lo verificable sino que lo apuntala en el lomo del misterio como el elefante apuntala al mundo en la cosmogonía hindú”.
[3]Idea sin duda relacionada con la noción de “memoria involuntaria” de Walter Benjamin: los recuerdos asaltan, no son buscados de forma consciente.
[4]Después de regresar de París, Felisberto engordó notablemente, al grado de llamar a su cuerpo “el sinvergüenza”, texto que sería el último que escribiera completo en vida: “su cuerpo no es de él, su cabeza, a quien llama ‘ella’, lleva una vida aparte: casi siempre está llena de pensamientos ajenos y suele entenderse con el sinvergüenza y con cualquiera”.
(Tampico, 1982) es narrador. En 2015 publicó París D.F., su primera novela, por la que ganó el Premio Dos Passos. En 2017 ganó el IX Certamen Internacional Sor Juana Inés de la Cruz en la categoría de cuento con el libro Los recuerdos son pistas, el resto es una ficción. Actualmente vive en Barcelona, desde donde mantiene El Anaquel, un blog y podcast sobre literatura y cultura.